Mitos de la democracia

PAN

Hay ocasiones en que se hace más que evidente la juventud de nuestro sistema político, pero no me refiero a la edad de la incipiente democracia sino a lo adolescente, cuando no infantil, de los criterios y comportamientos que la nutren. Mayoriteo, consenso y democracia partidista son tres de esos mitos que no hacen sino mostrar lo mucho que nos falta avanzar. El show de la elección del PAN en las pasadas semanas debería hacernos llorar de lo patético que es nuestro momento en términos de civilización. ¿Cuáles serán las consecuencias de esa inmadurez?

La demanda de consenso en la aprobación de leyes en el congreso es el más patético de nuestro infantilismo. Una democracia que se respeta no requeriría más que un voto por encima del resto para aprobar una legislación. Aquí, sin embargo, el requisito es de unanimidad. El síndrome es tan profundo que el gobierno ha estado dispuesto a dilapidar miles de millones de pesos en la aprobación de leyes que no hubieran requerido más que el voto de sus propios contingentes y acólitos. Dice el dicho que el miedo no anda en burro.

El mayoriteo es uno de esos cargos que desde hace décadas han servido para tenderle una trampa al PRI. Demandando unanimidad o consenso, los partidos de oposición y muchos críticos han logrado intimidar al PRI y al gobierno al punto de convertir un voto mayoritario en una causa de escándalo. Lo que en democracias serias se considera natural y lógico –quien tiene la mayoría gobierna- en México es motivo de vergüenza. Las leyes que del consenso emanan diluyen tanto su contenido que resultan irrelevantes. Mi impresión es que el “consenso” que aportará el PRD para la aprobación de la legislación en materia energética consagrará a Lampedusa y su gatopardo.

No se a quien se le ocurrió que los partidos son democráticos solo cuando eligen democráticamente a sus candidatos y líderes. La evidencia internacional es, en el mejor de los casos, dudosa. Pero en nuestro contexto –una democracia enclenque y lejos de haberse consolidado-, la democracia partidista ha resultado un desastre. Cada partido que la ha intentado ha acabado desgastado y perdedor. Cuando el PRI lo intentó -2000 y 2006- acabó en la oposición; cuando en ese partido un candidato construyó una coalición abrumadora acabó en la presidencia: 2012. Lo contrario le ocurrió al PAN: la contienda interna en el 2012 no hizo sino dividir al partido, darle municiones a sus contrincantes y llevarlo a la derrota. En su libro Democracy within Parties, Hazan y Rahat argumentan que la forma en que los partidos eligen a sus candidatos determina su potencial de éxito. Independientemente de lo que demande la galería, es evidente que la democracia intra-partidista no es una receta de éxito en el México de hoy.

La contienda por la presidencia del PAN fue tan patética que jamás se discutió lo único importante: qué es lo que hizo que sus dos presidencias fuesen mediocres y qué deben hacer para poder recobrar el poder. En lugar de eso, la contienda giró en torno a la relación PAN-gobierno. Los calderonistas no han logrado salir de su ensimismamiento: no tengo la menor duda que esta contienda se resolvió en el momento en el que Margarita Zavala se volcó públicamente hacia Cordero. Calderón, su familia y candidato no se han percatado que nadie aprecia, al menos en este momento, su gobierno como un factor de concordia o de éxito. Abrazar a su candidato en público fue el beso del diablo.

Años de observar y actuar bajo los parámetros de una democracia en construcción me han convencido que tenemos muy poca materia prima con la cual trabajar. La ley electoral en ciernes habla por sí misma: ninguno de los responsables –partidos, legisladores o gobierno- está trabajando en torno al desarrollo de instituciones fuertes y de un gobierno funcional. Si ese no es el objetivo de una reforma político-electoral, entonces nuestros dilectos gobernantes y representantes deberían dedicarse a otra cosa. La mexicana no tiene que ser una democracia perfecta, pero lo que sí es indispensable es un gobierno que funcione, haciendo posible el crecimiento de la economía y la seguridad de la población. Nada de eso atiende la reforma electoral.

En lo que va de la actual administración, el gran asunto ha sido cómo revertir la tendencia hacia la anarquía a la que el país ha tendido paulatinamente desde los setenta. Algunos gobiernos intentaron tomar el toro por los cuernos y acabaron cornados, como fue el caso de Calderón. Otros, como Fox, optaron por eludir el problema, dejando un país infinitamente más complejo y violento al final de su mandato. El gobierno actual se propuso reconstituir al gobierno como receta para confrontar exitosamente al crimen organizado pero lo único que ha logrado es “democratizarlo”, es decir, extenderlo por todo el país, haciendo posible que afecte a una población cada vez más grande en la forma de extorsión y secuestro.

Hoy confrontamos tres opciones: anarquía, autoritarismo o instituciones modernas. Si no se hace nada, podemos asegurarnos que la anarquía continuará avanzando. No tengo duda que hay muchos en el aparato político que creen que sólo una reconstrucción autoritaria podría restaurar el orden. Ese camino tal vez restaurara el orden, pero no lograría el crecimiento ni la estabilidad y en eso yace su error y, en parte, la parálisis actuar. La estabilidad y el crecimiento se logran sólo con instituciones fuertes e independientes. Mientras eso no ocurra, seguiremos con los mitos.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.