Momento preocupante

Sociedad Civil

Si no fuera porque lo militar no es lo nuestro, cualquiera podría afirmar sin ambages que se escuchan tambores de guerra por todas partes. La disputa política, a la que se le han ido añadiendo componentes ideológicos para darle estructura y diferenciación, gana inusitadamente cada día más terreno y pone, con ello, en entredicho no sólo políticas públicas específicas (comenzando por la económica) sino incluso logros trascendentales de los últimos treinta años en los terrenos político y electoral. Los límites de lo político comienzan a resquebrajarse con amenazas de violencia poco veladas en caso de no darse un determinado resultado y, en algunos casos, la violencia se desborda en defensa de individuos, candidatos, intereses o fuerzas políticas. La fragilidad de nuestras instituciones es tan aguda que no parecen tener la capacidad de contener las pruebas que se le presentan de manera casi cotidiana. En medio de todo este caos, la única pregunta relevante es cómo darle a la ciudadanía, particularmente a aquella que se siente temerosa del futuro y desamparada en el presente, una razón para jugar bajo las reglas actuales y comprometerse con ellas. Todo el resto es una pérdida de tiempo.

Disputar el poder está en la naturaleza de la política y todas las sociedades asignan un espacio institucional y mediático a la lucha por el gobierno. Nada más común y corriente en la actividad humana. Lo que no es natural ni común y corriente, sino más bien un signo preocupante de subdesarrollo, es que todo en una sociedad se encuentre en entredicho en ese proceso de disputa por el poder. Es decir, mientras que es normal que diferentes personas y partidos busquen el control del gobierno, no es igualmente lógico que un nuevo gobierno llegue a barrer con todo lo existente. Las sociedades institucionalizadas cuentan con estancos separados que impiden a un gobernante recién llegado destruir lo previamente existente.

Aunque a lo largo de los últimos quince años en México se fueron construyendo algunos mecanismos institucionales para darle continuidad y permanencia a la sociedad mexicana, la mayoría sigue siendo relativamente endeble y ciertamente vulnerable ante un embate de frente. El ejemplo del IFE es por demás ilustrativo. La institución, baluarte de la transformación que en materia electoral se consiguió tras años de luchas intestinas, ha sido objeto de ataques sin cuartel; desde su recomposición hace poco más de un año, los partidos se han dedicado a crear un ambiente de escepticismo sobre su Consejo General y varios albergan la esperanza de que disminuya su marco de acción. Pero lo peor de todo no es lo que se procesa por la vía institucional (se pretenden cambios legislativos), pues ese sería el marco apropiado para realizar cualquier cambio a las facultades de la institución, sino el riesgo que se está corriendo de dejar fuera de todo marco de participación institucional a vastos sectores de la población.

El caso del desafuero del jefe de del gobierno del Distrito Federal es mucho más grande de lo aparente. Independientemente de si hubo un desacato y, por lo tanto, un delito, hecho que debe ser determinado por un juez, las consecuencias potenciales de que un candidato, sin duda formidable, no encuentre lugar en las boletas electorales en 2006, pueden ser enormes. Luego de casi tres décadas de iniciada la institucionalización de la izquierda (a partir de la reforma política de 1978), el riesgo de que ésta abandone los cauces institucionales es persistente: lo vimos en 1988, cuando la marabunta pretendía empujar a Cuauhtémoc Cárdenas a optar por la vía del conflicto y lo volvimos a observar después con el levantamiento zapatista, cuando floreció de nuevo el espíritu revolucionario en este segmento de la población. Ninguno de esos momentos condujo a un rompimiento, pero una exclusión caprichosa, así sea legal, de un candidato que tirios y troyanos estiman capaz de ganar la presidencia, abriría un nuevo y peligrosísimo frente a las instituciones responsables de administrar la lucha por el poder.

México no es la primera sociedad que sortea una situación como la actual. Lo relevante no es la disputa por el poder o las dificultades económicas que no permiten satisfacer las aspiraciones o necesidades de la población, pues en eso no somos nada excepcionales, sino en cómo rompemos el entuerto y salimos adelante. De todas las sociedades que han enfrentado situaciones similares, algunas acabaron cediendo a una espiral destructiva que resultó incontenible. Un ejemplo de ello es Venezuela en estos últimos años, por no hablar de la Italia fascista o la Rusia comunista. Pero otras más aprovecharon las circunstancias para redefinirse y construir una plataforma saludable para su desarrollo económico y político. Sudáfrica ha mostrado en la última década una gran capacidad para gobernarse y darle sentido de dirección a su desarrollo. Otro tanto se puede decir de Chile, que ahora mismo, con extrema prudencia, se encuentra dando el salto institucional para romper definitivamente con los remanentes de la dictadura aún presentes en su estructura legal. Lo cierto es que no hay salidas únicas ni tenemos por qué acabar en un callejón sin salida, por más que haya muchos empeñados en lograrlo.

Lo que comparten aquellas sociedades que acabaron mal es la doble situación de un conflicto intestino, típicamente producto de la incapacidad de su sistema de gobierno de resolver problemas elementales (desde la provisión de servicios básicos o empleos), y la ausencia de un compromiso social con las reglas que norman las disputas políticas y el acceso al poder. Todas las sociedades tienen conflictos internos, pero son de envidiar aquellas que cuentan con los mecanismos institucionales para resolverlos sin necesidad de recurrir a medios violentos. Con la salvedad de algún individuo loco o enfermo, no es concebible británico, alemán o estadounidense al que se le ocurriría golpear el vehículo del presidente como forma de avanzar o proteger sus intereses personales o grupales, entre otras porque sería sometido de inmediato por la autoridad y procesado por la policía sin misericordia alguna. En esas sociedades la población cuenta con medios institucionales para la solución de conflictos y para la atención de sus necesidades.

En México parecemos empeñados en probar los límites de las instituciones. Ya de por sí frágiles, y en muchos sentidos inadecuadas y ciertamente insuficientes, nuestras instituciones no fueron diseñadas para lidiar con sindicatos abusivos, masas enojadas que son manipuladas y manipulables y políticos decididos a cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Las instituciones son vistas como instrumentos para avanzar una causa particular y sirven mientras el interesado logra su cometido. Todos tenemos recuerdos gratos de la noche del 2 de julio de 2000, pero valdría la pena hacer el ejercicio de meditar sobre qué hubiera ocurrido de haber triunfado el PRI por un pelito: ¿se habría resignado Fox como lo hizo Cárdenas en 1988? La pregunta no es en forma alguna ociosa: las semanas previas a las elecciones indicaban una creciente militancia y falta de respeto de muchos panistas al proceso electoral. Aunque sus dudas ciertamente no eran injustificadas a la luz de la historia, el tema sirve para ilustrar que el respeto y credibilidad de nuestras instituciones, incluso algunas de las más sólidas y confiables, como las electorales, son percibidas por muchos como válidas sólo en la medida en que satisfacen ciertos intereses particulares de los actores clave del momento.

Volviendo al británico, alemán o estadounidense, la virtud de sus instituciones, y la razón por la que aquéllas gozan de una credibilidad universal y de un compromiso de la población en su funcionamiento, es que son juzgadas como imparciales e independientes de los procesos políticos. Aunque un procurador, que es nombrado por el ejecutivo en prácticamente todo el mundo, pudiera adoptar una línea partidista, el sistema judicial en esos países, al igual que las policías, guardan una franca independencia de los intereses políticos y partidistas (y un profesionalismo por encima de todo), lo que les confiere su amplia confiabilidad. Ningún juez en esos países aceptaría el tipo de ?pruebas? mediáticas que en México se han vuelto no sólo el pan nuestro de cada día, sino un motivo de verdadera vergüenza. Hasta en un país tan desordenado y en muchos sentidos caótico como Italia, la población, que desprecia a los políticos quizá con la misma intensidad en que los mexicanos desprecian a los suyos, guarda un profundo respeto por el poder judicial, que se ha convertido en el ancla de su estabilidad política. Para prueba un botón: en todos esos países la policía es una fuerza apreciada por la población como respetable y responsable y es llamada en el instante en que hay cualquier incidente, desde un accidente automovilístico hasta una riña, porque se confía en que actuará de una manera seria y profesional, en el mejor interés de la ciudadanía. Mejor ni hablemos de las policías en México.

El momento que vivimos es por demás delicado. La lucha por el poder amenaza con arrasar con todo vestigio de sociedad moderna y civilizada que, con muchas penurias, ha ido construyéndose en las últimas décadas. El riesgo esencial reside en que, en su afán por llegar al poder a cualquier precio, las fuerzas políticas opten por romper con los pocos (y frágiles) estancos institucionales con que contamos en la actualidad. No hay razón alguna para esperar o desear que esa lucha política desaparezca; al contrario: su existencia es prueba de la vitalidad de la sociedad mexicana. Lo que es preocupante es la falta de compromiso hacia las reglas del juego en muchos de los contendientes, pero también en una importante porción de la población. En tanto la población no se sienta parte de la sociedad organizada y no perciba que las instituciones le sirven y por lo tanto son dignas de respeto, el devenir del país seguirá pendiendo de un hilo. El problema no es la lucha por el poder, sino la fragilidad de nuestras instituciones. Lo urgente es reformarlas para evitar el caos que su ausencia haría posible.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.