En “Los Hermanos Caradura”, luego de que Jake (Belushi) la dejó vestida y alborotada frente al altar y con una comida para 300 invitados, su ex prometida le grita “¡me traicionaste!”. “No”, dice él, ahora acorralado junto a Elwood (Akroyd). “De verdad. Se me acabó la gasolina, se me poncho la llanta, no tuve suficiente dinero para el taxi. Mi smoking no regresó de la tintorería. Un viejo amigo me vino a visitar de fuera. Alguien se robó mi coche. Hubo un terremoto. Una terrible inundación. Langostas. NO FUE MI CULPA, TE LO JURO”. Así parece este inicio de año electoral. Puras excusas para lo que no se ha hecho.
Los años de elecciones son siempre el punto más vulnerable de cualquier sistema político. La transmisión de las riendas del gobierno entraña todo un conjunto de procesos, actores y decisiones, cada uno de los cuales puede generar conflicto a la menor provocación. Así, por ejemplo, no es casualidad que prácticamente todas nuestras crisis recientes –políticas o financieras, del 68 al 2006- hayan ocurrido precisamente en esos tiempos. Se trata de un momento (de meses) en el que la administración saliente ya no controla todas las instancias del gobierno y la nueva todavía no entra en funciones.
El fenómeno es prácticamente universal, aunque se agudiza en naciones con estructuras institucionales débiles, donde todo el personal clave cambia de la noche a la mañana, es decir, donde no hay un servicio profesional de carrera que hace funcionar al gobierno en las buenas y en las malas, con los políticos o sin ellos. En algunos casos, como ocurrió en Argentina hace unos años, un nuevo gobierno entró en funciones antes de su fecha legal para evitar un deterioro todavía mayor.
Los riesgos de discontinuidad son enormes porque todo el personal del aparato político ya está en otra cosa. Los legisladores -que en un sistema político más representativo estarían cerca de los electores, buscando la reelección- desde abril ya estarán concentrados en su siguiente chamba. Los funcionarios federales estarán en lo suyo cuando mucho hasta la elección y luego comenzarán a ver qué otras posibilidades existen. El hecho es que el país estará concentrado, en el mejor de los casos, en el futuro. La pregunta es quién estará en la cocina asegurándose que no falte lo esencial.
En un país institucionalizado no habría necesidad de preocuparse por estos asuntos, pero ese no es nuestro caso. En Inglaterra puede haber gobierno en funciones o no, pero la burocracia funciona sin cesar: los profesionales son permanentes y lo único que cambia es el ministro cuya responsabilidad es de línea estratégica, no de operación cotidiana. Lo mismo sucede en Francia: país más ruidoso que el anterior pero con una burocracia que funciona como reloj.
En nuestro caso, prácticamente ninguna de las últimas sucesiones recientes ha sido libre de conflicto. A pesar del levantamiento zapatista y los asesinatos políticos, en 1994 apenas la libramos y, con todo, acabamos en una profunda crisis financiera. En 2000 la libramos sólo porque ganó el candidato políticamente correcto o, de otra forma, porque perdió el PRI. En 2006 experimentamos el conflicto político más agudo desde 1968. La gran pregunta es cuál será el devenir de este año.
Los procesos políticos dependen de las reglas del juego, de la capacidad de los actores gubernamentales de hacerlas valer y del comportamiento de los actores en lo individual. Cuando todo juega en la dirección de la estabilidad (reglas del juego claras y percibidas como legítimas; un gobierno eficaz y razonablemente imparcial; y actores serios y comprometidos que no perciben alternativa más que la legal), tenemos un escenario como el que ocurrió en EUA en 2000 cuando la disputa por los votos se limitó a lo legal y todo mundo se cuadró en el instante en que la Suprema Corte de ese país rindió su veredicto. El extremo contrario serían casos como el de Costa de Marfil, donde por meses coexistieron dos gobernantes en un entorno de violencia permanente. Cada quien decidirá dónde estamos en relación a ese continuo, pero es evidente que nuestras debilidades son enormes.
Para comenzar, las reglas del juego son nuevas, han sido disputadas por todos los involucrados y la autoridad electoral no siempre tiene claro cómo proceder y no goza de un respeto amplio por parte de los contendientes. En segundo lugar, la presidencia de la República se ha distinguido más por su actitud partidista que por el ejercicio de la función elemental de mantener el orden, garantizar la paz y ejercer sus facultades de manera imparcial. Finalmente, entre los actores clave de esta contienda hay de todo: desde la institucionalidad más íntegra hasta la irreverencia más consumada. Con esos burros habrá que arar.
El devenir de este año seguramente dependerá, además del comportamiento de los candidatos y sus partidos, de tres factores centrales: la forma en que se conduzca el presidente y su equipo cercano, la manera en que se administren los indicadores macroeconómicos clave y el actuar de las autoridades electorales. Cada uno de estos factores podría igual garantizar la tersura del proceso que hacerlo explotar.
Los candidatos seguirán su lógica y no se le puede pedir peras al olmo. Pero los dos factores cruciales serán el gobierno y las autoridades electorales. El gobierno se ha distinguido más por su preocupación de quién gana que por el funcionamiento óptimo del país y ha permitido que su equipo, en lugar de concentrarse en su responsabilidad, intente sesgar los resultados. Quedan las mermadas autoridades electorales, en cuyos hombros queda una administración inteligente de un proceso complejo que requiere la flexibilidad que la ley no aporta pero que la realidad exige.
Todos los presidentes, de antes y de ahora, creen que tienen las riendas del país en sus manos. Cincuenta años de evidencia muestran lo contrario: nadie puede imponer un resultado electoral en la actualidad y el potencial de conflicto es infinito. Los presidentes también creen que pueden manipular los procesos políticos a su antojo. Esto último es parcialmente cierto al inicio de un sexenio, cuando se comienza la construcción de un proyecto. Cinco años después la situación es muy distinta: todo está enfocado al futuro y los instrumentos y capacidades de la administración saliente se erosionan cada segundo. A estas alturas lo único que queda es intentar un final feliz. Los mexicanos sabemos que los riesgos son enormes y lo único que podemos esperar es que cada uno de los responsables del proceso contribuya a un final lo menos infeliz posible…
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