Necesidades de la sociedad vs. lógica electoral

SCJN

México se encuentra en un punto por demás delicado. Un empujón en la dirección correcta podría crear una dinámica de cambio y transformación capaz de sacar al país de su letargo y acelerar el paso del crecimiento económico, la creación de empleo y la reducción de la desigualdad. De la misma manera, un empujón en la dirección opuesta podría conllevar el efecto opuesto: una depresión económica, mayor polarización social y económica y una nueva crisis financiera. El problema es doble. Por un lado, la lógica electoral, por su misma naturaleza, lleva a la contraposición de posturas, lo que agudiza el problema y eleva el riesgo político y económico. Por el otro, en el ambiente tan enconado en que vivimos hoy en día, es prácticamente imposible discutir los temas sobre la base de sus méritos y se descalifica lo que es clave para el desarrollo de la economía, todo lo cual genera un ambiente propicio para que se creen vacunas contra las acciones que serían necesarias para sacar al país adelante.

Propiamente dicho, la situación actual no es culpa de nadie en particular. El ambiente de encono que vive el país se remonta a dos momentos muy específicos de nuestra historia reciente ?los setenta y los noventa-, épocas en que la descalificación fue política de Estado. En los setenta, el gobierno dio un viraje hacia el populismo, sumiendo al país en la pobreza: el crecimiento del gasto gubernamental acabó con el sistema bancario, endeudó excesivamente al país y erosionó la capacidad creativa del empresariado, todo lo cual arrojó la serie de crisis económicas que fueron la característica de la economía del país a partir de entonces. En los noventa se dio un viraje en sentido contrario, hacia una economía más de mercado y más cercana al entorno internacional. Este segundo viraje pretendió reactivar la actividad económica mediante la eliminación de los excesos burocráticos, la privatización de empresas y la liberalización comercial. En retrospectiva, se trató de un esfuerzo mucho más tímido de lo necesario para poder sentar las bases de un crecimiento sostenido. Los rezagos y problemas que no se atacaron entonces, acabaron configurando una estructura económica demasiado frágil para poder funcionar por sí misma. Peor, crearon vacunas en contra del tipo de reformas que hoy son necesarias y dieron nueva vida a todos los beneficiarios del viejo orden corporativista.

Pero ambos esfuerzos, el de la modernización de los noventa y el del estatismo de los setenta, constituyeron rompimientos radicales con el statu quo del momento, intentos dramáticos de construir una nueva plataforma de crecimiento económico. Quizá más relevante para la realidad actual, ambos se caracterizaron por la descalificación de la oposición, suponiendo que ello haría más expedito el cambio que se pretendía lograr. Quizá como todo movimiento revolucionario, ninguno logró su cometido de manera cabal: el primero por sus limitaciones intrínsecas (porque el gobierno no es substituto de la sociedad), y el segundo porque nunca rompió con las estructuras políticas y corporativistas existentes. Lo que sí quedó y ha perdurado es el encono y la descalificación que son la moneda de uso corriente en la política mexicana actual. La descalificación y el encono son la esencia de la antropofagia que hoy nos caracteriza y que hace virtualmente imposible consolidar nuestra incipiente democracia.

Tan grave es el problema que los mexicanos ni siquiera nos podemos poner de acuerdo en los temas que se discuten. Los debates nacionales no son debates: son monólogos dedicados a la descalificación y no espacios para el intercambio de posturas constructivas orientadas al aprendizaje mutuo. Los políticos mexicanos no quieren aprender unos de otros, sino cancelar el derecho de su oponente a pensar diferente. La noción de que puede haber muchas verdades y no solo una, la del demagogo en turno, escapa al psique colectivo de la política mexicana. Para ilustrar baste ver igual los temas del desafuero que de la reforma eléctrica o el reporte de la CIA.

Esta situación es la que explica la polarización que caracteriza a la sociedad y que se refleja nítidamente en las campañas presidenciales que paulatinamente van cobrando forma. En lugar de atender las demandas de la población y plantear soluciones a la problemática que enfrenta el país, las campañas enarbolan posturas extremas dedicadas a cultivar al voto más confiable de cada partido, es decir, el que no cuestiona la verdad partidista, dejando a la mayoría de la población al margen de la política y de la posibilidad de influir en el proceso de toma de decisiones. Aunque ésta es la lógica de cualquier campaña en sus primeras etapas (pues en la medida en que se acerca el día de la elección todos los candidatos tienden a procurar el voto de la población en el centro político, aquélla que por definición es más moderada), la patología política mexicana actual tiene características propias que hacen dudar de esa racionalidad.

Para comenzar, la población mexicana está legítimamente confundida y la ausencia de liderazgo político ha acentuado esa condición. Años de choques de expectativas, altibajos gubernamentales y crisis económicas no han hecho sino causar esta confusión. A lo anterior se suma la incapacidad de políticos y candidatos para apreciar lo esencial: que prácticamente todas las discusiones y propuestas que pululan en el ambiente público no atienden las preocupaciones, miedos y realidades del ciudadano común y corriente.

Un ejemplo dice más que mil palabras: mucha tinta y papel se ha consumido en torno a la pretendida reforma eléctrica. Sin embargo, ninguno de los políticos que apoya o rechaza tal o cual iniciativa de ley sobre la materia ha atendido lo que en última instancia es lo relevante: cómo afectaría un cambio en el régimen eléctrico las tarifas que paga un consumidor promedio. La realidad es que la mayor parte de la población tiene miedo de que una reforma eléctrica se traduzca en una elevación de su factura bimestral, en parte porque no confía en el gobierno y en parte porque eso fue lo que pasó con la privatización telefónica. Independientemente del compromiso con el statu quo que muchos de los políticos clave en el asunto de la reforma eléctrica tan discutida puedan tener, el hecho es que ninguno de los que buscan esas reformas las ha planteado de una manera aceptable y digerible para la población en su conjunto. Lo mismo se puede decir del resto de los proyectos de reforma económica del sexenio y de los que se requieren pero no se han planteado como tales.

La dinámica de la política mexicana actual tiende a la antropofagia en buena medida porque no atiende los temas medulares. Aunque el debate dentro de lo que el presidente Fox llamó el ?círculo rojo?, es decir, quienes discuten, opinan y tienen poder de decisión en la sociedad mexicana, se ha concentrado en las reformas tanto políticas como económicas que podrían ser deseables o necesarias para consolidar una base más saludable para el desarrollo del país, muy pocos reconocen lo obvio: que sólo si se resuelven los temas que afectan a la población en la base de la pirámide será posible crear las condiciones para que se atienda otro conjunto de temas de más largo aliento, como son las reformas energética y fiscal, del Estado y laboral.

Lo que aqueja a la mayoría de la población son los temas de empleo y seguridad. Lo que se argumenta en el debate público tiene que ver con crecimiento de la economía y eficiencia política y económica. Evidentemente, existe una natural complementariedad entre uno y otro grupo de temas, pues sin crecimiento económico es imposible la generación de empleo y sin una mayor eficiencia en la toma de decisiones políticas y en el funcionamiento de la economía, no habrá inversión que haga posible el crecimiento. Sin embargo, estos temas resultan ser esotéricos para la mayor parte de la población que padece de falta de oportunidades para emplearse y de inseguridad en su vida cotidiana. Mientras los políticos y candidatos no atiendan estas carencias y ofrezcan soluciones en esta dimensión, la política mexicana seguirá discutiendo (y privilegiando) el pasado en lugar de plantear soluciones hacia el futuro.

Las campañas en curso se caracterizan por su enfoque hacia el pasado. Aunque hay muchos candidatos, ninguno ha esbozado un planteamiento claro y directo hacia la construcción de un futuro mejor. Algunos no lo hacen simplemente porque no tienen una visión hacia el futuro, lo que les lleva a refugiarse en un pasado que, aunque inhóspito, le ofrece una sensación de seguridad a un núcleo de votantes. Bajo la concepción de que más vale malo por conocido que bueno por conocer, buena parte de la población mexicana se ha tornado conservadora, siempre presta a rechazar cualquier iniciativa o proyecto que pudiera beneficiarla, por el riesgo (y miedo) inherente a cualquier cambio. Pero la mayor parte de quienes aspiran a la presidencia saben bien que el país no se puede refugiar en el pasado, pues más allá de la historia ahí no están las respuestas y las herramientas que puedan darle forma a un futuro mejor. La pregunta es cómo articular ese futuro.

El país requiere y exige una transformación cabal. Llámesele modernización o como se quiera, lo que el país necesita es una transformación radical de muchas de sus estructuras e instituciones, tanto en lo político como en lo económico y social. Muchas de esas estructuras no se pueden cambiar en una etapa en que el encono deslegitima cualquier cambio (como ilustran las desventuras del IFE). Pero si todos los candidatos se abocan a lo esencial, a los empleos y la seguridad, capaz que comienzan a surgir planteamientos serios y sólidos que no sólo sirvan para diferenciar a los candidatos a los ojos del electorado, sino incluso para avanzar soluciones a los problemas del país. Eso si sería una combinación insólita.

Pregunta

¿En qué país moderno y civilizado el gobierno, las cámaras legislativas y la Suprema Corte de Justicia producen spots informativos para justificar su actuar y proceder? ¿Será que les remuerde la conciencia por no hacer lo que debieran estar haciendo? A final de cuentas, no es lo mismo hacer las cosas bien, como pretende su propaganda, que hacer lo que se debe hacer.

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Comentarios

Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.