Luis Rubio / Reforma
La antigua Unión Soviética y México tenían un elemento distintivo en común: los chistes. Hay libros enteros de chistes soviéticos que también se contaban en México: ambas sociedades se veían reflejadas en la distancia respecto a las autoridades y el desdén que éstas le prodigaban a la población. Ante la falta de acceso, la población se burlaba, generalmente con amargura y cinismo. Las cosas han cambiado, pero menos de lo que uno pensaría. Burlarse de los políticos y de sus decisiones y acciones ya no es noticia porque no hay día que no generen oportunidades y las redes sociales se han convertido en un medio perfecto para la expresión ciudadana. Pero los chistes no contribuyen a resolver los problemas del país justo cuando éstos se acrecientan y se empalman con el proceso de sucesión, el momento más delicado de cualquier sistema político.
Los chistes reducen tensiones y permiten canalizar el descontento hacia una dimensión de estabilidad política y tanto gobiernos violentos y totalitarios como el de la URSS como el del autoritarismo blando mexicano lo entendían de esa manera y lo usaban para su beneficio. El extremo fue un gobernador de Coahuila de los setenta quien, queriendo saber lo que pensaba la población, se disfrazó de ciudadano y acabó en el tambo luego de una trifulca en una cantina… Mantener el pulso de la población es función medular del arte de gobernar, pero no es substituto de gobernar, pero esa es, lamentablemente, la realidad del país en las pasadas décadas: los ciudadanos se burlan de los políticos y éstos se burlan de los ciudadanos, con lo que nada ni nadie construye el futuro que, uno supondría, es la responsabilidad central de los gobernantes.
Entre chiste y meme, nos aproximamos al proceso de sucesión sin certeza alguna sobre lo que éste nos depara. Una vista al panorama político revela, en la frase tradicional, una flaca caballada pero, a diferencia del pasado, una crisis partidista que no augura nada bien. Lo menos que uno tendría que preguntarse es, en un mundo en el que los viejos instrumentos y criterios de predicción electoral han dejado de ser relevantes, ¿por qué habrían de ser distintos los mexicanos? Es decir, así como no se predijeron acertadamente los resultados de Nuevo León y de otros siete estados en 2016, qué nos hace pensar que el 2018 va a ser distinto: qué nos hace pensar que no vamos hacia una crisis política.
Por un lado se encuentran los ciudadanos y sus lógicas de votación; por otra, los partidos han dejado de ser referencia relevante para una buena parte de la ciudadanía por su distancia, desidia y corrupción. El PRI vive días aciagos: habrá ganado dos de las justas electorales recientes, pero el escarnio es interminable; ciertamente, supongo, los priistas pensarán que es mejor ganar perdiendo que perder perdiendo, pero no es mucho consuelo para el partido que mayor responsabilidad tiene de la crisis permanente que vive el país. Al PRI no le faltan potenciales gobernantes competentes, pero lleva años dedicado a no gobernar, que es, desde mi perspectiva, el verdadero reto de México: gobernar con miras hacia el futuro.
El PAN, por su parte, no canta mal las rancheras: sus divisiones internas son legendarias, su incapacidad para gobernar patente y sus contradicciones -derivadas del choque entre sus supuestos principios morales y su mezquindad a la hora de (des)organizarse- incorregibles. Hoy tiene tres precandidatos ambiciosos dedicados a que el otro(a) no llegue: en su inconfundible tradición, primero acaban con el partido que plantear una alternativa creíble.
El PRD enfrenta el dilema de un partido que no puede ganar por sí mismo pero no puede darse el lujo de entrar en una alianza que lo hiciera desaparecer del mapa. Morena es la nueva fuerza política de la izquierda que vive de ser víctima en lugar de tratar de gobernar. Igual que el PRI, aunque por razones distintas, goza del statu quo y prefiere mantenerse ahí.
El hecho tangible es que nadie se preocupa por crear un mejor sistema de gobierno para que el país pueda desarrollarse y prosperar. Hundidos en una discusión inútil sobre la permanencia de tal o cual política social o económica, hemos perdido de vista que lo importante no es sólo quién llega al gobierno (incluso cómo) sino para qué; justo lo que le importa al 99.99% de la ciudadanía. Peor, los procesos electorales ya ni siquiera generan legitimidad. En estas condiciones, no es inconcebible que los ciudadanos opten por decisiones que los partidos considerarían herejes.
Para mí no hay duda que nuestro gran déficit es de gobierno más que de democracia, no porque ésta última funcione a plenitud, sino porque la democracia es sólo un método para tomar decisiones, pero éstas tienen que tomarse; en la medida en que la democracia mexicana se dedica exclusivamente a cambiar autoridades pero no tiene capacidad de obligarlas a que gobiernen -es decir, a que garanticen la seguridad, pavimenten las calles, no abusen de los ciudadanos- el ciudadano acaba perdiendo. Y por eso los chistes son cada vez más agrios, groseros y directos; a falta de gobierno, todo es caricatura: lo importante ha desaparecido y ese no es un chiste.
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