La economía no va a ninguna parte. Las empresas se han dividido en dos grandes grupos: las que son ultra competitivas, que exportan y son rentables y las que han estado protegidas, no son nada competitivas y están orientadas al mercado interno. Detrás de estos dos grupos se encuentran millares de empresas medianas y pequeñas que emplean al 70% de la fuerza de trabajo. En la medida en que las empresas exitosas se diversifican y se enfilan más hacia el exterior, todas las demás comienzan a ver un horizonte lleno de nubarrones. Las dificultades que se anticipan se hacen todavía más grandes debido a la enorme pila de deudas que agobia a la industria en general. El sistema bancario experimenta pérdidas crecientes y la posibilidad de que algunas de las principales instituciones lleguen a quebrar. El gobierno se empeña en promover una rápida desregulación de la actividad económica, lo que anuncia una competencia todavía mayor, importaciones crecientes y una sensible caída en las utilidades. El desempleo es una posibilidad real que antes era inimaginable. El gobierno todopoderoso de antes simplemente se niega a proseguir con mecanismos de protección, subsidios y otras ayudas al sector privado.
¿Suena conocido el escenario descrito? Si bien esa descripción parece directamente venida de las declaraciones cotidianas de alguno de nuestros dilectos líderes empresariales, en realidad se trata de Japón, de un análisis realizado por la revista Business Week en su edición de enero 27 de este año.
La economía japonesa es la segunda más grande del mundo y el japonés es sin duda uno de los pueblos más ricos de la tierra. A pesar de lo anterior, la economía japonesa experimenta el mismo tipo de presiones al que está sometida la mexicana. La japonesa es una economía que lleva varios años en recesión y donde los únicos que han logrado sobrepasarla han sido aquellos vinculados, en forma directa o indirecta, con las exportaciones de un tipo u otro. En la medida en que el número de perdedores en este proceso aumenta, las encuestas revelan a un país lleno de gente preocupada por su futuro, ansiosa respecto a la posibilidad de perder su empleo y deseosa de cambiar lo necesario para salir adelante.
Si bien la economía japonesa ha sido una de las más exitosas de la historia bajo el rasero que se quiera emplear, en realidad ha sido una economía dual. El gobierno japonés se dedicó por décadas a promover exportaciones y a hacer todo lo necesario para que los exportadores triunfaran, en tanto que protegió a su mercado interno con la excusa de que de esa manera se aseguraba un desarrollo equilibrado. Como todos sabemos, las exportaciones probaron ser una fuente de riqueza casi inagotable, lo que permitió preservar ese esquema por mucho tiempo. Hasta que dejó de funcionar.
En México, el esquema de substitución de importaciones también funcionó de maravilla, hasta que se agotó. Eso ocurrió mucho antes que en Japón por diversas razones, pero esencialmente porque nuestras exportaciones eran muy pequeñas y, en cualquier caso, se reducían a minerales, productos agrícolas y, eventualmente, petróleo. Ahora la economía interna de Japón se encuentra en una situación muy semejante a la nuestra. Sus empresas, al igual que la mayor parte de las empresas mexicanas, enfrentan una situación crítica porque no tienen la capacidad de competir frente a importaciones u otros industriales que trabajan con volúmenes muy superiores y con mejores tecnologías, lo que les permite asegurar una mejor calidad (y más constante), además de ofrecer un mejor precio.
Los paralelos entre ambas economías, toda proporción guardada, son en realidad asombrosos. En ambos casos nos encontramos con un sector empresarial francamente dividido. Por una parte están los que saben lo que están haciendo, aquéllos que comprenden que ya no se puede producir exclusivamente para el mercado interno y ven al mundo en su conjunto como su espacio de acción, pues es ahí donde están sus competidores y sus proveedores, así como las tecnologías que pueden o deben emplear. Por otro lado están las empresas y los empresarios que nacieron y crecieron al amparo de la protección gubernamental y que no reconocen o comprenden la enormidad del cambio que ha sobrecogido al mundo. Los primeros se dedican a producir, a desarrollar nuevos productos y mercados y a buscar la manera de emprender nuevas inversiones en donde éstas puedan ser más rentables y seguras. Los segundos se la viven lamentando lo que ya no existe, reclamando el regreso de la protección gubernamental y siguen embotados en un círculo vicioso de reclamaciones y demandas contra los bancos.
Como en México, el problema en Japón no es sólo industrial. Muchas empresas no son competitivas por la pésima calidad de los servicios, las dificultades para obtener crédito y su alto costo, las prácticas monopólicas, los burocratismos y la mala calidad de la infraestructura. La ineficiencia en los servicios es enorme, la competencia creciente y las utilidades con frecuencia no existen. En Japón los perdedores son mucho más numerosos que los ganadores y se concentran, típicamente, en sectores e industrias que, a falta de competencia y por la protección gubernamental o porque las tecnologías disponibles no favorecían la competencia, se han ido rezagando. En ese trance se encuentran las aerolíneas, las empresas de seguros, buena parte de la industria metal mecánica, los bancos y todo el comercio. La desregulación de la economía ha generado una enorme competencia que está dislocando a toda la actividad productiva orientada hacia el mercado interno. De hecho, toda la estructura del famoso keiretsu -la estructura de vínculos accionarios, productivos y de proveedores que se conformó después de la Segunda Guerra Mundial y que favoreció el espectacular crecimiento de Japón- se está viniendo abajo.
A pesar de las circunstancias, el gobierno japonés no sólo no cede ante el reclamo empresarial, sino que está empeñado en seguir adelante en su proyecto de desregulación. Ni la marea de números rojos, las cuantiosas pérdidas, las quiebras y el creciente desempleo han logrado modificar el actuar gubernamental. La razón de ello, como en México, es que ni el gobierno de allá ni el de acá controlan lo que ocurre en el resto del mundo. La economía japonesa, como la mexicana en los ochenta y ahora, entró en recesión antes de que se iniciaran los proyectos respectivos de reforma económica. Fue la recesión la que hizo inevitable la reforma y no al revés.
La manera en que se conduce un proceso de reforma es clave para acelerar el proceso de cambio y, sobre todo, para lograr el objetivo, que no puede ser otro más que el de elevar los niveles de vida de la población. En algunos países ese proceso de reforma ha sufrido altibajos e inconsistencias producto de las circunstancias, de los cambios de gobiernos y de la convicción de los gobernantes. El tiempo dirá si la reforma que actualmente caracteriza a Japón o la que se llevó a cabo en México en los años pasados derivará los resultados deseados, aunque no tengo duda que hay mucho que se podría hacer para acelerar ese proceso. Pero lo que es un hecho es que no somos el único país que experimenta este proceso de cambio. Obviamente no es consuelo ver que otros van por el mismo camino que nosotros, y padecen los costos de la transición, pero permite colocar en su justa dimensión la complejidad del tiempo que nos tocó vivir.
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