Norteamérica: la oportunidad y nuestra complejidad

Migración

Norteamérica es una realidad geográfica y una circunstancia política. Como realidad geográfica es algo inmutable, pero se trasmuta en una realidad política y económica a una creciente velocidad. Es como realidad política que la región norteamericana revela no sólo nuestra incapacidad para decidir, sino también nuestra propia complejidad interna. Se trata de dos lados de una misma moneda que se vieron reflejados de manera nítida y acabada en el proceso de conformación de un reporte sobre el futuro de la región que, bajo el liderazgo del Consejo de Relaciones Internacionales de Nueva York, fue publicado a mediados de mayo pasado (http://www.cfr.org/publication.php?id=8102).

La idea de integrar la región norteamericana no es nueva y se ?practica? de manera cotidiana a lo largo de las dos fronteras que separan a Canadá y México, respectivamente, de Estados Unidos. Las dos regiones fronterizas constituyen economías en sí mismas, en muchos sentidos distintas a la de cada uno de los tres países involucrados. Pero la dinámica de cada relación bilateral (Estados Unidos-Canadá y México-EUA) es muy distinta no sólo en el plano político y diplomático, sino también en lo estructural. Para comenzar, la mayor parte de la población canadiense vive en una franja no mayor a doscientos kilómetros de la frontera con Estados Unidos, situación que no se repite en nuestro caso. De esta forma, mientras que analítica y prácticamente, no existe una sola economía canadiense, pues realmente se trata de varias economías regionales, cada una plenamente integrada de manera norte-sur, el grueso de la economía mexicana, a pesar de su integración con la estadounidense, está relativamente alejada de la región propiamente fronteriza y se ve afectada por otras dinámicas económicas, sociales y políticas internas.

Tanto Canadá como México se pasaron buena parte de la segunda mitad del siglo XX tratando de definirse frente a Estados Unidos. Ambos países buscaron alternativas a la poderosa relación e imán que representa su socio fronterizo. Canadá se pasó veinte años intentando diversificar sus vínculos comerciales, solo para encontrarse con que la concentración de sus intercambios crecía con el tiempo. Eventualmente, durante la era post-Trudeau, los canadienses optaron por una integración económica como mecanismo para elevar su productividad y, por tanto, su capacidad de competir exitosamente en el resto del mundo. El tratado de libre comercio entre Canadá y Estados Unidos (1985) constituyó una compleja decisión política para los canadienses y forzó a un profundo ajuste de toda su actividad productiva.

El TLC Canadá-Estados Unidos se convirtió en una poderosa palanca de cambio económico que los canadienses emplearon a fondo, aunque su proceso de ajuste no fue nada fácil. Por esa razón, ese tratado no fue popular por varios años; sin embargo, para mediados de los noventa, Canadá no sólo se había transformado, sino que experimentaba tasas de crecimiento económico no vistas en décadas. México se acercó a EUA para negociar un TLC por razones un tanto disímbolas, pero, al igual que Canadá, perseguía una gran mejoría económica a través del tratado. A diferencia de Canadá, en México se hizo poco para convertir al TLC es una palanca para su desarrollo. Las cifras lo dicen todo: mientras que el desempeño de la economía canadiense ha sido prácticamente homogéneo a lo largo de todo su territorio, en México se han registrado marcadas divergencias regionales: el norte ha crecido mucho más rápido que el sur del país (53% vs. 16%) entre 1994 y 2004. Esta diferencia exhibe no sólo una realidad económica y, sobre todo, social, sino que inexorablemente también constituye una calificación reprobatoria para nuestros políticos y burócratas.

Sea como fuere, a diez años de la entrada en vigor del TLC trilateral, la realidad norteamericana es muy distinta a lo que sus promotores y negociadores habían anticipado. Por una parte, el TLC ha sido un monumental éxito para México en sus objetivos específicos (elevar las exportaciones y atraer inversión). Pero, a la par, estos resultados no han hecho mella en la desigualdad nacional. Las abismales diferencias que caracterizan a la economía y sociedad mexicanas no sólo no han disminuido, sino que se han acentuado. Independientemente de su naturaleza técnica, el TLC fue presentado ante el público más como un plan de desarrollo que como una herramienta para promover el comercio internacional y la inversión y, en ese plano, el tratado ha dejado mucho que desear.

Además, en un plano estrictamente técnico, el TLC no ha sido capaz de impedir que persistan prácticas abusivas en el comercio por parte de los tres países que lo integran (cada país tiene sus quejas, pero es un hecho que subsisten conflictos comerciales a pesar de que virtualmente han desaparecido los aranceles en el comercio regional). Pero no es sólo que el TLC haya tenido una evolución distinta a la anticipada (en un sentido tanto positivo como negativo), también el mundo cambió en estos años. Los ataques terroristas contra EUA, por ejemplo, crearon situaciones inusitadas en ambas fronteras.

El tráfico comercial no solo sufrió serios percances en los días subsecuentes a esos sucesos, sino que se incorporaron nuevas trabas que, aunque justificables, pusieron en riesgo uno de los objetivos centrales del tratado: eliminar la discrecionalidad burocrática en los trámites aduanales. Aunque mucho se ha hecho para limar asperezas y resolver problemas, el espíritu que animó la negociación del tratado sufrió gravemente. Fue en este contexto que se convocó a la redacción de una propuesta de visión para el futuro de la región norteamericana. La idea era que un grupo diverso, representativo, de cada una de las tres sociedades se reuniera, discutiera los objetivos originales y los contrastara con los resultados para después plantear un conjunto de metas que guiaran la relación hacia el futuro.

El propósito era reavivar el espíritu original del TLC bajo las nuevas premisas y realidades. La convocatoria para la integración de la Comisión Independiente sobre el Futuro de Norteamérica invitaba a construir una visión para el futuro de la región. De manera expresa, se proponía no sólo la conformación de un grupo amplio y diverso, sino que, a diferencia de los habituales equipos convocados por los gobiernos, no se exigía que la visión emanada de las discusiones fuese enteramente realista, es decir, se proponía algo más filosófico que orientara el futuro de la relación trinacional, abriera oportunidades y permitiera echar a volar la imaginación. En una palabra, el planteamiento invitaba a concebir un mundo distinto, factible de ser construido a partir de los logros del TLC y sin que el presente o el pasado se vieran como factores limitantes.

Cada país integró su contingente, evidenciando con ello las formas peculiares y distintas que son características de cada país. Los canadienses integraron su grupo con individuos que, en su mayoría, respondían a uno de tres criterios: representación regional, experiencia en la relación bilateral o trilateral y conocimientos técnicos. En un país tan disperso geográficamente como Canadá, era crucial la incorporación no sólo de gente de la provincia de Ontario, sobre todo de la intelectualidad de Toronto, así como ex funcionarios y políticos, sino también representantes de Québec, Alberta y British Columbia. Los americanos, fieles a su realidad y naturaleza, siguieron una lógica distinta: incorporaron expertos, representantes de contingentes étnicos (hispanos, afro americanos, etc.) y personas cercanas a sus dos respectivos partidos políticos.

El grupo mexicano fue excepcional, al menos en mi experiencia personal, por la extraordinaria diversidad que lo caracterizó. Mientras que hace algunos años todos sus integrantes típicamente habrían sido egresados de universidades estadounidenses y aprobados por el gobierno, esta vez el grupo se integró con expertos técnicos, personas cercanas a los tres partidos políticos y conocedores de la realidad bilateral o trilateral sin intervención gubernamental. Un grupo diverso, pero conformado por personas plenamente comprometidas con un futuro mejor en un entorno caracterizado por diferencias políticas o de preferencias ideológicas. El punto no es criticar las características de cada contingente, sino observar las formas y características de cada sociedad que se plasmaron en este pequeño microcosmos.

La comisión tuvo tres reuniones plenarias y varias laterales por parte de cada uno de los contingentes. La primera reunión, en Toronto, sirvió para definir los alcances del proyecto, establecer los puntos de conflicto, analizar las causas de la situación actual y discutir las vías y formas que podría cobrar el reporte final. Tanto las diferencias como los puntos de convergencia resultaron evidentes desde el primer momento. La reunión de Toronto prácticamente se inició con el argumento de un canadiense quien, palabras más, palabras menos, señaló que el TLC no estaba logrando sus objetivos esencialmente porque la pobreza en México no estaba disminuyendo.

Continuó afirmando que el éxito del proyecto, y de la región en general, dependía íntegramente de que se afrontara ese problema en forma decidida y cabal. Las reacciones no se hicieron esperar, aunque su naturaleza fue en cierta forma inesperada. Algunos americanos, anticipando las posibles implicaciones financieras que semejante caravana de comentarios implicaba, reconocieron la veracidad del problema, pero disputaron la que parecía ser su obvia intención e implicación: que, al estilo europeo, se propusiera una transferencia masiva de fondos hacia México para combatir la pobreza (el monto que se mencionó de manera repetida era de veinte mil millones de dólares anuales por un periodo de diez años).

No menos relevante fue la respuesta del lado mexicano: algunos vieron en esa idea la oportunidad de contar con fondos que nunca antes habían estado disponibles y que podrían hacer toda la diferencia para el desarrollo del país. Otros fueron más cautos, argumentando que el problema de México era menos de disponibilidad de fondos, que del uso adecuado de los mismos. Este punto constituyó uno de los factores de mayor conflicto al interior tanto de la comisión en pleno, como del contingente mexicano. Si el lector revisa el texto final del reporte del grupo en su integridad (y que está citado al final del primer párrafo de este artículo), la conclusión del grupo fue triple: primero, que México efectivamente necesita un programa de inversión masiva en infraestructura en el sur (y, en menor escala, en el centro) del país, pues esa sería la única forma en que la población menos favorecida por el crecimiento económico tendría acceso al desarrollo; segundo, que el éxito de dicho programa de inversión depende enteramente de la existencia de un marco de política económica e institucional idóneo para generar crecimiento, absorber montos masivos de inversión y garantizar el buen uso del dinero; y, tercero, que los tres gobiernos deberían avanzar en la creación de condiciones, en los propios gobiernos así como en las instituciones multilaterales relevantes, para que, una vez que se hubiera consolidado una estrategia de desarrollo y todos sus componentes específicos, el dinero estuviera disponible. Aunque esta conclusión ciertamente no gozó del apoyo unánime de los integrantes de la comisión, el apoyo a la misma fue abrumadoramente mayoritario.

Más allá del tema del dinero, quizá el punto de contención más relevante de lo discutido en las primeras dos reuniones de la comisión (Toronto y Nueva York) se centró en la naturaleza de la economía mexicana. En palabras de un connacional, cito de memoria, ?la economía mexicana ha avanzado, ha logrado resultados impresionantes en diversos ámbitos y cuenta con empresas formidables, pero no es una economía propiamente capitalista?. Argumentaba que las circunstancias de México, sobre todo a partir de los procesos de privatización de los tempranos noventa, no habían conducido a la creación de un capitalismo competitivo que facilitara la formación de nuevas empresas, distribuyera las oportunidades y beneficios y, en conjunto, elevara el bienestar colectivo.

El tema fue contencioso no porque alguien dudara de su veracidad, sino porque se trata de un asunto inherente a la organización de la economía mexicana (un tema político o de economía política) sobre el cual una comisión de esta naturaleza tiene poca capacidad de influir, excepto en un punto que se incorporó en las recomendaciones finales, pero cuyo efecto sería de largo plazo: integrar en un solo cuerpo a las entidades regulatorias de los tres países, sobre todo en temas de competencia económica y disputas comerciales, a fin de que desaparecieran las diferencias que hoy se tornan en burocratismos por un lado y obstáculos al desarrollo por el otro.

Un buen ejemplo de lo anterior fue la comparación que se hizo, en uno de los textos que sirvieron de insumo para las discusiones, sobre la eficiencia y funcionamiento de las aduanas de cada uno de los tres países. Esta comparación sirvió para evidenciar cómo cada país emplea las reglas para modular su visión del desarrollo económico. En particular, mostró como las aduanas estadounidenses son las más liberales porque responden a la idea de que todos los importadores son iguales, en tanto que las mexicanas se distinguen por trabas y burocratismos, muchos de ellos producto de la corrupción y otros por el deseo de favorecer a empresas grandes sobre las pequeñas.

En el caso de Canadá, el proceso era tan eficiente como el estadounidense, pero no tan liberal. El texto del reporte comenzó a visualizarse en la tercera reunión plenaria, esta vez en Monterrey. Ya para entonces había quedado claro que el reporte vincularía dos temas de manera estrecha como hilos conductores de la argumentación: la seguridad regional y el crecimiento económico. Específicamente, se propuso crear un ?perímetro de seguridad? que sumara los esfuerzos institucionales de los tres países para garantizar la integridad física de la región, facilitar el tránsito de personas y mercancías y unificar los criterios aduanales y migratorios. En forma paralela, se planteó crear un espacio económico único que trascendiera los objetivos del TLC.

En concreto, se planteó realizar avances hacia la consolidación de un arancel común por sector frente al resto del mundo, expandir programas de trabajadores temporales y crear una ?preferencia norteamericana? de inmigración para ciudadanos de la región. El broche de oro de la estrategia consistía en vincular la seguridad y el crecimiento con una mejor distribución de los beneficios, sobre todo mediante el establecimiento de un plan de inversión que sirviera para desarrollar, de manera decisiva, la infraestructura física en México, particularmente en el sur del país.

Como todo reporte, el que surgió de este grupo de trabajo representa el concurso de muchas ideas, planteamientos y perspectivas con frecuencia divergentes. Algunos hubieran enfatizado unas cosas más que otras, pero todos acabaron sumándose a las conclusiones finales, aunque algunos incorporaron aclaraciones y precisiones personales al final del texto. Para quien se interese con las convergencias y divergencias, es interesante leer esos comentarios particulares, pues son sugerentes de la dinámica del grupo. más relevante es observar la forma en que cada uno de los contingentes desarrolló sus planteamientos y lo que cada uno reflejó de su propia realidad y carácter nacional. Los canadienses, como sucede con todo grupo de seres humanos, no estuvieron de acuerdo en todos los temas, pero se distinguieron por la claridad de sus objetivos nacionales.

Los canadienses se comunicaban de antemano, hacían su tarea y llegaban a las reuniones con una idea precisa de lo que perseguían. No menos relevante era la forma en que comprendían la naturaleza del reto y su concepción de las oportunidades. Para comenzar, entienden a la relación con Estados Unidos como vital para su futuro; saben que su desarrollo está vinculado al éxito de la economía de su vecino sureño y todos sus planteamientos reflejan una claridad meridiana sobre lo trascendental de profundizar la integración.

Al mismo tiempo, no presentan sus planteamientos como verdades absolutas, sino como temas de discusión, anticipando que lo que sigue a un planteamiento es un toma y daca en el que las partes tienen que avanzar sus intereses y ganar para que la negociación sea posible. Los americanos, por su parte, ven a la región norteamericana como clave para su seguridad, pero es una más de las cientos de relaciones políticas y económicas que tienen alrededor del mundo. Mientas que para México y Canadá, Estados Unidos representa la principal relación y el factor clave para su desarrollo, los americanos consideran a sus dos vecinos como dos jugadores más, cruciales en algunos temas, pero inmersos en un mar saturado de retos y complicaciones. Así, mientras los canadienses y mexicanos asistimos a todas las reuniones prácticamente sin excepción, los americanos lo hicieron en forma intermitente, casi nunca logrando un contingente mayor a la mitad de su grupo total.

En la perspectiva regional, los americanos no tienen una postura unificada, pero comprenden la relevancia de su papel para la economía de sus dos vecinos. Sólo para ilustrar, en un momento dado, un ex diplomático americano llevó al ridículo la dinámica de la discusión: ?ya entendí como funciona esto?, dijo esta persona, ?los canadienses quieren que EU resuelva el conflicto en tal y cual materia, pero que no se discutan tales y cuales temas que son políticamente sensitivos en Canadá; los mexicanos quieren que nosotros les demos dinero y abramos las puertas a sus migrantes, pero que no critiquemos su política energética u otras facetas de su dinámica interna. La pregunta entonces es ¿qué hacemos aquí los americanos? Creen ustedes que nosotros no tenemos una dinámica política propia que nos limita y complica los procesos tal como sucede con ustedes?? Cada país tiene sus mitos y procedimientos que favorecen o impiden la interacción con terceros.

Desde mi perspectiva, el contraste entre la forma en que los mexicanos nos integramos y la manera en que los otros dos operaron fue fascinante. En contraste con los canadienses, y como fiel reflejo a nuestra realidad nacional, con excepción de algunos temas evidentes, los mexicanos mantuvimos profundas diferencias sobre lo que queremos de nuestros vecinos y de lo que es necesario hacer para alcanzar nuestros objetivos. Incluso en los temas exentos de diferencias respecto al objetivo, las discrepancias eran patentes sobre la forma de alcanzarlo y, en particular, sobre el ?toma y daca? que es, sin afán de burla, la naturaleza de la política estadounidense: allá todo es negociable, en tanto que aquí todo es absoluto e intocable. Los mexicanos tuvimos varias reuniones paralelas al proceso de discusión plenario; al final, en una reunión donde se orearon todas las diferencias, se logró llegar a un consenso en torno a los dos conceptos rectores del reporte: la seguridad y el desarrollo económico.

El grupo mexicano acordó una postura, que en buena medida se incorporó en el reporte final, donde se vinculaba el desarrollo económico y social del país con la seguridad: se hizo depender a lo segundo de lo primero. No puede haber seguridad, argumentamos, sin desarrollo. América del Norte es una región cada vez más integrada e interdependiente. Todos los días, más cosas de un país se fabrican o se deciden en otro, y esto es cierto en todas las direcciones de la región. Los mexicanos tenemos dos opciones: avanzar de frente acelerando el proceso de integración o persistir en el rezago y en la postergación de oportunidades y beneficios. El reporte es una fuerte apuesta por lo primero. La pregunta es si los mexicanos podremos ponernos de acuerdo, más allá de nuestras diferencias, en pos del desarrollo nacional.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.