Por años intentamos ignorar, posponer o imaginar que los dos Méxicos ya no estaban ahí, pero ahora la realidad nos alcanzó y, como suele ser en estas cosas, lo hizo con ánimo vengativo. Por un lado está el México viejo y tradicional de las mil virtudes, pero también de la arrogancia burocrática, las simulaciones y la pobreza endémica. Por el otro está el México nuevo y cosmopolita que ha pretendido que el resto se va a sumar a la modernidad sin costos ni sacrificios, como por arte de magia. Cuando la marea baja, dice un cuento, súbitamente se nota quien no trae traje de baño. La crisis de la influenza nos agarró con los pantalones abajo, mostrando ante el mundo todas nuestras carencias y fallas estructurales. Si no atendemos esta llamada, los costos serán fenomenales.
En el tema de la salud nos encontramos con un gobierno federal preparado (el México nuevo) confrontado con gobiernos estatales primitivos e incapaces de entender el fenómeno (el viejo México), pero también con un país sin infraestructura ni capacidad de actuar y sin la comprensión de la urgencia de hacerlo. Hablamos de federalismo pero no hemos construido un país federal ni existen las estructuras para hacerlo posible. De no ser por la ciudadanía responsable que una vez más volvió a surgir, el país estaría en la lona.
Las imágenes hablan por sí mismas: mexicanos siendo aislados y puestos en cuarentena en Pekín, rechazados en la Habana y Buenos Aires y mofados en la prensa estadounidense. El (legítimo) miedo al contagio, tanto dentro del país como fuera, explica muchos de estos comportamientos, pero el común denominador son nuestras fallas internas y esto permite anticipar el tipo de retos, tanto internos como externos, que podrían venir en los próximos meses.
La crisis de la influenza no pudo llegar en peor momento: se conjunta con una situación económica precaria y con un proceso profundo de redefinición política que, en realidad, tiene más que ver con la búsqueda de una reconcentración de poder que con la consolidación de la democracia. Además, llega en un momento en el que la crisis económica ha sido muy desigual en sus impactos. En las décadas de crisis que han caracterizado al país de los setenta para acá, las recesiones comenzaban con un ajuste fiscal en el gobierno que impactaba al resto de la sociedad. Esta vez la situación ha sido exactamente la opuesta: el sector privado experimenta una brutal contracción mientras que, gracias a la previsión de Hacienda al comprar futuros sobre el precio del petróleo, el gobierno (tanto federal como estatales) vive como si nada hubiera pasado. Sin embargo, esta situación cambiará el próximo año y para entonces la población ya estará harta y no querrá saber de ajustes, reformas o promesas incumplibles. Al revés, la población comenzará a reclamarle al gobierno su falta de previsión y estará atenta a las promesas de reconstruir un pasado idílico.
Los dos Méxicos encontrados uno frente al otro. El tiempo aclarará si hubo negligencia en el manejo de la información sobre los primeros brotes de influenza (supuestamente en Veracruz y/o Oaxaca), pero lo elemental seguirá siendo el hecho de que vivimos una profunda contradicción política, social y hasta cultural. Los grandes proyectos de modernización de las últimas décadas suponían que, con el tiempo, todo el país se alinearía hacia la modernidad, aunque es evidente que no existió programa alguno, ni mucho menos una estrategia, que permitiera hacer posible una convergencia de semejante magnitud.
Esto nos ha dejado con una mezcla de realidades que es elocuente de nuestras contradicciones. Aunque ha habido mucha inversión y enorme crecimiento de las exportaciones en el ámbito agrícola, seguimos teniendo una enorme población pobre que vive de un campo miserable y, crecientemente, de remesas. Ante la ausencia de posibilidades de mejora en su lugar de origen, un campesino mexicano encuentra mucho más rentable y atractivo trabajar de cocinero o repartidor en Nueva York. La evidencia es contundente: el mexicano se adapta si tiene oportunidades, pero éstas no existen dentro del país.
Lo mismo se puede decir de la economía industrial: en lugar de ambiciosos programas de modernización, lo mejor que pudo producir el gobierno anterior fue la changarrización de la economía nacional. Así, al igual que en el campo, pervive una industria moderna e hiper competitiva lado a lado con un sector de industria vieja que es inviable, costoso, ineficiente e improductivo. En lugar de programas de transformación industrial, lo que tenemos, con el nombre de pymes, es programas cuyo propósito real es el de la preservación del pasado. De no haber esquemas de protección y subsidio, explícitos o no, hace tiempo que todas esas empresas habrían tenido que refundarse. El costo de mantener lo existente también tiene que medirse en términos de todas las oportunidades perdidas de crear algo nuevo.
Lo que ocurre en el campo y en la industria no es distinto de lo que evidenció la crisis de la influenza. Como en Chernobyl, muchos políticos mexicanos prefirieron cerrar los ojos y pretender que todo está bien, que nada ocurre. El problema es que hay cosas que no se pueden ocultar porque están a la vista de todos. Si bien el gobierno federal respondió con decisión y oportunidad, nada de eso puede ocultar las fallas estructurales que caracterizan al país. Hoy esas fallas se traducen en críticas, burlas y acciones contra México y los mexicanos. De no actuar en esos frentes, pronto se convertirán en regulaciones que afectarán mucho más de lo que podemos imaginar.
Parece claro que habrá dos grupos de consecuencias de esta crisis: una interna y otra externa. Por el lado interno, la crisis misma le da oportunidad a quien está en el gobierno (a cualquier nivel) de tener una presencia mediática excepcional, pero también le eleva los riesgos de cometer errores. Una cosa es el momento de la crisis, otra muy distinta será el próximo año. En esas circunstancias, no parece difícil anticipar un fortalecimiento de los duros de la política mexicana.
Quizá sea el lado externo el que más nos debería preocupar. La inseguridad minó a la industria turística y ahora la salud amenaza lo poco de la economía que sí funciona. La crisis de salud y, sobre todo, los terribles contrastes entre los gobiernos federal y estatales le han provisto de municiones invaluables a todos los que se oponen al TLC norteamericano. A menos de que montemos, de inmediato, un enorme esfuerzo de comunicación en EUA, corremos el riesgo de perder lo único que en los últimos años ha permitido que la economía crezca, el TLC. No hay mayor riesgo en el horizonte.
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