En México hay dos economías y no se gana nada con negarlas o ignorar su existencia. Las dos economía existen y son evidentes en las exportaciones y en las importaciones, en el mercado interno y en los crecientes contrastes regionales que caracterizan al país, en los patrones de empleo (y desempleo) y, particularmente, en las diferencias salariales que son cada vez más agudas. Todo el esfuerzo gubernamental debería concentrarse en entender las causas de esa profunda brecha, para luego abocarse a eliminarlas de manera sistemática e inmisericorde.
Nuestra historia es una de sesgos permanentes. Los gobiernos, desde la conquista hasta nuestros días, se han dedicado de manera preeminente a vender prebendas, a otorgar concesiones y a sesgar los resultados de la actividad económica en favor de ciertos grupos o personas. Centenares de peninsulares arribaron a la Nueva España en busca de su encomienda o de una concesión de explotación minera o similar. Esa historia se ha venido repitiendo desde entonces; aunque los grupos y los particulares han ido cambiando a lo largo del tiempo, la constante de siempre ha sido el favoritismo gubernamental: unos lo obtienen y otros no. El resultado de ese manejo discriminatorio del apoyo gubernamental está a la vista: tenemos una economía dividida en una parte pujante y exitosa y otra parte atrasada y pobre. Nada nuevo para un país en el que las desigualdades de ingreso y oportunidades han sido rasgo distintivo.
Efectivamente, desde la época colonial -y aún antes- los contrastes han sido patentes. En aquel entonces la economía campesina coexistía con la de los hacendados, aunque su interacción era relativamente limitada y sus realidades drásticamente distantes. Una vivía de las concesiones de exclusividad que le otorgaba el virrey, en tanto que otra subsistía de la explotación de la tierra en las condiciones y con la tecnología más primitiva existente. Con menores o mayores cambios, ese mismo esquema se reprodujo en la industria nacional. El gobierno creó un ambiente de protección, subsidios y privilegios para que la industria nacional pudiera prosperar. Bastaba con que un empresario decidiera producir un determinado producto para que el mercado fuese enteramente suyo, no importando las tecnologías empleadas, los costos o calidad de lo producido. En ese esquema no existía ni el ciudadano ni el consumidor, pero eran ellos quienes acababan pagando los costos de un arreglo diseñado para crearle prosperidad a unos a costa de los demás. Muchos de los empresarios actuales, comenzando por algunos de los más grandes y exitosos, no dejan de añorar ese mundo de fantasía.
Las brechas entre el campo y la ciudad, entre los trabajadores protegidos y los informales, entre la economía “industrial” y la tradicional acabaron ampliándose todavía más y esto de manera artificial. La mayor de las ironías es que la liberalización comercial que se inició a mediados de los ochenta no acabó con esa división artificial. Ciertamente, los ganadores y los perdedores súbitamente cambiaron, pero la realidad de una economía dividida no se transformó ni un ápice. Lo que sí ha cambiado, y de manera dramática, es la dinámica de esas dos economías. En la actualidad, el país tiene una economía exitosa y pujante en dos grandes sectores: el de los exportadores y el de los productores de servicios protegidos (a lo que habría que añadir a aquéllos que se han sumado a lógica de la competencia aunque, en sentido estricto, no caigan en ninguno de los dos rubros específicos). Quienes siguen viviendo del favor gubernamental –los concesionarios de un color u otro, así como quienes gozan de monopolios legalmente establecidos- no merecen mayor mención, pues su éxito dista mucho de ser producto de su habilidad empresarial. Son los exportadores, los que han creado empleos cada vez mejor remunerados y los que han transformado el entorno de sus respectivas regiones, así como el sinnúmero de empresas que, sin ser exportadoras, han comprendido la lógica de la competencia y han actuado en consecuencia, transformando para bien la vida de los consumidores, los que conforman la economía competitiva y exitosa.
Pero así como contamos con empresas con un desempeño notable, también tenemos una industria de subsistencia, una paradoja que recuerda más a la economía tradicional (la de antaño y del presente), que el pretendido éxito de la industrialización por substitución de importaciones de los cincuenta y sesenta. En términos generales, la vieja industria mexicana se ha convertido en una industria de subsistencia porque no cuenta con los instrumentos –el financiamiento, la información, la tecnología y la capacidad empresarial- para salir adelante. Dada la celeridad con que cambia el mundo a nuestro derredor, estos rezagos tienden a ser acumulativos y cada vez más difíciles de superar. De no instrumentarse una política gubernamental apropiada, las dos economías van a tender a alejarse y no a converger.
Las dos economías industriales que coexisten en la actualidad no son producto de la casualidad. La política económica del país ha constituido un factor determinante en el devenir del sector industrial, arrojando muchos de los resultados que ahora dominan la realidad del sector. En términos generales, las viejas políticas industriales, las que protegieron a una industria fundamentada en la substitución de importaciones, no fueron exitosas en generar una clase empresarial sólida y competente para hacer frente a los retos que la globalización impone. Aunque contamos con un sector empresarial competitivo y competente, como bien muestran diversos indicadores, sus números son demasiado pequeños para el reto de producción, empleo y generación de riqueza que el país tiene frente a sí.
La parte exitosa de nuestra industria es excepcional en más de un sentido, pero un análisis de su dinamismo muestra que nuestros problemas son, en la mayoría de los casos, de creación enteramente artificial. Un gran número de las empresas más exitosas del país –de todos tamaños- ha logrado alcanzar ese brillo porque se ha abstraído de la realidad mexicana cotidiana. Es decir, en muchos casos, el éxito de estas empresas se debe a que han logrado crear las condiciones para darle la vuelta a los interminables obstáculos que impiden el progreso empresarial en el país. Muchas de esas empresas se han valido de toda clase de subterfugios y recursos para obtener crédito de bancos extranjeros, domiciliar sus contratos en las cortes estadounidenses o comprar sus partes y componentes fuera de México para asegurar con ello el servicio y la garantía de calidad que requiere su producción. Se trata de un sector de la economía mexicana que vive en dólares, compra y contrata muchos de sus insumos y servicios en el exterior y es exitoso porque no depende del sistema legal nacional, de proveedores poco confiables o de banqueros sin capacidad de financiarlos. Realidad muy distante a la de las empresas que apenas subsisten.
Lo conducente para eliminar las brechas entre las dos economías que hoy caracterizan al país parecería ser el desarrollo de una industria de proveedores que abasteciera al sector exportador. La idea parece sencilla y necesaria, pero no es tan simple como aparenta. Aunque en abstracto un gran número de productores nacionales estaría en condiciones de competir en precio y calidad con proveedores del exterior, los costos de producción domésticos son tan elevados que matan cualquier expectativa en ese sentido. Mientras que para un proveedor del exterior las condiciones son transparentes, los términos de los contratos precisos y los burocratismos y otros obstáculos menores, para los productores mexicanos los impedimentos en cada unos de estos rubros son mayúsculos. No sólo es evidente la escasez de crédito; el peso de la burocracia sigue siendo sofocante y las tarifas monopólicas de los proveedores de servicios clave (combustibles, telefonía, transporte, etc.) insalvables en un contexto de creciente competencia. De esta manera, mientras que el entorno de los proveedores del exterior es conocido y confiable, el de los productores nacionales es siempre cambiante. Por si fuera poco, a lo anterior habría que agregar las limitantes de los propios empresarios y su frecuente inexperiencia en temas clave como el de la productividad y la calidad.
Para colmo, muchos de los exportadores más exitosos, particularmente los de menor tamaño, no tienen el menor incentivo para vincularse con proveedores potenciales del lado mexicano. La razón aunque obvia, no deja de ser paradójica. Contratar a proveedores nacionales implicaría, en muchos sentidos, abandonar la lógica internacional para reinsertarse, en forma abrupta, a la lógica nacional, esa que todo lo obstaculiza. Puesto en términos llanos, un exportador exitoso que decidiera sumarse al desarrollo de proveedores nacionales dejaría de gozar de las ventajas que implica que sus contratos estén sujetos a las leyes de otros países; correría el riesgo de perder su atractivo como sujeto de crédito y los problemas laborales, de transporte e infraestructura podrían acabar por hacer inviable toda su producción. Quizá esta argumentación sea exagerada, pero no por ello deja de reflejar la realidad de muchos de nuestros productores.
Los rezagos que caracterizan a la parte menos dinámica de la industria mexicana tienen que ver, en muchos casos, con las características de nuestra clase empresarial. Pero también es un hecho que todo conspira contra su éxito: la inseguridad física, patrimonial y jurídica; la ausencia de crédito; la pésima calidad de la infraestructura; la incapacidad del sistema de procuración de justicia para resolver conflictos en forma expedita y confiable; el viejo sindicalismo que sigue prefiriendo el conflicto al acuerdo; la siempre cambiante regulación gubernamental y las prácticas monopólicas que emanan del sector público y del privado, todos son factores que impiden su desarrollo. La pregunta es si no será posible que el gobierno actual, emanado de un partido distinto al tradicional y no sujeto a los arreglos, criterios y corruptelas de antaño ejerza un liderazgo efectivo que rompa, de una vez por todas, con todo lo que obstaculiza el crecimiento económico y el desarrollo.
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