La vida transcurre con naturalidad; la gente va a sus quehaceres, sale y entra de tiendas, oficinas y escuelas, va a la iglesia y se conduce como siempre. Excepto que esta cotidianeidad es sólo apariencia. Nadie parece darse cuenta de que las cosas han cambiado o que hubo un momento en que alguien tomó la decisión de modificar la realidad. Lo perciba la gente o no, se trata de una nueva normalidad.
La penetración del narco en las comunidades colombianas, desde las más chicas hasta las más grandes, es impactante no por el hecho mismo de que una de las actividades más rentables y prolíficas crezca y se desarrolle, sino por la forma en que cambia a las poblaciones en las que tiene lugar. La imagen que los mexicanos nos hemos formado del narco, al menos a través de los medios, es la de una bola de matones llenos de armas disparando sin ton ni son, ajusticiando a sus rivales e imponiendo su ley. Dos publicaciones colombianas cuentan una historia muy distinta que debería encender todas nuestras alarmas.
Germán Castro Caycedo, un distinguido periodista colombiano, ha dedicado su vida a describir diversas facetas de la vida de su país y, dada la realidad de su entorno, los temas de las drogas nunca están muy lejos de su pluma. El libro La Bruja cuenta muchas pequeñas historias que, poco a poco, van conformando la película de esa “nueva realidad” que mencionaba yo al principio.
No son los matones de las fotografías periodísticas quienes cambian la realidad cotidiana, sino algo mucho más sutil como el dinero. El dinero del narco cambia la realidad de los pequeños poblados, comunidades y ciudades en modos que nadie va percibiendo. Las tiendas venden un poco más, las escuelas reciben un donativo, el párroco del pueblo súbitamente cuenta con recursos que le permiten hacer obras que antes ni soñando podía realizar. El influjo del dinero, gradualmente va cambiando la fisonomía de las localidades y, sobre todo, de la sociedad. Más dinero implica más gasto y más gasto crea nuevos negocios: restaurantes, cafés, tiendas y giros negros. También implica que los gobiernos locales se tornan dependientes del dinero del narco y, con frecuencia, sus socios.
El cambio más notable se da en la composición de las relaciones sociales. Los narcos de cada pueblo comienzan siendo intrusos, pero poco a poco se convierten en el centro de atención, convirtiendo a la población en súbditos sin que nadie lo note. Sus hijas son despreciadas en un principio pero pronto se vuelven las quinceañeras más codiciadas de la localidad. El tema es que la penetración gradual y paulatina, de hecho no deliberada, del dinero del narco cambia los valores de la población en formas que nadie podía anticipar y, en la mayor parte de los casos, en formas de las que nadie se percató. En este contexto, por ejemplo, la comunidad acaba viendo a los narcotraficantes como parte integral de la sociedad y la vida cotidiana, al grado en que los defienden a capa y espada, y en ocasiones hasta con su vida.
El narco trastoca todos los principios de la vida de una población al grado en que valores como la legalidad y el mérito acaban siendo raros, anormales, inusuales. No es casualidad que cuando, en este escenario, llega un gobierno a tratar de “retomar” un territorio controlado por el narco se encuentre no solo con el escepticismo de la población sino, en muchos casos, con su abierta oposición. El odio y la indiferencia hacia el resto de la sociedad acaban imponiéndose.
Fernando Vallejo cuenta una historia muy distinta en naturaleza, pero idéntica en sus implicaciones. En La Virgen de los Sicarios relata una maravillosa, pero apocalíptica, historia del “otro” lado de la moneda del narco y sus consecuencias de corrupción sin límite. Lo interesante y significativo de la realidad, casi mágica, que describe con habilidad es, otra vez, que se trata de una normalidad que nadie cuestiona. Lo anormal cobra vida propia hasta que deja de ser anormal para convertirse en natural y cotidiano.
La escalofriante historia que cuenta Vallejo es sobre los sicarios, los instrumentos que emplean los narcos para matar, ajusticiar y mantener el orden. El autor describe pueblos enteros, comunas les llama, donde los niños difícilmente llegan a los quince años porque para entonces ya fueron reclutados como sicarios o asesinados en fuego cruzado de cualquier origen. Estos niños en edad, pero adultos en funciones, desarrollan mecanismos de protección moral que les permiten sobrevivir. De esta manera, por ejemplo, un cura revela la confesión de un muchacho sin rostro, en la que el sicario reconoce haberse acostado con la novia, pero de los muertos que llevaba sobre su espalda no mencionó nada puesto que esos pecados no eran suyos ya que “simplemente estaba haciendo un trabajo” para otros: “que se confiese el que los mandó matar”. Y el cura lo absolvió.
La vida en esas comunas se transforma en un mundo al revés donde las policías no defienden a los que son asesinados sino a los que los matan, las funerarias adquieren un valor comercial inusitado, los médicos lucran con los heridos al por mayor, a los periodistas que en Italia llaman “paparazzi”, “aquí son buitres”. Por su parte, los sicarios hierven sus balas en agua bendita obtenida en la iglesia para no fallar y se aferran a una virgen con las esperanza de mirarse como aquello que no son: niños inocentes. Página por página se construye el estremecedor relato de una sociedad transformada donde ya no hay nada que se asemeje a la “normalidad” de un país que aspira al desarrollo y la civilización. Al final de cuentas, ya no son los muertos de todos los días lo que importa, sino la forma en que la vida, la justicia y la libertad acaban desapareciendo.
Para Vallejo “aquí no hay inocentes, todos son culpables”. No es, dice, la ignorancia ni la miseria: “si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahueteando el delito”. Como los delitos no ocurren por si mismos, alguien tiene que acabar castigado, pero si a nadie se castiga, el Estado acaba dedicado a “reprimir y dar bala”. ¿Y la policía? “son los invisibles, los que cuando los necesitas no se ven, más transparentes que un vaso”
La gran pregunta es dónde está México en este proceso de trastocamiento de la normalidad. Claramente, hay regiones del país que serían indistinguibles de estos relatos. Más allá de la violencia reciente, el narco ha penetrado regiones enteras del país y se ha adueñado de vidas y almas en cada una de ellas. En este contexto, la cruzada emprendida el año pasado por el gobierno adquiere su justa dimensión: es posible que su estrategia sea buena o mala, eso el tiempo lo dirá, pero lo que es seguro es que si no se enfrenta esta realidad, la normalidad acabará siendo otra y, en ese momento, el país habrá dejado de ser.
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