La comentocracia nacional tiene una natural inclinación hacia los candidatos demócratas y más en esta ocasión. El presidente Obama irradia un enorme atractivo, casi un magnetismo, y tiene una personalidad que inspira tanto por su historia como por ser el primer presidente negro de su país. Romney, por otra parte, ha sido presentado en los medios, de allá y de acá, como un extremista radical de derecha. Las últimas semanas han demostrado que ninguna de las dos percepciones es muy cierta. Más allá preferencias ideológicas o de personalidad, mi preocupación y perspectiva es más sobre el potencial impacto de cada una de las dos opciones sobre la economía mexicana.
Nunca he entendido la propensión mexicana a preferir a los candidatos demócratas sobre los republicanos, sobre todo porque, más allá de la retórica, no hay evidencia alguna de que unos sean mejores para nuestros intereses. En lo que toca a temas políticos y legislativos (como los asuntos migratorios, de narcóticos y de armas), la influencia de un presidente americano es relativamente menor. Tanto Bush W como Obama prometieron una reforma migratoria, pero ninguno logró su aprobación en el congreso. En contraste, el impacto de la economía estadounidense sobre la nuestra puede ser dramático y eso no depende de benevolencia alguna hacia México sino de la conjunción de acciones institucionales y presidenciales orientadas a su propio desarrollo y bienestar.
Como en tantas otras cosas, quizá nadie explica mejor la forma en que funciona la política estadounidense que Alexis de Toqueville, el estudioso francés que visitó EUA en el siglo XVIII y escribió observaciones de enorme clarividencia: “Tiempo antes de que llegue el momento, la elección se convierte en el único tema de preocupación… La nación entera entra en un estado de fiebre, es asunto cotidiano en los medios y de conversaciones, el tema de todo pensamiento… Tan pronto se decide el ganador, el ardor se disipa, todo retorna a la calma, y el río, antes desbordado, regresa a su lecho”. La elección concluirá el próximo 6 de noviembre y lo que sigue será lo relevante: cómo nos va en la feria de la política económica del próximo gobierno.
La dinámica electoral cambió radicalmente en las últimas semanas por dos razones. Primero, la más importante, porque Obama perdió el aura que lo protegía. Por cuatro años –de hecho, por toda su (relativamente) corta carrera política-, Obama vivió de su capacidad para irradiar ese carisma que le caracteriza y que le evitó tener que defender o abogar por acciones y decisiones específicas. Quizá nada lo muestre mejor que su forma de conducir el paquete de estímulo al inicio de su gobierno: en lugar de avanzar sus prioridades o las que su equipo considerara más propensas a generar un impacto mayor en menos tiempo (el objetivo de cualquier estímulo), Obama dejó que fueran los integrantes de su partido en el congreso quienes determinaran la agenda, circunstancia que se tradujo en una enorme dispersión de proyectos, muchos de ellos sin impacto significativo. Pero nada de eso parecía afectar a Obama hasta que fue incapaz de defenderse en el primer debate. Aunque se recuperó parcialmente en los siguientes, el aura había desaparecido.
La segunda razón por la que la dinámica presidencial ha cambiado es, simple y llanamente, que Romney abandonó la farsa de radical que construyó para ganar la contienda interna de su partido y ahora se ha presentado como el hombre de negocios pragmático, flexible y adaptable que es. Yo no se qué tan bueno podría ser un hombre de negocios en un puesto tan trascendente de decisión política, pero lo que me parece evidente es que su experiencia es, al menos a nivel conceptual, absolutamente relevante para el momento actual. Suponiendo que Romney no repitiera los excesos de gasto de sus predecesores republicanos, su pragmatismo podría permitirle los acuerdos bipartidistas que le urgen a su sociedad.
Lo que la economía estadounidense requiere es el tipo de restructuración que la mexicana llevó a cabo, sobre todo en materia de gasto público, en los ochenta y noventa. La tendencia ascendente de los pasivos sociales es de tal magnitud que, de no resolverse pronto, ese país entrará en una depresión permanente, tipo Japón, arrastrándonos con ello. Romney no parece un genio, pero su experiencia profesional consistió en realizar restructuraciones de empresas, transformando entidades quebradas en proyectos rentables y exitosos. En contraste con Obama –que poco a poco ha ido minando eso que hizo tan exitosa a la economía de su país-, Romney ofrece al menos la posibilidad de enfocarse en lo que es trascendente y susceptible de darle un impulso al crecimiento de nuestra economía.
La experiencia de Obama tanto en la presidencia como antes es totalmente superficial y ajena a estos asuntos. Si uno lee sus libros, su agenda es social y política más que económica. Pero la mejor evidencia de que representa la opción menos atractiva para nosotros es el desempeño económico en los últimos años. Es evidente que recibió una situación caótica, pero su actuar no la ha mejorado. Ha logrado estabilizar a la economía pero no ha convencido a su propia sociedad, comenzando por sus empresarios, de sus políticas y prioridades. El desempleo se mantiene a niveles estratosféricos, el déficit sigue en ascenso y no existe programa alguno diseñado para enfrentar ese tema o el de la deuda, así sea en un periodo de décadas.
La defensa que esgrime Obama de su desempeño es que las cosas hubieran estado peor de no haber actuado como lo hizo. Aunque no es un mal argumento electoral, es imposible de probar en términos lógicos. Lo que sí es evidente a partir de la experiencia mexicana de crisis financieras es que los desequilibrios tarde o temprano (temprano en nuestro caso) acaban desquiciando a la economía. Eso no le ha pasado a EUA por su tamaño, pero también por una situación mundial en que no hay alternativas: Europa y Japón están peor. Sin embargo, de no atenderse, cuando los desequilibrios los alcancen, el costo será dramático.
Por esto último es tan importante cuándo y cómo comiencen ellos a enfrentar sus problemas estructurales. Si algo ha probado Obama es que no tiene una propuesta viable. Romney no ha sido convincente al respecto, pero sin duda entiende perfectamente que la realidad actual es insostenible y eso, en estas circunstancias, es mucho mejor para nosotros que proseguir hacia el precipicio. Lo que no tiene vuelta de hoja es que nuestro futuro depende de cómo y cuándo comiencen ellos a actuar, así que la elección es tan transcendente para ellos como lo es para nosotros.
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