A nadie debería sorprender el pobre resultado de la elección pasada: la democracia mexicana está fallando. Los comicios demostraron que tenemos un sistema electoral impecable en lo mecánico, pero que en su concepción no es más que un vestigio del viejo sistema autoritario. Antes todo giraba alrededor de la presidencia, ahora en torno a los partidos políticos. Éstos definen la agenda, deciden sobre el destino de los dineros públicos e impiden tanto la participación de la sociedad en las decisiones clave del país como el desarrollo de una ciudadanía moderna, propia de una democracia que se respete. Las elecciones evidenciaron la necesidad urgente de una reforma electoral y una reforma institucional de los órganos de gobierno, donde se preserve lo excepcional, como el IFE y el TRIFE, pero se acabe, de una vez por todas, con los vicios e incentivos perversos que se interconstruyeron en la ley electoral actual.
Desde hace semanas, los políticos mostraron preocupación por el potencial abstencionismo en las elecciones intermedias. En lugar de meditar sobre las causas de ese abstencionismo, prefirieron “promover el voto”. La mera idea de promover el voto es producto de un sistema autoritario. En ninguna democracia verdadera y que se respete se promueve el voto. El voto lo promueven las propuestas de los candidatos, las posturas ideológicas de los partidos, las acciones de los gobernantes y los debates entre quienes aspiran a alcanzar un puesto público. La pregunta importante es por qué no hacen nada de esto los partidos y los candidatos. Es muy probable que la respuesta a esa pregunta explique el abstencionismo más rápidamente que cualquier estrategia de promoción del voto.
Antes de preguntarnos por qué se abstuvieron casi el 60% de los sufragantes, sería mejor preguntar por qué habrían de salir a votar. Las campañas fueron largas y costosas, pero no hubo una sola propuesta relevante. Si uno observó con objetividad al panorama político y electoral, era obvio que existían muy pocas razones para perder el tiempo en una casilla, marcar la boleta y depositarla en la urna. Veamos.
Primero, qué razón de peso puede motivar a un elector cuando sabe de antemano quiénes encabezarán las bancadas de cada partido y, en muchos casos, quiénes serán los presidentes de las principales comisiones del Congreso. En otras palabras, las personas más influyentes en el Congreso no pasan por la decisión del elector más que de ladito. Nuestro peculiar sistema híbrido de representación directa y proporcional (los llamados plurinominales), le roba al ciudadano el derecho de decidir quiénes serán sus representantes, sobre todo porque hay representantes de primera y de segunda y los de primera son elegidos por los partidos.
Segundo, el costo de las elecciones enoja al elector. Los dineros públicos no sólo financian la organización y operación de las elecciones (el indicador de nuestro verdadero avance democrático), sino a todos los partidos políticos, incluso a aquéllos que constituyen flagrantes negocios. Como alguna vez me dijera un político, no hay negocio más rentable que crear un partido político. Lo peor de todo es que este sistema de financiamiento es tan perverso que no sólo tiene un costo altísimo para el contribuyente, sino que resulta con frecuencia insuficiente para la conducción de las campañas de los candidatos. Con esto, hemos adquirido los peores vicios de todos los sistemas electorales: los enormes costos de las elecciones; la ausencia de responsabilidad y rendición de cuentas (porque los fondos, al ser públicos, no son de nadie); la inmunidad de los partidos y supuestos representantes (porque no le deben cuentas más que a su partido); y una permanente propensión a procurar fondos de manera ilegal por parte de personas y empresas, con la consecuente deuda a los intereses que éstos representan. El objetivo de impedir la corrupción por la vía del financiamiento público, acabó por crear un sistema terriblemente costoso y potencialmente corrupto.
Tercero, no había motivación para votar en esta elección porque el Senado permanecía intacto y el resultado de los comicios no hacía una gran diferencia. En un periodo de tres años, todo puede cambiar, como ocurrió entre 1988 y 1991 (en que el PRI pasó de casi perder a ganar la totalidad de los distritos de representación directa). Sin embargo, la permanencia del total de los senadores por seis años da a la elección intermedia un papel irrelevante. En esta ocasión es claro que la población quería mantener el statu quo, pero qué si la población está encantada con el gobierno o, al contrario, totalmente decepcionada. No hay manera que las elecciones federales intermedias le permitan expresar ese sentir y hacer algo al respecto. Parece una necesidad, por tanto, volver al sistema rotativo en el Senado que, de manera efímera y en otro contexto político, existió hace una década. Sólo de esa forma el electorado sentirá que, a pesar de todo, posee alguna capacidad de modificar el equilibrio político.
Cuarto, no se perciben muchas razones para ir a votar cuando los partidos y sus candidatos no se acercan a la población, no discuten sus problemas o garantizan que trabajarán para resolverlos. En un sistema democrático, el representante trabaja para y de frente a la ciudadanía, la escucha y avanza sus intereses. En el pasado, los candidatos priístas a un puesto público, siempre ligados con la administración saliente, entregaban beneficios de antemano: una lechería, una calle, acceso al servicio eléctrico. Todo se hacía para que los tiempos de acción de la autoridad favorecieran la campaña del sucesor. La población reconocía el cinismo, pero también la realidad del sistema y se dedicaba a exigir beneficios en el momento electoral. No era un sistema representativo, aunque al menos existían algunos beneficios tangibles. En el actual contexto de competencia, los candidatos a diputado no cuentan más que marginalmente con esa prerrogativa y la población no se beneficia ni del cinismo del partido único ni del acceso al supuesto representante, que debería ser la característica de una democracia.
Quinto, depositar el voto en la urna no se traduce en un mayor desarrollo económico, la consolidación de los derechos políticos o el avance de sus oportunidades de desarrollo personal y familiar. Entonces, para qué votar. La peculiar democracia que hemos construido ha sido secuestrada por las burocracias partidistas y ha creado un poder legislativo enquistado, distante y desinteresado en los ciudadanos. Para comenzar, una tercera parte de los diputados (los plurinominales) no son sujetos del escrutinio popular pero sí son los más influyentes. Además, los diputados no vuelven a ver a sus votantes nunca más, lo que los hace indiferentes ante el electorado y sus intereses. De esta manera, en lugar de representar al elector, se representan a sí mismos o a su partido. Valiente democracia.
Estamos ante un poder legislativo que no representa a la población, ni tiene interés en comprender sus prioridades, está más bien enfocado en sus propias agendas y lo último que quiere es preocuparse por los temas de fondo de la ciudadanía o del país. Esta peculiar circunstancia crea toda clase de vicios, comenzando por los más obvios: no se resuelven los problemas ni se debaten en público las alternativas. En lugar de discutir los problemas de la educación en el país (que, todos lo sabemos, es patética), los legisladores optan por el camino fácil e irresponsable: resuelven destinar ocho por ciento del PIB en educación, sin jamás preocuparse por cosas triviales como la forma en que se va a financiar ese valiente objetivo o cómo se gastará ese presupuesto. Lo mismo ocurre con otros temas vitales para el desarrollo del país, como el de la generación eléctrica, la salud de las finanzas públicas, etc.
En suma, no es difícil dilucidar las causas de la apatía ciudadana. Las elecciones del 2000 cambiaron al país para siempre, abriendo oportunidades únicas para su desarrollo. Pero esas oportunidades existirán sólo si se construyen las instancias institucionales que encaucen los procesos de decisión, den cabida a la participación de la ciudadanía, desarrollen y consoliden el Estado de derecho y fuercen a los legisladores a responder y rendir cuentas ante los ciudadanos. Todos y cada uno de estos temas deben ser parte de la urgente agenda de reforma institucional requerida por el país y sin la cual persistiremos en los atavismos de un viejo sistema, pero sin la capacidad de ejecución que lo caracterizaba.
El sistema electoral que tenemos es un producto de nuestra historia. Surgió a partir de los arreglos y compromisos que fueron posibles a mediados de los noventa, luego de dos décadas de una gradual apertura política y electoral. Su principal atributo es que ha permitido la organización y realización de comicios impecables, no disputados y plenamente legítimos. En esto, la combinación del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral ha resultado formidable y un verdadero logro para el desarrollo del país. Pero junto con estos excepcionales alcances se diseñó un sistema electoral que privilegia a los tres partidos grandes, distancia a éstos de la ciudadanía, fomenta la parálisis legislativa e impide que el país avance hacia el desarrollo político y económico.
Las elecciones del domingo pasado son un ejemplo fehaciente de las contradicciones y costos que le imprimen a la sociedad mexicana los instintos antidemocráticos de nuestros partidos y políticos. Hay que interpretar los resultados de las elecciones recientes como una llamada de atención: el país no está funcionando y se requieren acciones concretas y efectivas para salir adelante. Estamos en la mitad del río: abandonamos la ribera del viejo sistema priísta pero nos negamos a avanzar hacia la democracia; en el camino, estamos experimentando todos los avatares de un río que, en momentos, puede ponerse por demás bronco. Por eso hay que trabajar con el resultado que arrojó la elección que, de hecho, ha creado una oportunidad excepcional. Esperemos que esos políticos, aunque distantes del electorado, sepan aprovecharla.
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