Otra crisis sexenal

Justicia

Este año, año de fin de sexenio, año donde se proyectaba un episodio complicado en el entorno político, tendría que ser, según tradición, año de fantasmas cambiarios, de la paranoia colectiva sobre si se daría una devaluación del peso frente al dólar. Si acaso, se podría afirmar, aunque sería aventurado, que parece haber mayores problemas con el tipo de cambio por el lado de la apreciación, que por el lado de la depreciación.

De hecho, los temores cambiarios sexenales surgieron, y de forma pronunciada, en el año 2000– año donde simplemente por inercia histórica, o por nuestra pésima tradición monetaria, o por el fantasma de “defender al peso como perro,” muy pocos se atrevían a descartar una maxi-devaluación. Las condiciones, y la lógica económica, apuntaban en la dirección de una transición política con estabilidad macroeconómica. Pero el temor no era asunto de lógica económica, sino de pánico histórico.

En estos momentos, el país está cosechando los frutos de instituciones monetarias comprometidas con la estabilidad de precios. Cínicos y optimistas, de derecha o izquierda, de arriba o de abajo, de un partido o del otro, y hasta incluso las voces más radicales de la voluntad popular, deben reconocer la realidad cambiaria: no hay, ni por el lado de la tasa de inflación, ni por el lado del régimen de flotación, ni por el lado del mercado de capital, ni por le lado del sistema bancario, un factor que apunte en la dirección de un episodio de devaluación traumática.

Al contrario, con todo y el momento de profunda incertidumbre política, el tipo de cambio se ha mantenido estable, incluso se ha apreciado. A estas alturas del año 2000, la paridad peso-dólar se ubicaba sólo ligeramente abajo, por unos tantos centavos, de lo que hoy registra en el mercado cambiario. El eterno vínculo entre el valor dólar de la paridad y la inflación, o más bien el poder adquisitivo real, se ha roto.

El reto macroeconómico ya no es estabilizar, sino consolidar la estabilidad. El reto económico global, por otro lado, ya no es macro sino micro: reformar, o regularizar, todos los factores, todas esas piedritas en el camino, que no permiten ser más competitivos: el esquema fiscal, el marco laboral, el sistema de justicia, la seguridad, los costos de transacción derivados del pesado marco regulatorio, y demás.

Pero, como parte de un año simbólico de trascendencia histórica, lleno de tantos y tan inesperados, o inusitados, hechos, los ciudadanos mexicanos no han logrado salvarse de la maldición sexenal. Esa vez, el fantasma ha tomado nueva forma, ya no su tradicional modalidad cambiaria, sino ahora en una manifestación política. Pero las consecuencias de esta nueva modalidad, del choque de trenes que estamos presenciando, de las cóleras, las vísceras, lo peor del populismo mesiánico y lo peor de no hacer respetar la ley, son muy similares a las que sufríamos después de una crisis cambiaria: no hay certidumbre, hay un temor popular creciente, hay un tejido social muy frágil sino desgastado, hay pérdida, al final del día, de salario real, de recursos, de nuevas oportunidades de inversión.

En algunos círculos, estos temores no se mostraban en forma tan marcada desde el peor acto de violación de derechos de propiedad en la historia moderna del país: en 1982, con la estatización del sistema bancario.

Empero, ¿hasta donde llegará esta nueva crisis (política) de fin de sexenio,? Hasta donde dejarán las autoridades salientes, o las entrantes, que se prolongue? ¿Cuánto más le costará la inversionista, al ahorrador, al productor, al trabajador, al consumidor? La fuga de capitales se está dando, como siempre se ha dado—si bien es ahora por razones de una profunda devaluación, devaluación no cambiaria, sino política.

e-mail: roberto@salinasleon.com

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