Los aniversarios celebran el pasado pero el país necesita concentrarse en el futuro. La Revolución Mexicana que hoy se festeja ha quedado bien consagrada en los libros de texto y en la parafernalia política; lo que hoy se requiere es una revolución pero en la manera de pensar, de organizarnos y de construir el futuro.
Sin la Revolución de 1910, México no habría podido construir la plataforma institucional que, por muchas décadas, le permitió la estabilidad política necesaria para el crecimiento económico. Pero hace mucho que esas estructuras dieron de sí. Lo que antes era estabilidad, hoy es criminalidad; y lo que antes era certidumbre, hoy ha pasado a ser impunidad. A pesar de la evolución institucional (pensemos simplemente en la democracia electoral), el país no ha logrado recobrar su camino y sentido de dirección. A México le urge una nueva manera de ver hacia adelante para efectivamente construir un futuro mejor.
En el mundo en que vivimos no es posible definir el futuro por la pura fuerza de los deseos y las preferencias. Más bien, lo indispensable es pensar al revés: evaluar las posibilidades que nos ofrece el futuro para después regresar a plantear lo que es imperativo hacer hoy para ser exitosos en aquel escenario. Esta forma de ver las cosas rompe con todo lo que es y ha sido México, así como con la forma en que ha sido conducido por décadas. Pero es la única forma de avanzar, pues la alternativa es continuar con un desempeño económico y político mediocre per secula seculorum.
Por supuesto, nadie puede predecir el futuro, pero hay elementos que nos permiten avizorar las características más sobresalientes de lo que viene o, al menos, los factores que serán determinantes del funcionamiento de los países y sus economías. Para comenzar, hay dos tendencias que parecen evidentes en nuestro devenir: una es la creciente importancia del capital humano en el desarrollo económico y la otra reside en la relevancia que tienen los mercados en el desarrollo de las sociedades y economías. Ambas tendencias tienen dinámicas propias, así como fundamentales consecuencias políticas y sociales.
Cuando uno piensa en economía, tiende a imaginar la producción de bienes materiales tanto en la agricultura como en la industria. El problema es que en la medida que un número cada vez mayor de naciones interactúa a través del comercio y la inversión, la mayor parte de esos bienes agrícolas y manufacturados se convierten en mercancías cuya rentabilidad disminuye de manera sistemática. No es casual que la planta productiva tradicional del país pierda terreno y rentabilidad de manera constante. La generalidad de los productos mexicanos son indistinguibles de los que se fabrican en otras latitudes, razón por la cual su capacidad de competir depende enteramente de su calidad y precio. El punto es que mientras nuestra producción se limite a bienes en casi nada diferentes a los del resto del mundo, su rentabilidad seguirá disminuyendo.
Lo que genera valor excepcional en la economía mundial de hoy es el raciocinio, es decir, no la fuerza física de la mano de obra tradicional, sino la capacidad intelectual que se traduce en logística, creatividad artística y desarrollo de servicios del más diverso tipo. Pero en el país, con algunas excepciones, persistimos en la vieja manera de ver y hacer las cosas: en lugar de avanzar hacia el terreno de los servicios de alto valor agregado, seguimos empeñados en mantener (y, ahora, proteger) una estructura productiva que será cada día menos atractiva tanto en términos de empleo como de remuneración.
Al mismo tiempo, si queremos reorientar la planta productiva para que ésta sea capaz de agregar cada vez más valor, y con eso generar más empleos y mucho mejor remunerados, tendremos que modificar radicalmente tanto al sistema educativo (y la forma de enseñar), como los incentivos que tienen tanto los estudiantes como los maestros. En la actualidad, el personal capacitado para esa nueva era es mínimo, circunstancia que explica, al menos en parte, el pobre desempeño de la economía en términos de generación de empleo y el poco atractivo que representa el país para la inversión productiva en los ámbitos que mejores empleos crean: los servicios de alto valor agregado.
Por su parte, los mercados se han convertido en el punto de referencia clave para el desempeño económico. Con excepción de países que cuentan con recursos naturales excepcionales para su tamaño (como el petróleo para Arabia Saudita y Venezuela), lo que les permite cierta autonomía de los mercados (hasta que se vuelvan a caer los precios de esos recursos naturales, claro está), todos los demás países viven dentro de un contexto en el que aquéllos son cada vez más determinantes para el éxito económico. Este factor puede parecer intolerable a muchos de nuestros políticos que, educados en otro contexto ideológico y/o temporal, repudian esta manera de ver al mundo, pero las últimas décadas de pobre desempeño económico deberían ser aliciente suficiente para convencerlos de que no hay más alternativa. La evidencia mundial es contundente en otro aspecto: los países que han pretendido sustraerse de los mercados son los que peor desempeño han registrado. Esa es la razón por la cual naciones tan distintas como Rusia, China, Francia y otros escépticos de los mercados son activos partícipes en los mismos: reconocen que no hay otra opción.
Un mundo descentralizado y cada vez más interconectado obliga a cambios que eran impensables hace sólo unos cuantos años. La descentralización económica va de la mano con la política y la pérdida de poder de un gobierno federal es inevitable, además de natural. De la mano de lo anterior, se advierte una explosión de instrumentos en manos de la ciudadanía (sobre todo a partir de Internet) que va a revolucionar las formas de interacción entre ciudadanos y gobernantes. Es decir, un mundo dominado por mercados, ciudadanos cada vez mejor capacitados y descentralización de la información es también un mundo en el que el poder se dispersa, abriendo oportunidades excepcionales para el desarrollo no sólo económico, sino también democrático. Por dos décadas, en México se ha impedido que estos cambios se den, lo que se traduce en la parálisis que hoy nos caracteriza. La alternativa, como bien lo ilustra España, es no sólo aceptar la realidad del mundo de hoy, sino abrazarla de manera convencida. España muestra no sólo que se puede, sino que se puede ser extraordinariamente exitoso en el camino.
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