Ciudadanos sin derechos y sin disposición a exigirlos no son ciudadanos. Esta parece ser la condición de la mayoría de mexicanos. A pesar de que demandan beneficios con una vehemencia tal que ningún ciudadano europeo o norteamericano reconocería como propia de una democracia, el mexicano promedio no se ve a sí mismo como ciudadano, sino como derechohabiente. Esa fue la dinámica a que lo orilló un sistema político que no tenía el menor interés en debatir o negociar con ciudadanos o en satisfacer sus necesidades y en representarlo, sino en mantener el control político sobre la población. Con este objetivo generó una red de lealtades que mantenía a cambio de todo tipo de derechos. La población, generalmente manipulada por líderes, caciques y políticos de cualquier talla, se volvió experta en extorsionar al gobierno. Así se explican los bloqueos de carreteras, los plantones, las manifestaciones y todas las demás artimañas diseñadas para generar presiones a cambio de satisfactores. Lo que nunca creció en México fue un sentido de ciudadanía. Sin éste, será imposible consolidar la estabilidad política y generar un sistema político nuevo. Pero la ciudadanía no es algo que se dé en los árboles ni que pueda ser impuesto por el gobierno; es algo que sólo los ciudadanos pueden crear.
Los diputados y, en particular, los miembros del PAN y PRD se encuentran muy activos diseñando mecanismos para desmantelar los mecanismos de control y manipulación del viejo sistema. Bajo la etiqueta de “federalismo”, diversos grupos de trabajo están planteando cómo erradicar los instrumentos de control de que hizo uso (y abusó) el gobierno federal para controlar a los gobernadores y presidentes municipales. No es evidente qué va a resultar de esos esfuerzos, ni qué consecuencias económicas podría tener un cambio en el esquema de transferencias fiscales hacia los estados, pero de lo que no hay duda es que los partidos de la antigua oposición al PRI están decididos a impedir que el viejo sistema permanezca sin el PRI en el gobierno, o que éste pueda reconstruirse en el futuro. En tanto esos esfuerzos no atenten contra la estabilidad macroeconómica, deben ser bienvenidos y apoyados. Lo que no es obvio es que vayan a conducir, por sí mismos, a la construcción de un mundo mejor para quienes deberían ser, en primera y última instancia, los beneficiarios de tanto activismo político y legislativo: los ciudadanos.
Lamentablemente, la ciudadanía no es algo que se dé con generosidad en nuestro país. Décadas de imposición, burocratismo e impunidad aplacaron cualquier pretensión por parte de la población a defender sus derechos, a hacer valer lo que en términos legales y/o contractuales le corresponde. Por supuesto que todo mundo se queja cuando se ven afectados sus intereses, pero muy pocos osan reclamar cuando se atropellan sus derechos. Con que se resuelva el problema es suficiente. Es así como los habitantes de Chalco toleran que la sucesión de pésimos gobiernos y malas prácticas gubernamentales se traduzcan en inaceptables inundaciones de aguas negras, o que los damnificados por el temblor de 1985 en Tlatelolco no hayan buscado responsables y exigido justicia por lo que a todas luces era un caso de negligencia y corrupción gubernamental. Lo mismo se puede decir de las afores, donde la población tiene depositados de manera forzosa sus ahorros, sin contar con la menor posibilidad práctica de decidir sobre su administración.
El problema es ubicuo. Hace unas cuantas semanas, un perímetro importante de la ciudad de México se vio afectado por la suspensión del servicio telefónico. Algún constructor cortó accidentalmente un cable de fibra óptica por el que se transmitían cincuenta mil líneas telefónicas, dejando sin servicio por una semana a casas, oficinas y empresas diversas. En todo ese tiempo, Teléfonos de México, brilló por su ausencia, algo que no fue sorprendente. Lo que sí resultó impresionante fue que prácticamente ninguno de los usuarios afectados, incluidas muchas de las empresas más importantes del país, hiciera el menor ruido. Sin información respecto a la causa del problema o a la dinámica y tiempos de solución del mismo, la gente aceptó resignadamente el hecho como si se tratara de un acto fatídico producto de una fuerza sobrenatural. Sintomático de nuestra peculiar manera de reaccionar ante la autoridad (porque Telmex parece seguir asociada a la autoridad en la mente de muchos mexicanos) fue el comentario del empleado de una empresa que no utiliza los servicios de Telmex: “nosotros tenemos Axtel” informó con seriedad, como si el problema fuese de la empresa que surte el servicio y no del hecho que no existen ciudadanos dispuestos a hacer valer sus derechos.
La pésima calidad de los servicios es sólo una de las manifestaciones de nuestro subdesarrollo político. Mientras que los sindicatos eléctricos se baten en el congreso y se envuelven en la bandera nacional para impedir la apertura del sector a la inversión privada, la ciudadanía que padece cortes diarios en el suministro eléctrico ni siquiera se siente aludida. Hemos llegado a tal extremo en la aceptación de la fatalidad de una autoridad corrupta e incompetente que los cortes en el servicio eléctrico han acabado por ser algo natural y hasta lógico. Nadie se inmuta. Peor todavía, prácticamente nadie establece una conexión entre la calidad del servicio eléctrico y la necesidad de cambiar el régimen que gobierna al sector. Las propuestas gubernamentales diseñadas para modificar la manera en que se produce y distribuye la energía eléctrica pueden ser buenas o malas, adecuadas o inadecuadas, pero prácticamente nadie establece una relación entre éstas y el pésimo servicio que recibe en sus casas, oficinas o lugares de trabajo. El caso de la telefonía celular, cuyo servicio es pésimo por decir lo menos, ilustra el problema todavía con mayor claridad: ni siquiera la población de mayores recursos, aquélla que tiene acceso a ese instrumento de comunicación, está dispuesta a disputar la calidad del servicio (que se cobra como si funcionara de manera impecable las 24 horas del día). Ni a Telmex le causa la menor molestia vender un servicio para el que no tiene capacidad de atención, ni a la Compañía de Luz y Fuerza le parece inmutar la cada vez mayor frecuencia de sus apagones. Ambos casos ponen en evidencia la ausencia de ciudadanos dispuestos a pelear por lo que legítimamente es suyo. Por supuesto, es casi imposible comportarse como ciudadano en ausencia de los vehículos idóneos para ello, como sería un poder judicial efectivo o una instancia institucional de arbitraje. Pero sin cuidadanos, aun esas instancias serían irrelevantes.
Puesto en términos políticos, los costos del sistema priísta son mucho mayores a los que cualquiera pudiera imaginar. Aunque el comportamiento de los votantes ha sido ejemplar en un sinnúmero de ocasiones, lo que muestra que la civilidad política y la democracia están avanzando, la realidad es que todos los demás componentes de la democracia, comenzando por la ciudadanía misma, están sumamente rezagados. La ciudadanía es, a final de cuentas, el principio y fin de un sistema político democrático. Así como no es posible entender el funcionamiento de una fábrica sin máquinas, obreros y administradores, tampoco es posible comprender a la democracia sin ciudadanos. Los ciudadanos son la esencia de la democracia: son la razón de ser de una estructura política que, en concepto al menos, parte del principio de que la soberanía de una nación reside en la población y no en el gobierno o su séquito. En una sociedad democrática, los ciudadanos eligen a sus representantes y obligan a los gobernantes a que rindan cuentas por sus actos y por el uso de los recursos (y facultades) que tienen bajo su responsabilidad. De la misma manera, los ciudadanos son el objeto de la atención de los políticos, toda vez que de ellos depende su empleo. No así en México, donde los políticos tradicionalmente han atendido más a su jefe (el inmediato o, a final de cuentas, el presidente de la República), de quien depende su siguiente chamba. En este sentido, parte del cambio que tiene que ocurrir en el país sin duda depende de las instituciones que se desarrollen para darle cauce a la participación ciudadana, pero también depende, natural e inexorablemente, del valor civil de los propios ciudadanos.
Las reglas del juego que hoy existen no propician la participación ciudadana. Ninguno de los funcionarios públicos, desde los miembros del ejecutivo hasta el último diputado, se siente responsable de sus actos ante la ciudadanía. No existen mecanismos para que esos funcionarios informen de sus actos a la población, ni mucho menos canales para que los ciudadanos se quejen, reclamen y hagan efectivos sus derechos. El poder judicial ha mostrado una excepcional fortaleza y valentía en la figura de la Suprema Corte de Justicia, pero ese es un nivel al que prácticamente ningún ciudadano tiene acceso (en parte por el absurdo diseño que creó la reforma impulsada por el gobierno pasado y, en parte, por la corrupción e ineficacia del resto del poder judicial). La prensa ha pasado de ser un vehículo corrupto al servicio del poder a un poder casi autónomo que, con unas cuantas notables excepciones, sólo se encuentra marginalmente interesada en la ciudadanía o sus problemas. En una palabra, los intereses ciudadanos no existen en el diseño político e institucional vigente. Los legisladores deberían abocarse a este tema no sólo porque sin ciudadanos es imposible consolidar el sistema democrático por el que muchos de ellos propugnan, por lo menos en el discurso, sino también –y sobre todo- porque la única manera en que el viejo sistema priísta puede ser demolido en su integridad es desarrollando el único muro de contención que ningún partido puede derribar: una ciudadanía decidida y dispuesta a defender sus derechos e intereses por encima de cualquier otra cosa.
El desarrollo de los ciudadanos mexicanos, esa nueva especie que debería surgir, crecer y convertirse en el corazón de la política nacional, va a depender en mucho del diseño institucional que los legisladores y el nuevo gobierno decidan construir. De ellos dependerá la existencia de mecanismos de rendición de cuentas como la reelección de legisladores y la creación de mecanismos de acceso a la información gubernamental, con todo el detalle que una población informada debe tener. Pero la ciudadanía no se desarrollará en la medida en que los mexicanos no nos armemos de valor y comencemos a defender nuestros derechos, así sea el gobierno o una empresa privada quien los viole. Sin ciudadanos dispuestos a defender sus derechos no hay democracia ni hay gobierno. Sin ello tampoco puede haber excusas.
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