Al plantear la necesidad de “dejar de ser un país de caudillos para convertirnos en un país de instituciones” Plutarco Elías Calles esbozaba la problemática central del país. Desafortunadamente, visto en retrospectiva, la solución que encontró al construir al “sistema” político, y al partido como su figura central, no constituyó una solución duradera y ahora estamos pagando el costo.
Décadas de paz política y crecimiento económico no se pueden negar con una afirmación lapidaria como la del párrafo anterior. Pero, si analizamos el devenir del país a lo largo del periodo postrevolucionario, el resultado no es tan benigno como parecería a primera vista. No hay duda alguna que entre el final de los veinte y los sesenta, el resultado fue espectacular bajo cualquier rasero. Sin embargo, el desempeño tanto económico como político a partir de mediados de los sesenta ha sido patético. La economía ha crecido apenas poco más de 1% en promedio en términos per cápita en este periodo y las crisis que hemos presenciado –electorales, cambiarias, de legitimidad, guerrillas, asesinatos políticos, secuestros, narcos- revelan una realidad mucho menos benigna y promisoria.
El punto no es culpar o acusar, sino analizar los males que nos aquejan. El sistema que se construyó a partir de 1929 (y que, para todo fin práctico, sigue siendo el mismo) enfatizó la disciplina de las personas, misma que no logró con el desarrollo de instituciones fuertes y trascendentes, sino a través de una hegemonía cultural fundamentada en el mito revolucionario y, sobre todo, en el intercambio de lealtad y disciplina por beneficios en la forma de puestos y acceso a la corrupción. El sistema logró el control del país y de la población con medios igual benignos (como el crecimiento económico) que autoritarios, pero no logró, ni siquiera intentó, la construcción de un sistema institucionalizado de gobierno.
Si bien el sistema callista erradicó el caudillismo, al menos a nivel presidencial (y quienes intentaron restaurarlo acabaron crucificados), no logró que el país dejara de ser uno de personas en vez de instituciones. El sistema fue sumamente exitoso en crear una clase de operadores políticos competentes, responsables y capaces, expertos en resolver problemas, evitar crisis y salir, una y otra vez, del atolladero, pero no generó una capacidad de construir un país desarrollado. El contraste entre la endeble institucionalidad y la fortaleza de los individuos con habilidades políticas es notable, pero se trata de dos caras de una misma moneda.
Por supuesto, todos los países generan funcionarios y políticos competentes, pero lo excepcional en México es la poca institucionalidad que los caracteriza. El sistema generaba lealtades absolutas pero pasajeras y todas tenían su contraparte en la forma de beneficios personales: tan pronto acababa el sexenio desaparecía la lealtad. Como dicen respecto a la corona británica, “el rey ha muerto, viva el rey”. Pero el rey en México es la persona: el político individual que vive de puesto en puesto, sobreviviendo y tratando de hacerse rico y poderoso en el camino. Aquí no hay instituciones –ni lealtades- que sobrevivan el sexenio. La problemática ha persistido en la era posterior al PRI. Entidades como el IFE, Transparencia y otras similares fueron construidas sin el cuidado de proteger su institucionalidad y son en extremo vulnerables frente al embate de intereses políticos personales y partidistas.
Los costos de esta realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos y más cuando se contrastan con otras naciones que, poco a poco, han ido rompiendo con la condena del subdesarrollo. Lo podemos ver en todo: en la necedad de cambiar todas las políticas públicas -como los impuestos- cada rato; en un empresariado que, con unas cuantas excepciones, no tiene visión de largo plazo; en una infraestructura hecha para salir del paso (por ejemplo, Ciudad Juárez fue el lugar de mayor crecimiento económico y en el empleo entre 1980 y 2008 pero la inversión en infraestructura física ha sido ínfima); en la falta de atención al problema de producción petrolera; en una política educativa dedicada a satisfacer al sindicato y no a preparar al país, en particular a la niñez, para un mundo basado, cada vez más, en la capacidad creativa de las personas. Ejemplos sobran.
Tenemos poderes fácticos porque no existen instituciones con contrapesos efectivos que les obliguen a contribuir y apegarse a la ley, en lugar de expoliar. Las redes de intereses y privilegios –económicos y políticos- se afianzan y multiplican porque no existen mecanismos institucionales, pesos y contrapesos, que los limiten y obliguen a apegarse a la legalidad. Las reglas del juego “reales” no son las mismas que las leyes escritas y mientras exista una brecha entre ambas, la institucionalidad es imposible: todo depende de personas, con sus falibilidades, intereses y preferencias. El sistema político mexicano sigue siendo jerárquico, casi monárquico y nunca desarrolló contrapesos efectivos ni mecanismos institucionales que le confieran la flexibilidad necesaria para poder adaptarse y responder ante retos crecientes. En una palabra, los incentivos que provoca nuestra realidad permiten a los operadores políticos a chantajear y vulnerar a las instituciones. La pregunta es cómo rompemos el círculo vicioso para poder empezar a salir adelante.
El problema hoy no es, en esencia, distinto al que enfrentó Calles. El país depende de personas cuyos intereses y objetivos no son (ni pueden ser) los del país. Lo que requerimos es un marco institucional que permita que florezca la capacidad y habilidad de todos los individuos en todos los ámbitos de la vida: empresas, campo, política, profesiones y demás. Es decir, lo que requerimos es un arreglo entre todas las fuerzas y grupos políticos para que se definan los temas del poder y de los dineros, permitiendo con ello que el resto de la sociedad se pueda desarrollar. El tema no es de iniciativas de ley o políticas públicas que nadie respeta sino de la esencia del poder: cómo se va a legitimar e institucionalizar el sistema de gobierno para que pueda ser efectivo.
Arreglos de esta naturaleza surgen de tres tipos de circunstancias: un consenso que se traduce en pacto (como en España), una crisis que hace inevitable una respuesta (como en Alemania y Japón después de la guerra), o de un gran liderazgo que forja una transformación (como en Sudáfrica, Brasil o Singapur). No hay modelos perfectos, pero lo que es seguro es que el tren del pacto a la española nunca llegó a la estación mexicana. Tendrá que ser de alguna de las otras dos formas.
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