Palabras y silencio

Congreso

En un agrio intercambio entre un policía soviético y un intelectual que relata Elie Wiesel en su obra La Locura de Dios, el comisario le exige a su interlocutor que hable y tome una postura pública para criticar a sus correligionarios con el argumento de que “la palabra le fue dada al hombre para usarla y expresarse”. El intelectual no tardó ni un segundo en responder “y también el silencio estimado camarada, también el silencio”. Lo mismo es cierto en política.

Pocos políticos se asocian con el silencio. Mucho más común es la retórica, demagogia y verborrea. La política es una función y profesión dedicada al convencimiento y a la negociación y el habla es su instrumento de acción. Como en todo, lo que cuenta es el equilibrio: hay momentos en que lo que se requiere es un gran discurso, pero en otros lo valioso es el silencio. Quienes hablan demasiado o quienes callan cuando lo necesario es hablar acaban siendo irrelevantes.

Hay políticos que se desviven por hablar (y citarse a sí mismos) y creen que así maximizan su impacto. Otros son más parcos y cuidadosos. Unos opinan sobre unos cuantos temas, otros hablan de cualquiera. Algunos necesitan más del podio y del micrófono que del oxígeno y el alimento. En la vida pública, el momento, la circunstancia y la naturaleza del auditorio, todo en conjunto, establecen el contexto en el que se desenvuelve el político. No es lo mismo una arenga en el Zócalo que un velorio, una intervención común en el foro del congreso que un informe presidencial. Cada espacio exige su forma y contenido. Pero en cada uno de ellos se puede apreciar la diferencia de estilo y personalidad: los que hablan de más o de menos y los que hablan lo suficiente. Como en política hay muchos Narcisos, todos creen que son inmejorables. Pero la pregunta relevante es quiénes de ellos son más efectivos, cuáles logran un mayor impacto: quiénes son dignos de respeto.

Muchos creen que a las palabras se las lleva el viento y que por eso no tienen mayor valor. Pero en política la palabra es sublime porque entraña confianza y puentes o desconfianza y animadversión. Una palabra oportuna puede iluminar una vida y transformar a una nación; una palabra errada en un determinado momento es capaz de destruir años de construcción. La palabra implica compromiso y entraña responsabilidad. Quien abusa de ella pierde toda credibilidad. El éxito de los políticos que la historia recuerda reside precisamente en el valor de la palabra que empeñaron. Cicerón, Churchill y Roosevelt son tres casos ejemplares de estadistas que convirtieron a la palabra en el fundamento de su liderazgo y, en buena medida, en la razón de su éxito. Algunos de nuestros presidentes recientes son recordados menos por su discurso que por el abuso del mismo.

El caso de los ex presidentes es particularmente relevante. Felipe González, un presidente del gobierno español con excepcional habilidad retórica y que tuvo la capacidad de liderar una exitosa transición política, afirma que el día en que concluyó su mandato popular decidió hacer un voto de silencio para dejar en libertad a su sucesor, libertad para acertar pero también para errar. Ejemplifica su decisión con un cuento: que un jarrón chino colocado en un museo es una gran pieza para observar y apreciar, pero que el mismo jarrón colocado en la sala de una casa no es más que un gran estorbo. Un ex presidente que habla de más, concluye él, es como un gran jarrón chino a la mitad de la sala.

Palabra y silencio, características e instrumentos de la política, son lo que hace a los grandes próceres de la vida pública. Cuando era director del Banco de México, todo mundo esperaba ansioso el discurso de don Miguel Mancera porque no daba muchos y, cuando los daba, era contundente. Todo mundo los escuchaba. Cada palabra contaba, cada oración tenía un sentido y todo construía un mensaje que nadie en el mundo financiero podía darse el lujo de ignorar.

En sentido contrario, algunos de nuestros legisladores, gobernadores, alcaldes y presidentes (y ex) suponen que nadie se percata de la cantidad de promesas, observaciones y acusaciones, todas vanas, que hacen. El abuso de la palabra en algunos de ellos es ilimitado. Carentes de sustento en la vida real, sus afirmaciones –y excesos- acaban en el cadalso de la credibilidad. La impunidad en el uso de la palabra no honrada, cuando no de la mentira despiadada, explica en buena medida las estadísticas de aprecio de nuestros políticos. Quizá no sea mera coincidencia que muchos de los políticos que ascienden a la tribuna un día y otro también son los mismos que callan cuando deben hablar. Los silencios imperdonables son como la incontinencia en las loas: ambas sugieren complicidades inconfesas.

Aunque las encuestas junten a todos los políticos y muestren un desprecio casi generalizado, no son pocos los casos de dignidad que ilustra, de respeto bien ganado. Don Luis H. Álvarez ha hecho del silencio y de la prudencia virtudes que pesan mucho más que los discursos de presidentes beligerantes. El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas es parco en sus palabras y generoso en sus silencios. Su paso por la política mexicana desde que optó por romper con el PRI ha sido incomparablemente más rico e impactante que el de sus correligionarios verborréicos. Francisco Labastida pudo haber encabezado un gran plantón en el Zócalo y en Reforma pero optó por el silencio y la responsabilidad y hoy se ha convertido en uno de los políticos más respetados del país. Cuando él habla, el resto escucha. No muchos senadores pueden decir lo mismo.

Por supuesto que hay muchos más políticos dedicados a la demagogia que a hacer la chamba, pero los que destacan y los que se pueden sentir satisfechos son aquellos que saben hacer uso de la palabra y del silencio porque los entienden como compromiso y como medio, no como fin en sí mismo. Cuando describe a Chou Enlai, Kissinger dice que ejemplifica la característica esencial de un estadista. El uso de la palabra es sin duda uno de sus componentes medulares.

En la interacción entre la política y los medios, los políticos baratos “filtran” secretos, chismes y mentiras para desacreditar a sus enemigos. Los estadistas informan, explican e intentan convencer. Quizá una de las razones por las que carecemos de un periodismo de investigación de talla mundial a lo largo y ancho del espectro es precisamente porque tenemos muchos más demagogos que candidatos a estadistas.

La palabra y el silencio valen cuando se cuidan y cuando así ocurre adquieren un valor superior, una fortaleza moral que transforma sociedades y cambia al mundo. Ojalá algún día tengamos uno o una de esos.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.