Después del huracán viene la calma. El país lleva años experimentando una escalada de violencia que es intolerable para la población. El gobierno saliente respondió con responsabilidad y convicción pero no contó con una estrategia susceptible de llevar al país a buen puerto. La población lo apoyó por sentirse amenazada y vejada, pero no porque percibiera mejoría ahora o en un futuro razonable. Peor, en la medida en que las bandas de criminales se han ido fragmentando y multiplicando, el impacto sobre la ciudadanía ha sido cada vez peor, toda vez que muchos de los perdedores en las guerras entre narcos acaban moviéndose a mercados criminales, esos que van directamente contra la ciudadanía más vulnerable: la extorsión, el secuestro y la venta de protección.
Desde esta perspectiva, no tiene sentido alguno exigirle a la administración entrante que continúe con una estrategia que no arroja los resultados deseados. La noción de que un embate constante va a recrear un pasado idílico parece no más que una remembranza de cuando don Quijote recordaba los tiempos pasados, el esplendor de los caballeros luciendo en su máximo apogeo, reconfortando su espíritu con la memoria de las antiguas gestas y hazañas de los caballeros medievales. Lo valioso de la estrategia residió en el hecho mismo de confrontar un problema que no hacía sino mermar la vida de los ciudadanos y la viabilidad del Estado. Partiendo del aprendizaje, el futuro requerirá otras formas.
El planteamiento de la estrategia a la fecha ha sido claro: tomar control de las regiones que acabaron en manos del narco y debilitar a las bandas criminales. Aunque ambos propósitos han avanzado, los resultados no son encomiables: primero, por las consecuencias no anticipadas y, segundo, las pocas victorias que se han alcanzado no han sido sostenibles. Entre las consecuencias no anticipadas la más evidente tiene que ver con la fragmentación de las bandas criminales: cada que se mata a la cabeza de una banda se inicia una lucha interna por el poder que, en muchos casos, se traduce en una multiplicación de bandas. La estrategia tendría sentido en un país con autoridades municipales o estatales fuertes que, con la fragmentación, podrían combatirlas con éxito. En México, donde no ha habido gobierno local funcional desde la colonia, la fragmentación de las bandas ha elevado la violencia y eliminado la regla histórica de no afectar a la ciudadanía. En este sentido, el éxito inicial de algunas campañas se ha traducido en un infierno para la población.
En el camino se han afianzado tres mitos sobre los narcos, el crimen organizado y las estrategias potenciales para combatirlos. Primero está el mito de la prevención. Es evidente que, para prosperar, una sociedad requiere mecanismos que prevengan el delito y la criminalidad en general, así como estrategias orientadas a acelerar el desarrollo económico y social. Sin embargo, la prevención tiene sentido y viabilidad antes de que exista el fenómeno: no se puede prevenir lo que ya está ocurriendo. Lo urgente es construir la capacidad del Estado para hacer efectiva la seguridad de los ciudadanos y, una vez logrado eso, prevenir la criminalidad futura.
El segundo mito es el de la negociación. La idea es que, en lugar de combatir a un enemigo demasiado poderoso o que afecta a la población de manera sistemática (tanto narcotráfico como extorsión), el gobierno debería negociar un armisticio con los criminales y pacificar a la región específica. El planteamiento en abstracto suena razonable, sobre todo para políticos cuya función es, o debería ser, llegar a acuerdos, pactos y arreglos entre partes disímbolas. Sin embargo, una negociación con delincuentes tiene problemas evidentes: ¿con quién negociar? ¿a cambio de qué? ¿cómo se hace valer lo pactado? ¿cómo se sanciona el incumplimiento?
El tercer mito es el de la legalización. La idea de legalizar las drogas es elegante y por demás atractiva porque hace parecer que todo el problema de la violencia se puede evaporar con el plumazo de una decisión presidencial. No es casualidad que tantos ex presidentes nostálgicos así lo propongan. Al igual que con la idea de negociar, los problemas prácticos hacen absurdo el planteamiento: ¿cómo se distribuirían? ¿quién es responsable? ¿cómo se hacen cumplir las reglas? La clave reside en esta última interrogante.
Aunque con implicaciones absolutamente opuestas, planteamientos como el de negociar o legalizar son impracticables en el México de hoy. Para funcionar, cualquiera de las dos estrategias requeriría la presencia de un gobierno fuerte, capaz de establecer reglas y de hacerlas cumplir. Si aceptamos que el problema de hoy es la debilidad del Estado, entonces no hay manera de hacer cumplir acuerdos a los que se pudiera llegar en caso de negociar o el funcionamiento del mercado en el caso de la legalización. Desde esta perspectiva, las drogas en México son legales (en el sentido de que circulan sin ninguna dificultad) porque no hay autoridad alguna que las controle o regule.
Lo mismo sería cierto en el caso hipotético de que los estadounidenses legalizaran las drogas: lo único que cambiaría sería la capacidad financiera de los criminales (asunto no menor) pero en nada afectaría la criminalidad que azota a la población como el secuestro y la extorsión. Estos son problemas que reflejan inexistencia de Estado, policías mediocres e incapaces y un poder judicial enclenque y corrupto. La paradoja es que, para poder contemplar estrategias como la de legalizar o negociar habría que transformar al Estado mexicano. De lograrse eso, esas estrategias se tornarían irrelevantes por innecesarias. El asunto de fondo es la capacidad y autoridad del gobierno. Para eso es indispensable construir esas instituciones de manera deliberada y con mucha mayor celeridad.
La estrategia futura debe contemplar como objetivo fortalecer al Estado para que sea capaz de imponer las reglas del juego, es decir, pintar una raya. El negocio de las drogas, a diferencia de la criminalidad local, no desaparecería, pero enfrentaría a un gobierno capaz de imponer la ley (es decir, la fuerza) a la primera de cambios. En esto, la diferencia con el actual gobierno sería enorme porque el objetivo no sería erradicar al narco sino forzarlo a vivir en un entorno enteramente controlado por el Estado. Como ocurre en otras latitudes.
El verdadero reto del próximo sexenio reside en fortalecer al Estado sin intentar regresar al control centralizado, sino en el contexto de descentralización y de una incipiente democracia que caracterizan al país. Es, de hecho, la oportunidad de construir un país moderno y civilizado.
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