El mexicano no está satisfecho consigo mismo, pero tampoco quiere cambiar. Tiene una mala impresión de los estadounidenses (y peor de su gobierno) y está convencido que el comercio bilateral es benéfico para ambas partes. Apunta como responsable de nuestra pobreza al mal gobierno y la corrupción, pero cree que es más importante la democracia que un gobierno efectivo. Está en contra del muro, pero no está dispuesto a llevar a cabo ningún cambio significativo en esta materia. A la luz de estas apreciaciones, es evidente que nuestros políticos y gobernantes reflejan el sentir de la población y por eso está paralizado el país.
En la encuesta CIDAC-Zogby que se llevó a cabo en México y Estados Unidos de manera simultánea el mes pasado (www.cidac.org), los mexicanos se manifiestan divididos respecto al TLC norteamericano (el 21% cree que el tratado los ha beneficiado en tanto que el 47% se siente indiferente al respecto), pero creen, de manera abrumadora (80%), que los migrantes benefician a la economía estadounidense. Con la claridad de un migrante que decide irse al norte en vez de hacia el sur, el 55% cree que el país debe buscar un acercamiento con Estados Unidos, mientras que el 24% juzga que nuestra prioridad debe ser América Latina. Al mismo tiempo, una abrumadora mayoría se opone a crear un régimen que favorezca la inversión privada en energía y no está dispuesta a aceptar ningún programa de inversión como el Plan Marshall, que Estados Unidos instrumentó para ayudar a la reconstrucción europea después de la Segunda Guerra mundial, a cambio de que nosotros controlemos los flujos migratorios hacia su territorio.
De estos resultados, uno tiene que concluir que el mexicano está contento con su situación y no quiere llevar a cabo cambio alguno. En el frente político, hay dos preguntas que resultan sorprendentes y paradójicas: primero, por un lado, el 53% piensa que la libertad es un valor superior a la igualdad (45%) pero, por el otro, el 69% considera más importante a la comunidad que al individuo. Además, para el 62%, la democracia es más importante que un gobierno efectivo.
Lo anterior contrasta con la idea de que el país es pobre a causa del mal gobierno (36%) o de la corrupción (37%). La suma de estos dos conceptos (73%) sugeriría que el mexicano valora al buen gobierno por encima de la democracia. Sin embargo, quizá ello se deba a que para el mexicano promedio tener un buen gobierno es imposible y, por lo tanto, lo importante es limitar su capacidad de hacerle daño a través de la democracia. La encuesta no ofrece suficiente información para arribar a una conclusión al respecto, pero ciertamente permite suponer que el mexicano es mucho más consciente de su realidad de lo que los políticos le conceden.
Quizá el mensaje más importante que se deriva de la encuesta es que el mexicano acepta su pobreza con dignidad: prefiere lo que tiene a un cambio en el statu quo. En esto, la encuesta ofrece un panorama sombrío: cualquiera que sea la causa de su desasosiego, el mexicano no está dispuesto a cambiar nada para mejorar su situación. Uno podría especular sobre las razones por las que ha llegado a esa conclusión (las crisis y fracasos de las décadas pasadas probablemente figuren de manera prominente en esa especulación), pero el hecho es que su percepción es así: pobre pero digno. Al mismo tiempo, es imposible no vincular el contenido de esta encuesta con la contienda por la presidencia: el hecho de que el candidato más identificado con un fuerte liderazgo vaya a la cabeza en las preferencias electorales sugiere que, aunque el mexicano prefiere un gobierno ineficaz a uno abusivo, sigue amarrado a nuestra atávica propensión (que se remite a los aztecas, el tlatoani y Quetzalcóatl) de esperar la llegada de un salvador milagroso que resuelva sus problemas sin el menor esfuerzo.
La forma en que el mexicano se percibe frente a los estadounidenses contrasta con la manera en como ellos nos ven a nosotros. Nuestros vecinos del norte tienen una imagen nada afortunada del gobierno mexicano, pero similar a la nuestra. Al igual que los mexicanos, los estadounidenses no sienten que el TLC los haya beneficiado, pero creen que el comercio bilateral favorece a las dos partes. También, en proporción muy similar a la nuestra, los norteamericanos rechazan el muro en la frontera aunque creen que debe haber un régimen mucho más estricto que regule el ingreso de los migrantes. De manera idéntica a como nosotros nos percibimos, aunque en una proporción un poco menor, consideran que los mexicanos son muy trabajadores y tan respetuosos de las leyes como ellos lo son. En el terreno ético y de valores, las semejanzas son pasmosas: ambos privilegian la libertad sobre la igualdad, aceptan que hay discriminación contra los mexicanos y ven con simpatía los matrimonios entre mexicanos y estadounidenses.
Donde las opiniones chocan es en temas menos bilaterales y más domésticos. Los estadounidenses están convencidos (70%) que su éxito en términos económicos se debe a la libertad de que gozan; en cambio, los mexicanos piensan que sus vecinos son ricos porque explotan a los demás países (62%). Mientras que para el 67% de los estadounidenses México es un país occidental “como España, Canadá y Estados Unidos”, sólo el 26% de los mexicanos se percibe de esa manera. Esa diferencia de percepción quizá explique nuestras pequeñas grandes diferencias en foros como el de las Naciones Unidas e invita a concluir que los mexicanos y estadounidenses nos entendemos perfectamente como personas pero diferimos radicalmente en nuestras posturas como países. Aquí reside una lección importante para el futuro de la relación bilateral: integremos la economía (que es, a final de cuentas, la actividad más fundamental de las personas), pero mantengamos muy claras las líneas de demarcación en materia política, donde las diferencias son abismales.
La encuesta es muy clara en términos de la relación bilateral al definir dónde coincidimos y dónde no. Pero donde es reveladora es en las diferencias de flexibilidad y disposición de cada una de las partes a actuar y resolver sus problemas. Los mexicanos pueden no estar felices con su realidad objetiva, pero se muestran poco dispuestos a hacer algo por mejorarla. Esto nada tiene que ver con la relación bilateral, pero nos dice mucho de nuestra propia realidad política interna. Capaz que, a final de cuentas, es válido aquel dicho de que cada quien tiene el gobierno que se merece.
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