Pobreza y desigualdad

“Resolver la pobreza sin que importe la desigualdad de oportunidades, dice Gonzalo Hernández Licona de Coneval, podría implicar que los participantes relevantes [en la sociedad] seamos los mismos de siempre”. Efectivamente: es imposible negar el hecho de la desigualdad. Pero la pregunta pertinente es ¿qué hacemos mientras se resuelve el problema de la desigualdad, presumiblemente más complejo que el de la pobreza? La respuesta es todo menos obvia y requiere más que insultos y frases gastadas para entender y mitigar los problemas de fondo.

Hace algunas semanas escribí proponiendo que el problema es la pobreza porque ésta es lacerante, impide la movilidad social y, sobre todo, podría atacarse con relativa celeridad. Me permito explicar mi perspectiva sobre la dinámica entre pobreza y desigualdad.

Ante todo, la desigualdad es parte inherente a la humanidad, pero existen dos fuentes claramente diferenciadas: una, la desigualdad que genera la creatividad humana y que es fuente de crecimiento de la economía. El desarrollo tecnológico de las últimas décadas ilustra esto a la perfección: unas cuantas empresas tecnológicas han revolucionado al mundo, además de creado una casta de ricos nunca antes imaginable. Lo mismo ocurre con grandes artistas, deportistas y actores: la creatividad humana. Por supuesto, esa creatividad sólo fue posible porque estuvieron satisfechas las necesidades básicas de esas personas desde el inicio de su vida. Esta fuente de desigualdad debe ser aplaudida porque es producto de la competencia abierta, la creatividad y la innovación. Quienes pretenden combatir (o regular o aniquilar con impuestos excesivos) esta fuente de desigualdad estarían matando la gallina que pone los huevos de oro.

La otra fuente de desigualdad, a la que se refiere Hernández Licona, es la más difícil de resolver, pero es la que, acertadamente, genera mayor polémica: la desigualdad producto de monopolios, prácticas sociales, corrupción, subsidios, concesiones y, sobre todo, ausencia de competencia. Esta fuente de desigualdad es resultado de decisiones políticas y burocráticas históricas que sesgan el ingreso, protegen a favoritos, preservan cotos de caza y, sobre todo, impiden el acceso del ciudadano de a pie a la movilidad social. Esta fuente de desigualdad es la que ha marcado al país desde la colonia, creando una nación de pobres, polarizada en sus clases sociales y con un acentuado racismo, así como una total ausencia de oportunidades para la inmensa mayoría de la población.

El verdadero problema es cómo enfrentar este desafío. Lo fácil es proponer medidas regulatorias y aumentos de impuestos a los mayores ingresos (que siempre encuentran vericuetos fiscales) para luego distribuirlos entre los pobres. Parece obvio, pero no deja de ser irónico que se proponga que los mismos políticos y burócratas que crearon el problema -y que lo preservan- sean quienes ahora lo vayan a resolver. Es decir, solo para ejemplificar, se propondría que nuestros diligentes gobernadores, esos que dispendian recursos, roban el dinero del erario sin consecuencia alguna y dejan deudas multimillonarias al final de sus mandatos, ahora se dediquen a redistribuir el ingreso a favor de los pobres.

Para realmente transformar al país, generar condiciones para un crecimiento económico acelerado y eliminar la segunda fuente de desigualdad, se requiere un cambio integral del régimen socio-político que nos caracteriza. Lamentablemente, muchos políticos y candidatos -y sus asesores- prometen erradicar la desigualdad en un santiamén cuando su único propósito es lograr el poder.

Si uno acepta que la desigualdad es producto de una serie de sesgos que la causan y preservan, la única forma de acabar con ella es eliminando esos sesgos y ese es un asunto político: implica modificar las estructuras sociales, políticas y económicas que sostienen un sistema que desvía los beneficios a favor de una parte de la sociedad y discriminan contra el resto.

Desde mi perspectiva, sólo un sistema liberal de gobierno podría lograr esto. Un sistema liberal parte del principio de que todo mundo debe tener el mismo acceso a las oportunidades: las leyes están diseñadas para que todos tengamos los mismos derechos; un sistema de justicia que efectivamente crea condiciones para que todos los mexicanos, comenzando por los más modestos, tengan acceso a la justicia en condiciones equitativas; y la función del gobierno es la de, por un lado, asegurar que todo mundo tenga igual posibilidad de acceso (aquí entra el combate a la pobreza, orientado a eliminar barreras a la igualdad de oportunidades) y, por el otro, a establecer un conjunto de reglas del juego que todo mundo conoce de antemano y que el gobierno hace cumplir.

En suma, enfrentar la desigualdad no es asunto de regulaciones o impuestos sino de un régimen sociopolítico distinto. Como veo poco probable un cambio en esa dirección, me parece que el combate a la pobreza, orientado hacia la igualación de oportunidades de acceso (sobre todo educación y salud), es la única forma en que podríamos proceder, al menos por ahora. Más allá de acciones en este frente, sólo el crecimiento económico acelerado puede permitir reducir la pobreza de manera significativa y eso requiere un cambio de enfoque en la política económica.

Lo que no se debe hacer es confundir causas con resultados y pretender que asuntos de esta trascendencia son meramente técnicos y no sujetos a explotación electorera o preferencias ideológicas.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.