La disputa por el poder que vive la política mexicana no es novedosa. De hecho, nuestra historia política es la historia de la lucha por el poder a costa de lo que sea sin importar los medios. Durante buena parte de los primeros cien años como nación independiente, México fue el escenario de una lucha cruda, directa y abierta. Si a finales del siglo XIX y a lo largo de la era priísta la situación fue de relativa calma, se explica por la institucionalización del poder y el establecimiento de reglas para el acceso al poder. La reciente contienda reabrió la caja de Pandora y estamos de vuelta en el comienzo. Pero el devenir dependerá mucho más del gobierno de Felipe Calderón que del escándalo en la calle.
El lanzamiento de la Convención Nacional Democrática (CND) es un modelo creativo de búsqueda del poder. En lugar de proponer un golpe de Estado o una revuelta a la usanza del siglo XIX, lo que plantea es el desconocimiento del gobierno, la postulación de un presidente “legítimo” y el inicio de una serie de actos de campaña en todo el país. Es decir, el objetivo de lograr el poder por un medio distinto al electoral se arropa con una vestimenta que suena a civilizada y, por el hecho de no ser violenta, pretende no ser objetada por nadie. Pero en el fondo, es evidente que se trata de una sublevación no violenta contra el poder legítimamente constituido. De hecho, es posible especular que si las encuestas para la contienda presidencial hubieran sido menos favorables a AMLO, quizá se hubiera dado la ruptura desde tiempo antes de las elecciones.
Ahora el país se encuentra frente a hechos consumados que deben ser resueltos. Tenemos un presidente electo y un presidente autonombrado. Si bien uno goza del reconocimiento general de la abrumadora mayoría de la población y el otro no, la historia y la poca legitimidad de que gozan las instituciones sugiere que el devenir de este conflicto dependerá de la habilidad que cada uno demuestre para construir su propia legitimidad y de la forma en que conduzcan su propio actuar personal. De entrada, uno podría suponer que quien controla el aparato del gobierno tiene ventaja en este tipo de disputas, pero en una era de extraordinaria fragilidad institucional y con fuentes de poder tan dispersas, la historia no está escrita. Si a lo anterior se agrega el tamaño del desafío que enfrenta el país para ajustarse a la cambiante realidad económica internacional, resulta evidente que se avecinan años complejos.
El fin de la era priísta no llegó cuando el partido perdió la presidencia. El primer gobierno no priísta de la era moderna mantuvo intacto todo el andamiaje institucional y conservó incólumes las estructuras del poder de aquel régimen. Todo esto favoreció el deterioro sistemático de la vida política nacional, impidió que se avanzara una agenda de reforma económica y erosionó el potencial para construir una democracia moderna. El presidente Calderón tendrá así que responder a dos retos monumentales: primero, el de consolidarse en la presidencia, lo que implica darle una salida al movimiento que AMLO ha emprendido. De no hacerlo, su permanencia en el poder estará en entredicho. Segundo, el de impulsar la agenda de transformación tanto económica como política que el gobierno saliente fue incapaz de concebir, mucho menos de postular.
Bien encaminada, la percepción de crisis puede generar un sentido de urgencia que, a su vez, se traduzca en oportunidad. Aunque la política mexicana no es muy democrática ni plenamente institucional, un movimiento antisistémico como el propuesto por la CND constituye una amenaza para todos los partidos políticos y, en general, para toda la sociedad. Ciertamente, las estructuras de poder en el país son responsables de lo que existe, igual lo bueno y lo malo, y la única posibilidad de desarticular un movimiento antisistémico es mediante una hábil conjunción de dos estrategias: una orientada a cambiar la realidad y la otra a marginar el movimiento, aislarlo y darle una salida final.
Cambiar la realidad implica, por el lado económico, eliminar obstáculos al crecimiento y generar mecanismos para atacar directamente las causas de la pobreza. Por el lado político entrañaría la reconstrucción del andamiaje institucional a fin de que éste represente mejor a la ciudadanía, establezca pesos y contrapesos efectivos, limite la capacidad de daño de la política y los políticos a la sociedad y enfrente el problema de la criminalidad y el narco de manera directa. Un gobierno que logre avanzar de manera decidida en estos frentes habrá eliminado las causas de apoyo popular al movimiento que comenzó su búsqueda del poder por medios electorales y ahora constituye un movimiento que desafía las instituciones.
Pero el movimiento que comienza a cobrar forma ya tiene una lógica propia, independiente de las fuentes de apoyo popular que cultivó a lo largo de la campaña electoral. De hecho, uno de los cambios más perceptibles que se dieron en paralelo con el plantón de Reforma y el Zócalo fue que AMLO decidió dar la espalda al apoyo popular para volcarse hacia los grupos de choque que ahora le acompañan y le son más apropiados para una estrategia de lucha en las calles fuera de los marcos institucionales. Desde esta perspectiva, marginar el movimiento que formalmente inició la semana pasada implicará una sagaz combinación de habilidad política, cooptación de liderazgos y apoyos, así como del uso de todos los recursos al alcance del gobierno. El objetivo no puede y no debe ser reprimir, pero sí aislar el movimiento y darle una salida. La alternativa sería poner en peligro la estabilidad del país y la viabilidad de la sociedad mexicana.
Lo anterior no es excesivo. La idea de crear un movimiento democrático suena romántico y motivador, pero no deja de ser atentatorio contra todos los logros que la sociedad mexicana ha tenido a lo largo del tiempo. Sin duda, ninguno de esos logros es suficiente, toda vez que la economía se encuentra estancada, la pobreza sigue aquejando a grandes proporciones de la población y las estructuras económicas, políticas y sindicales que existen no hacen sino preservar el statu quo. Pero, al mismo tiempo, la alternativa no es regresar al siglo XIX, una centuria de inestabilidad donde el progreso fue magro y la pobreza generalizada.
En política todos los momentos parecen decisivos, pero pocos realmente lo son. El momento actual podría ser el comienzo de una gran transformación nacional, pero también el de otra oportunidad perdida. A final de cuentas, el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
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