Las Transformaciones no ocurren por casualidad. Detrás de cada país que ha logrado pasar al desarrollo o, al menos, romper las amarras del subdesarrollo, hay siempre una mezcla de conducción, estrategia y liderazgo. Sin esa combinación, la España post-Franco nunca hubiera podido convertirse en una nación desarrollada.
México lleva décadas experimentando cambios y, aunque hay avances notables, lo evidente es que no se ha logrado una transformación integral. ¿Podrá Enrique Peña Nieto cambiar la tendencia?
Lo paradójico del México de hoy es el apego al pasado y el rechazo a comprender las fuerzas que mueven al mundo. Paradójico porque, a pesar de que los instintos de la mayoría de nuestros políticos —de todos los partidos— están fuertemente atados al espejo retrovisor, muchas de sus decisiones empatan con la realidad de un mundo cambiante.
El cambio físico del país es enorme, pero también lo es su marco institucional y la competitividad de su economía exportadora. Por supuesto que falta mucho que hacer, pero para ello es necesario entender las dos transiciones que ha experimentado el país, cada una de ellas siguiendo su propia dinámica, incongruencia que yace en el corazón del pobre desempeño de la economía y de la conflictividad política.
La transición económica se inició en los ochenta con un proyecto transformador pero acabó siendo más como un intento de supervivencia política que una estrategia de desarrollo. La transición económica permitió pasar de una economía cerrada a una abierta. Gran proyecto pero nacido trunco, y de ahí el resultado. La economía comenzó a crecer, hasta que se estancó.
La transición política siguió una lógica reactiva: nunca hubo un proyecto. En lugar de postular un esquema transformador, así fuese modesto, la transición fue producto de un conjunto de cambios parciales que respondían a situaciones críticas o presiones incontenibles, particularmente en el ámbito electoral, que permitieron darle oxígeno al sistema político y, en última instancia, hicieron posible la derrota del PRI en 2000.
Así, pasamos de un sistema semiautoritario de partido único a una democracia en ciernes, y de una red de controles centralizados a un sistema político fragmentado. Aunque se construyeron instituciones perdurables —particularmente las electorales y la SCJN— la transición nunca sumó a las fuerzas políticas en un objetivo común, lo que impidió la construcción de un consenso respecto al resultado. Las crisis postelectorales recientes no han sido producto de la casualidad.
El punto nodal es que no ha habido una visión de conjunto. Los cambios que se han llevado a cabo han sido importantes pero parciales, arrojando un producto mediocre. A pesar de ello, en los últimos años se han construido un conjunto de “activos” que, bien explotados, podrían conducir a una transformación del país: diversidad política, infraestructura, TLC como garantía a la inversión, la clase media y algunas instituciones clave. No es menor lo que se ha logrado, pero tampoco ha habido la destreza política para convertir estos avances en un proceso transformador.
El gran déficit que padece el país yace fundamentalmente en el lado gubernamental. Tenemos una industria exportadora que compite exitosamente con los mejores del mundo, pero tenemos un sistema de gobierno que no podría competir ni con el más pobre de los países africanos. El sistema regulatorio es medieval y el Poder Judicial no ha cambiado prácticamente desde la era colonial. Aunque por supuesto hay muchas excepciones, el país adolece de un gobierno moderno y funcional.
En este contexto —de claroscuros pero con enormes oportunidades llega Enrique Peña a la Presidencia. Su reto será sacar al país de su marasmo, pero cuenta con un entorno extraordinaria1nte favorable para lograrlo.
Además, enfrenta poderosos enemigos para cualquier cambio, particularmente dentro de su partido, pero también en los demás. Su reto consistirá en elaborar un proyecto que trascienda la noción de un gobierno eficaz, que no da para mucho. Su riesgo será la tentación de centralizar el poder. Pero su verdadera oportunidad, y la única que le permitiría comenzar una transformación real, sería la de institucionalizar el poder. Paradójico que sea un priísta el que tenga esa oportunidad.
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