La población le tiene miedo. Los políticos temen recurrir a ella. Las razones, en cada caso, son distintas, pero existe un consenso casi generalizado (porque hay excepciones) sobre los cuerpos policíacos del país: inadecuados, mal entrenados, poco disciplinados, nada profesionales y expertos en el mal uso de la fuerza. En lugar de cumplir con el objetivo de mantener el orden, velar por la seguridad de la ciudadanía y ser una fuente de confianza, las policías son vistas con resquemor, preocupación y miedo. Todo eso es cierto y, sin embargo, la semana pasada la Policía Federal Preventiva nos mostró que un cuerpo policíaco puede ser todo lo contrario: profesional, disciplinado y preciso en sus objetivos.
La mala fama de las policías –todas, pero sobre todo las estatales y municipales- no es producto de la imaginación. La palabra que describe con mayor precisión su forma de actuar es abusiva. El abuso no es nuevo, pero sí lacerante y cada vez menos productivo para sus tradicionales beneficiarios. Más importante, en la era posterior a los gobiernos autoritarios y centralizados, la ausencia de un sistema policíaco moderno y efectivo constituye un fardo para el desarrollo económico, la convivencia social y la democracia. La ausencia de policías respetables y respetadas es uno de nuestros mayores déficits políticos y sociales.
El problema de la modernización de las policías no es de orden técnico, sino de concepción, de origen. Como un cuerpo policiaco nuevo, la PFP fue concebida dentro de los parámetros de una sociedad en proceso de democratización. En contraste, las policías tradicionales –estatales y municipales– no nacieron para velar por la seguridad de la población ni para ser un brazo de acción en manos de un gobierno democrático, responsable y dedicado a la ciudadanía, sino para constituirse como instrumentos de control y sometimiento de la población a los intereses del mandamás del momento. Engarzados dentro de una estructura autoritaria, lo último que le importaba al gobernante era la percepción que de las policías tenía la ciudadanía. Su objetivo no era caerle bien a la gente sino llevar a cabo su encomienda principal: el control político.
A pesar de la distorsión con que nacieron las policías que hoy tenemos, por muchos años no sólo fueron efectivas en mantener el control político como parte de una cadena de mecanismos e instituciones, sino que también desarrollaron capacidades para controlar e investigar el crimen. Centrados en la estabilidad política, los gobiernos de la era priísta tenían plena conciencia sobre la necesidad de desarrollar habilidades para contener la delincuencia y la criminalidad. Así, nunca se desarrolló una policía moderna y atenta a las necesidades de la ciudadanía, pero sí se crearon fuerzas policíacas efectivas para el combate a la criminalidad. En realidad, las policías, controladas desde arriba como el resto de la sociedad, desarrollaron capacidades de investigación (vale la pena recordar la excepcional novela El Complot Mongol, de Rafael Bernal, para entender toda una época de la vida político-policíaca de México) y de administración de la criminalidad, pero no de profesionalismo, transparencia o respeto a la ciudadanía.
Con el fin de la era de los controles verticales, la naturaleza de nuestras policías se ha vuelto en contra tanto de los gobiernos como de la población. Tan pronto desaparecieron los controles sobre estos destacamentos, comenzaron a actuar sin institucionalidad, formación ni disciplina. No pasó mucho tiempo para que los propios policías se convirtieran en fuente y causa fundamental de la criminalidad, pero también de vejación contra la gente. La población les tiene miedo porque, en uso de su autoridad y armamento, tienden a detener personas inocentes, golpear a quien se para en su camino y abusar de mujeres, con frecuencia en grupo. Del control absoluto pasamos al libertinaje y, por lo tanto, al miedo y a la total ausencia de respeto por los cuerpos que, en teoría, deberían estar al servicio de la población. Lo peor es que no sólo dejaron de ser útiles para el control político, sino también para el combate a la criminalidad.
Algo no muy distinto ocurrió con el gobierno. Necesitado de hacer valer la ley y el orden, el gobierno se enfrenta con la ausencia de cuerpos policíacos confiables para cumplir con su obligación legal. Temeroso de los abusos que éstos pudiesen cometer, el gobierno de Fox optó por la línea de menor resistencia, sembrando con ello las semillas de toda la disidencia violenta que ha enfrentado. Al no hacer valer el orden, el gobierno alentó a los extorsionadores profesionales. Ciertamente, es encomiable que el gobierno evite manchar sus manos con sangre, pero lo que pudimos ver en estos días sugiere que no sólo es posible crear una policía profesional, sino que ya existe, al menos en ciernes, la policía que el país requiere.
La evidencia de los últimos años demuestra que el sistema policíaco estatal y municipal es disfuncional e incompatible con una sociedad moderna. Pero lo paradójico es que nada se haya hecho a pesar de las infinitas muestras de incompatibilidad entre lo necesario y lo existente. El contraste entre la disciplina y organización que desplegó la PFP en Oaxaca con experiencias previas y con la práctica cotidiana en Nuevo Laredo y la ciudad de México, por citar dos ejemplos obvios, es impactante. En contraste con Atenco y Lázaro Cárdenas, donde lo evidente fue la indisciplina, la falta de estrategia, los objetivos cruzados y la ausencia de control, en Oaxaca quizá se pueda otear un futuro menos gravoso y temible.
En el país ha habido varios experimentos orientados a transformar los cuerpos policíacos. Algunos han logrado avances importantes (como muestra Querétaro y Nuevo León), pero la mayoría han sido insuficientes. Algunas entidades, notablemente el Distrito Federal, han ignorado la necesidad de transformar la concepción histórica de las policías, lo que explica las continuas vejaciones asociadas con éstas, además de la persistencia de la criminalidad y desconfianza. A diferencia de entidades como Querétaro, donde el gobierno llevó a cabo un cambio radical en los incentivos hacia las policías (premiando la disminución del crimen), en el Distrito Federal los incentivos premian el número de detenidos, así sean totalmente arbitrarios.
Un país moderno requiere de policías profesionales. A juzgar por ellas, México es un país no sólo primitivo sino subdesarrollado. Pero la experiencia de esta semana sugiere que el futuro podría ser muy distinto.
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