En el mundo de hoy, afirmó alguna vez Henry Kissinger, la economía es cada vez más global y los negocios internacionales y las finanzas no tienen localización geográfica, pero la política es cada vez más local. Esta es la contradictoria realidad con la que todos los países, gobiernos y políticos tienen que lidiar, no siempre de manera exitosa.
México no es una excepción a la regla. Nuestra dinámica política es cada vez más localista, estrecha y provinciana. Cualquier detalle o noticia, por trivial que sea, adquiere dimensiones cósmicas, causando una crisis incontenible cada par de días. Por su parte, la economía no sólo no acaba de consolidarse, sino que evidencia una fractura cada vez más patente y grave entre las empresas que ya encontraron su camino en la economía globalizada y aquellas que pretenden abstraerse de esa realidad.
En el camino, millones de mexicanos padecen las consecuencias del choque de estas dos placas tectónicas: la de los políticos, siempre dispuestos a utilizar a las víctimas de nuestro mal enfocado desarrollo para su beneficio de corto plazo, y la de la economía mundial, cuya dinámica tiene vida propia y es inmisericorde. Lo peor de todo es que la mezquindad de los políticos, magnificada por un innecesario conflicto post electoral, ha convertido a la población más afectada por estos procesos, y menos capaz de beneficiarse (o, incluso, de defenderse) de los mismos, en meros peones de un juego de ajedrez perverso e incapaz de llevar al país a buen puerto.
Con todo, no deja de ser irónica la tensión político-económica que nos caracteriza. Si bien hay un amplio número de empresas plenamente integrado a la dinámica de un país moderno, así como a los circuitos económicos, tecnológicos y financieros que caracterizan al entorno económico, hay muchísimas más que no sólo están lejos de integrarse, sino que ignoran casi por completo la dinámica de la economía global, sus orígenes y características y, por lo tanto, la naturaleza del desafío. Al mismo tiempo, es paradójico que la vida productiva de tantos mexicanos se mantenga al margen de esa dinámica global, sobre todo porque, en la práctica, buena parte de la población, toda aquella vinculada a la migración hacia EUA, de hecho ha comprendido y actuado de acuerdo a los patrones de globalización que sobrecogen al mundo de hoy.
Pero nada de eso disminuye el choque entre estas dos dinámicas, la política y la económica. Mucho más importante, ese choque ha adquirido vida propia, haciendo cada vez más difícil su confluencia. Quizá no haya mayor desafío para la vida pública mexicana que este proceso contradictorio y, de hecho, antagónico, pues es el que condena al país a la búsqueda de soluciones fáciles, generalmente en el pasado, independientemente de que ninguna de éstas pueda resolver nada.
Hay dos maneras de observar e intentar caracterizar la perversa dinámica en que nos encontramos. Una manera es asomarse desde adentro, desde el corazón de la vorágine de las disputas políticas, e intentar dilucidar las corrientes, retos e implicaciones de todas ellas para el futuro del país. La otra es verlo desde afuera, localizar a México en el contexto internacional y compararlo con la manera en que otras naciones han reaccionado ante el mismo escenario.
La primera forma de enfocar el problema lleva a perderse en el marasmo retórico y demagógico en que se ha convertido la política nacional y, por lo tanto, a abandonar toda pretensión de encontrarle salidas al país. Para quienes se encuentran en esa tesitura, todas las soluciones son políticas, todos los retos están sujetos a la voluntad personal, la economía depende y se subordina a la política y mientras más libertad de acción exista para el actor político —el funcionario, el gobernador, el coyote o el presidente, da igual— mejor.
La segunda forma de enfocar el problema quizá tampoco permita una solución adecuada, pero por lo menos nos permite entenderlo de manera cabal. Para quienes lo observan desde afuera, la problemática adquiere un sentido de realidad contundente: la economía tiene su dinámica propia y le impone límites a la política, la política es un medio para hacer posible el desarrollo, pero no un objetivo, y las soluciones se tienen que encontrar en un esquema de equilibrios institucionales que garanticen certidumbre y transparencia, a la vez que acotan al gobernante.
Para los actores inmersos en la dinámica política, que no tienen interés o capacidad de otear al resto del mundo, es imposible darse cuenta de lo que ocurre en otras latitudes y, sobre todo, de las causas que condujeron a tal situación histórica. Para ellos lo único importante es el poder y no el desarrollo, es decir, lo que hemos tenido, con muy pequeñas y cortas excepciones, a lo largo de ocho décadas. Como consecuencia de esa manera de ver y entender al mundo es que los países acaban ensimismados y condenados a la pobreza. Ahí está Venezuela y Argentina como ejemplos plausibles.
En sentido contrario, para quienes hacen el esfuerzo por contextualizar nuestros dilemas, las conclusiones son totalmente diferentes: empiezan a entender que España, Chile, así como muchas otras naciones ejemplares, han dado grandes pasos adelante porque han creado y fortalecido sus instituciones (económicas y políticas) y han abrazado una estrategia de apertura integral, privilegiado al individuo como centro de su atención. Asimismo han promovido el desarrollo empresarial y colocado el énfasis en la educación como el corazón del capital humano, sin el cual el desarrollo es imposible.
La reciente contienda electoral evidenció qué tan lejos se encuentra el país de poder hacer suya una estrategia de desarrollo compatible con el mundo de hoy. El mejor ejemplo es el del candidato perdedor que no pierde oportunidad de atentar contra lo más delicado en el país: sus frágiles instituciones. El país requiere no sólo de instituciones fuertes, sino también de contrapesos al poder que garanticen, por el hecho de ser contrapesos, certidumbre y legitimidad. Evidentemente, también requiere a toda la población en una economía que crece con celeridad.
El fondo de esta situación es muy simple: de la misma forma en que un campesino emigra en busca de mejores oportunidades, los empresarios e inversionistas, es decir, los empleadores, pueden optar por otras latitudes y no hay nada que el gobierno pueda hacer por impedirlo, excepto crear condiciones propicias para que aquí inviertan y prosperen. En ello reside la nueva realidad política del mundo.
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