Suena simple: me eliges y yo resuelvo todos los males: en palabras de Trump, “yo solito lo puedo resolver.” El llamado populista es seductor por la sencilla razón de que tergiversa el elemento intuitivo clave de la democracia que consiste en que “la gente” puede gobernarse a sí misma. El populista vende la noción, claramente ilusoria, de que él o ella representa a la gente y, de hecho, la personifica. Es por ello que Jan-Werner Müller, autor de Qué es el populismo, afirma que “el populismo es una sombra permanente sobre la democracia representativa.”
El populismo se ha vuelto una etiqueta de fácil arraigo pero de difícil definición. En los últimos meses, diversos partidos europeos y al menos dos candidatos estadounidenses, cayeron bajo esa definición. Unos son de derecha, otros de izquierda, pero todos comparten una serie de elementos comunes. John Judis, en La explosión populista, afirma que el populismo de derecha (utilizando a Trump como ejemplo) propone que las clases medias están siendo comprimidas por “otros,” que igual pueden ser “los ricos”, extranjeros, burócratas: o sea, “los malos.” Por su parte, el populismo de izquierda, donde Judis emplea a Sanders como el prototipo, promete defender a las masas de las élites plutocráticas. Ambos viven de lo mismo: los buenos contra los malos, donde solo una persona puede resolver el problema porque se identifica con la población y es parte integral de ella, el único auténtico representante del pueblo.
El populista se enfoca en problemas reales para convertirlos en un llamado a la acción: lo que importa no es si tiene mejores ideas o herramientas para resolver las dificultades, sino crear una sensación de impotencia porque es la ausencia de esperanza o de percepción de mejoría lo que se constituye en el principal caldo de cultivo del populismo. También es la razón por la cual es tan preocupante que el presidente emplee términos como el del “mal humor social,” porque, viniendo de una persona en posición de autoridad, ese tipo de caracterizaciones tienden a validarse y convertirse en mantra. Entre los estudiosos de las elecciones estadounidenses hay un virtual consenso de que Carter perdió su posibilidad de reelección cuando afirmó que los americanos sufrían una “crisis de confianza.” Ese discurso, conocido como del “malestar,” cambió las expectativas de la población y creó un espacio para la derrota del entonces presidente.
El populismo no es un tema de política pública -de impuestos, empleos o comercio-, ni tampoco es una ideología; más bien, se trata de una lógica política que gana posibilidades cuando se exacerban los ánimos, se eleva el tono de la discusión política y se acentúa el descontento con el statu quo. La genialidad de los populistas radica en su capacidad para convertir preocupaciones de la población que contienen algún elemento de verdad (como fue la inmigración en Brexit) para convertirlas en plataformas electorales sostenibles. En el fondo, sin embargo, el factor que energiza a los populistas no es la economía sino la impotencia que se manifiesta en sed de justicia. ¿Por qué se mete a la cárcel a un pobre diablo y no al gobernador corrupto? ¿Por qué se mantiene como diputado o senador a un conocido hampón mientras que la economía sigue sin beneficiar a la mayoría? ¿por qué ningún banquero fue a la cárcel por Fobaproa?
El populismo, dice Müller, se sostiene en tres patas: la negación de la complejidad, el anti-pluralismo y la tergiversación del sistema de representación. Para el populista las soluciones son simples y obvias y la suya es la única respuesta posible, es decir, no hay una legítima discusión respecto a la mejor forma de resolver los problemas existentes porque sólo ese líder tiene la solución que, además, no tiene por qué explicarle a nadie. Como el populista representa la voluntad popular, los procesos legislativos son contraproducentes, lo que explica el amor por los plebiscitos. La vida pública es un asunto no de debate sino de moral: nosotros tenemos la razón y el resto es inmoral, con agendas ulteriores. No sobra decir que el mejor antídoto contra el populismo yace en la transparencia: explicitar los dilemas y la complejidad, tratar a la población como adultos, reconocer la diversidad de visiones en la sociedad y que no todas se conforman al ideal tecnocrático, y fortalecer las instancias legislativas como el mecanismo supremo de representación popular en lugar de, como ahora, el instrumento de control político de la presidencia.
Le quedan poco menos de dos años a este sexenio y 17 meses para las próximas elecciones. El asunto primordial debiera ser el de concluir este gobierno en mejores condiciones que las actuales. Aunque la sociedad decidirá con su voto quien nos gobernará los siguientes seis años, es el gobierno actual quien tiene la responsabilidad de crear condiciones para que la opción sea real. Lo que ha hecho a la fecha es exactamente lo opuesto: ha polarizado, ignorado a la población y faltado a su misión esencial, que es la de crear condiciones para el progreso, la prosperidad y la esperanza de la población. Con sus errores ha promovido la desazón y la impotencia. Todavía es tiempo de que dé la vuelta.
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