El teatro de esta semana en el Congreso ha dominado el panorama político. Pero detrás de la pantomima, el show y la mercadotecnia, y de todos los actores políticos, desde los partidos, las bancadas en ambas cámaras legislativas y los nuevos pacifistas chiapanecos, no hay más que fríos y sistemáticos cálculos políticos. Aunque unos critican a otros por dogmáticos, la política mexicana se ha tornado cada vez más pragmática y, a la vez, más impredecible.
En la política, desde por lo menos Maquiavelo, todo, incluyendo los principios, es parte de la praxis. Es evidente que algunos partidos y políticos estarán siempre dispuestos a romper con los marcos de lo tradicional, lo legal y lo formal, en tanto que otros apostarán a las reglas establecidas, a los marcos legales vigentes y a las formas que consideran esenciales para la convivencia en sociedad. Pero todos lo hacen bajo el criterio o la suposición de que su perspectiva es la que empata con la manera de ser y percibir de la mayoría de la población. Es decir, ningún político apuesta al suicidio; todos confían en que su lectura del momento es la que representa a una porción amplia de la población (y, por lo tanto, del electorado). Aunque la retórica se disfrace de colores, el cálculo siempre está ahí. O, como lo expresara con singular claridad uno de los filósofos más acabados de nuestra realidad política cotidiana, el que fuera gobernador de San Luis Potosí, Gonzalo N. Santos, “la moral es un árbol que da moras o no es ni una chingada”.
El affaire Marcos-zapatistas ha exhibido lo mejor y lo peor de la política mexicana. Muchos políticos, de los tres partidos principales, han mostrado excepcionales dosis de sensatez en su análisis tanto de la presencia de los zapatistas en el Distrito Federal, como de la iniciativa de ley en materia de derechos indígenas. Unos apoyan la iniciativa y otros la rechazan, pero todos reconocen el excepcional momento que estamos viviendo. Al mismo tiempo, muchos otros políticos han mostrado una infinita proclividad a las frases retóricas, a amarrar navajas a diestra y siniestra y, particularmente, a descalificar, en lugar de simplemente diferir respecto a sus adversarios. Las formas democráticas van avanzando en algunos frentes, mientras que las viejas formas, un tanto estalinistas, de nuestra vida política, se rehusan a abandonar el escenario.
Cada uno de los partidos ha adoptado la línea que, en su cálculo interno, maximiza sus intereses políticos de corto y mediano plazos. El PRI, el partido más pragmático y experimentado, ha optado por buscar a quien endilgarle el muerto. Parece claro que, en un principio, su estrategia se había orientado a que el PRD fuese el partido que pagara el costo de la aprobación de la iniciativa de la Cocopa. Ahora que el PAN optó por tomar una línea principista y plenamente apegada al marco legal y a las formas tradicionales de hacer política, los priístas encontraron en ese partido a un blanco perfecto para su pragmatismo. Los priístas están cobrando facturas, transfiriendo costos y confiando (rezando sería un verbo más útil, pero probablemente poco apropiado) que los errores de los demás se traduzcan en beneficios electorales para ellos. El tiempo dirá cómo juzgan los electores el desempeño de cada uno de los partidos, pero no cabe la menor duda de que el pragmatismo del PRI, que pareció exitoso estos días, no compensa la ausencia de reforma al interior del partido o, incluso, el reconocimiento de que el partido tiene que cambiar.
El PAN siempre ha tenido un serio problema en su relación con el poder. Peculiar entre los partidos políticos, se trata de una entidad que tradicionalmente ha competido por el poder, pero que en el fondo siempre ha preferido incidir en la conciencia de la población que ensuciarse las manos con las difíciles decisiones que entraña la actividad cotidiana de un gobierno. A pesar de lo anterior, sus cálculos y acciones no son menos pragmáticas que las de los príístas, aunque, evidentemente, su evaluación del momento es distinta. En cualquier caso, su relación con el presidente es a todas luces compleja. Para comenzar, Vicente Fox no es un panista prototípico; de haberlo sido, jamás habría conquistado la presidencia. En este contexto, los panistas naturalmente tienen una relación compleja y reticente con el presidente, aunque la mayoría reconoce que su futuro está inexorablemente vinculado al del presidente Fox, razón por la cual es de anticiparse que, cuando el tren salga de la estación, cuando las iniciativas de ley prioritarias del presidente se presenten para votación, la mayoría de los panistas se subirá al carro. Ante todo, los panistas no quieren acabar como sus contrapartes del PRI, que siempre pagaron el costo político de decisiones difíciles con tal de que la imagen presidencial no sufriera mella. La semana pasada pudimos ver a un PAN que no siempre irá a la par con el presidente, pero que sabe identificar las oportunidades para mostrar sus diferencias. Con el tiempo, cuando el telón zapatista haya caído, el balance para los panistas puede ser mucho más favorable de lo que hoy pretenden sus adversarios.
El PRD es sin duda el partido más paradójico. Por una parte, se trata del partido más pragmático que existe, uno que siempre ha sabido beneficiarse al exhibir las difíciles decisiones que tienen que enfrentar los demás partidos, como ocurrió con Fobaproa hace unos años. Por la otra, es difícil encontrar un partido más dogmático cuando se trata de cuestionar a sus líderes “morales” o de comprender a los votantes con el fin de acrecentar su potencial electoral. Su pragmatismo es legendario, aunque es dudoso que sus cálculos políticos respecto al zapatismo vayan a ser acertados. A final de cuentas, si Marcos y los zapatistas acaban incorporados a la vida política nacional -algo que todavía parece más una ilusión, wishful thinking, que un cálculo sensato y meditado-, el primer blanco de esa nueva organización sería, necesariamente, el PRD. Aunque faltaría por precisar si, en ese escenario, el PRD acabaría subordinado a Marcos o simplemente siendo desplazado por la nueva fuerza política. De todos los partidos, el cálculo más riesgoso -y, de hecho, temerario- en todo el asunto zapatista es sin duda el del PRD. Pero sería difícil esperar algo distinto de un partido que no acaba por adecuarse en forma cabal a la normalidad política, es decir, a la vida electoral.
Marcos y los zapatistas tampoco la tienen fácil. Aunque su objetivo ulterior es más difícil de precisar, sus tácticas muestran un extraordinario pragmatismo. Luego de siete años guardados en el congelador que les construyó el presidente Zedillo, aprovecharon el primer resquicio para apostarlo todo en su zapatour. Las encuestas muestran que la población le reconoce a Marcos el mérito de haber elevado la causa indígena a nivel de prioridad nacional, pero no la estatura de estadista como a la que parece aspirar. Más aún, su estadía en la ciudad de México le hizo perder apoyos y evidenciar no sólo su intransigencia con un aparato político que le ha dado todo lo que ha pedido y más, sino también un dejo de autoritarismo de viejo cuño: una mezcla del estalinismo de la izquierda de los sesenta y del viejo pragmatismo priísta. Los zapatistas seguramente van a acabar enfrentando la difícil disyuntiva de aceptar una ley menos amplia y generosa que la que han abrazado, la de la Cocopa, o retornar, pero ya sin el aura de invulnerabilidad, a los altos de Chiapas. Pragmáticos como son, seguramente acabarán enfilándose directamente hacia el corazón de las bases políticas del PRD.
Todos los actores en este peculiar drama van a acabar teniendo que enfrentar decisiones desagradables. Quienes se oponen a la iniciativa de la Cocopa, o a alguna versión reformada de ésta, parecen enarbolar una ficción: que nuestro entramado legal, comenzando por la Constitución, es la expresión más acabada de un régimen político liberal. Ignoran, voluntariamente, el sinfín de contradicciones que alberga la ley fundamental. Al mismo tiempo, quienes argumentan que un chipote más a la carta constitucional no va a hacer ninguna diferencia, han optado por doblar las manos y desdeñar la posibilidad de construir un régimen político y legal más racional y coherente. El cinismo en pleno. Pero, sin duda, la mayor de las ironías en toda esta comedia de altercados la aportó el propio presidente Fox cuando, en este contexto de contradicciones y desacuerdos fundamentales, habló de revisar la constitución. Justamente para eliminar sus inconsistencias y contradicciones.
La parte más preocupante de nuestra realidad política actual reside en la profundidad de las divergencias y desacuerdos entre los actores políticos. Todavía más grave es el hecho de que esas diferencias no se reconozcan como legítimas, lo que con gran frecuencia conduce a la descalificación a ultranza. Dada la distribución de las bancadas partidistas en las cámaras, va a ser difícil avanzar los puntos de acuerdo en éste y los demás temas que lleguen al poder legislativo. Lo único seguro es que las permutaciones entre y dentro de los partidos van a aumentar.
Con todo, en el fondo, la disputa en torno a la iniciativa en materia de derechos indígenas ha acabado siendo un simple juego de cálculos políticos. La abrumadora mayoría de los políticos se opone a la iniciativa de la Cocopa, pero todos saben que el tema ya adquirió relevancia nacional y que no puede ser ignorada. Ahora, el juego ya nada tiene que ver con el contenido de la iniciativa, sino con la distribución de los costos políticos entre los legisladores y sus partidos en caso de aprobarla o desecharla. Lo peor de todo es que la abrumadora mayoría de los mexicanos ya se aburrió del tema zapatista y, en su pragmatismo más meridiano, quiere que los políticos hagan algo al respecto y se muevan a los siguientes temas, que seguramente serán más trascendentes para su vida cotidiana y el futuro del país. Desafortunadamente, nuestro sistema electoral no ayuda en nada a que los legisladores atiendan los intereses de sus supuestos representados, circunstancia que les lleva a participar activamente, y con toda convicción, en las escenas bizantinas que nos ha tocado presenciar en las últimas semanas.
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