Presidencialismo perfectible

Sociedad Civil

Todas las democracias poseen virtudes inherentes a ese sistema político: libertades civiles y de expresión, derechos de asociación y organización, acceso a información gubernamental, derecho de votar a sus representantes populares y exigirles a estos rendir cuentas, entre otras cualidades. Sin embargo, el tipo de gobierno puede ser un factor determinante en la capacidad para representar adecuadamente los intereses de los ciudadanos o bien en la habilidad para generar un gobierno que responda eficazmente a las demandas civiles.

La principal diferencia entre un gobierno presidencial y uno parlamentario es la fusión del Ejecutivo y el Legislativo en el segundo tipo de gobierno. En los sistemas parlamentarios la potestad ejecutiva proviene de la legislativa y es responsable ante ella, es decir el primer ministro y su gabinete dependen de la confianza del Legislativo y puede ser revocado de su mandato por un voto de censura o no confianza. Y en el sentido inverso, el parlamento puede ser disuelto a petición del jefe de gobierno. Esta peculiar relación hace a ambos poderes sumamente dependientes entre sí.

Lo anterior promueve la formación de mayorías en el gobierno parlamentario, ya que el gabinete está conformado por líderes de un partido cohesionado, mayoritario en la Cámara Baja y apoyado por la mayoría de ésta y por lo tanto, ello facilita que sus proyectos de reforma sean aprobados en el Legislativo. En sentido opuesto, en el caso del presidencialismo el Ejecutivo posee un cargo popular por un periodo de tiempo establecido y los legisladores también, lo cual confiere independencia a cada uno de los poderes. Siendo esa misma separación en las relaciones Ejecutivo-Legislativo y la falta de vínculos institucionales entre ellos lo que da lugar a los gobiernos minoritarios y a los “puntos muertos” legislativos en el sistema presidencialista.

Al preguntarnos que tipo de gobierno es el que más conviene a México, la teoría sobre la democracia de Lijphart nos asiste sobre cuáles deberían ser los criterios fundamentales y las motivaciones centrales para tomar esa decisión. Los países con sociedades relativamente homogéneas cultural, religiosa, económica y políticamente incitaban el modelo mayoritario de democracia y debían constituirse preferentemente en sistemas parlamentarios. Por el contrario, aquellas naciones que vivían la diversidad, en los ámbitos anteriormente mencionados, dentro de sus sociedades les era apropiada la democracia consensual y la conformación en regímenes presidencialistas. Aunque ésta no era necesariamente una regla generalizada era la mejor manera de superar el viejo dilema del intercambio entre eficiencia y representación, entre la tiranía de la mayoría y el consenso.

El caso mexicano es paradigmático ya que representa un país con una sociedad sumamente plural en lo político, lo social y lo económico; una relación de completa independencia del Ejecutivo y el Legislativo; un sistema presidencialista con un Ejecutivo cada vez más acotado en facultades constitucionales; un congreso con más poderes que vive en su interior la diversidad partidista con la presencia de minorías legislativas; partidos políticos sin lealtades o cohesión partidista; un sistema bicameral donde se busca favorecer la representación de todas las opciones políticas y un entramado institucional que necesita reformarse ante una nueva coyuntura política.

En vista de esta caracterización política, el México contemporáneo reclama un sistema consensual de democracia donde el inmenso abanico de intereses sociales sea representado en el Congreso. Lamentablemente, las características estructurales del sistema presidencial, dificultan más que promueven la formación de gobiernos de coalición o la generación de mayorías congresionales permanentes. En este sentido, los sistemas presidenciales consensuales fomentan la rigidez del proceso político y dificultan la toma de decisiones, pero al mismo tiempo resultan más favorables en la representación y la presencia de múltiples voces en la vida política.

La solución obvia sería transitar a un sistema semi-parlamentario que contenga las virtudes del sistema consensual presidencialista pero al mismo tiempo provea la flexibilidad característica de los gobiernos parlamentarios para la formación de coaliciones legislativas. En la LX Legislatura, podemos esperar que el gobierno calderonista gobierne y avance acuerdos a través de coaliciones legislativas ad-item (esto es centradas en temas específicos) y no con el establecimiento de un gobierno de mayoría legislativa estable y permanente.

Ante un profundizado clima de polarización social y de descontento político postelectoral, la ciudadanía reclama una respuesta efectiva y diligente a sus legítimas demandas, sobre todo en el ámbito económico. Ello hace imperativa la cooperación y la participación de todas las fuerzas políticas con presencia en el Congreso. No cabe duda que mientras no se reformen las leyes que rigen el actuar de los poderes en nuestro país y no se generen mecanismos efectivos de rendición de cuentas de los representantes (como la reelección legislativa) será necesario confiar en la buena voluntad de nuestros políticos para avanzar acuerdos e impedir la parálisis legislativa.

Sin embargo, ante un electorado mexicano cada vez más sofisticado y con mayor conocimiento de sus facultades para castigar o premiar a sus representantes, los partidos políticos tienen fuertes incentivos a entrar en coaliciones y avanzar las reformas necesarias para el país. Esta vez los partidos deberán demostrar que pueden ser productivos legislativamente, (incluso el PRD está consciente que su actuar político le suma o le resta bonos electorales) si bien no impulsados por el sistema político o por una cultura de cooperación legislativa, si por la posibilidad de recibir el castigo ciudadano en las urnas en las elecciones intermedias del 2009.

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