El país padece un complejo y bizantino debate sobre la orientación de nuestras relaciones con el resto del mundo, sobre si éstas deben orientarse hacia el sur o hacia el norte, como si tuviera que existir una disyuntiva. Y, peor, como si ahí residieran los dilemas centrales de nuestro desarrollo. Esta percepción sólo induce a una fatídica parálisis en la toma de decisiones, proceso que afecta particularmente a aquellos temas cruciales, sobre todo los vinculados a la llamada “nueva economía”, que son los que ofrecen un potencial de cambiar nuestra realidad social y económica. De esta manera, en lugar de actuar sobre temas clave como la economía del conocimiento y acelerar el paso hacia los nuevos sectores económicos que prometen oportunidades mucho más amplias para el desarrollo de la población y del país, nuestra natural inclinación es hacia una constante revaloración del pasado.
Así ha sido nuestra eterna indefinición respecto a si debemos enfocarnos hacia el sur o hacia el norte, como si nos encontráramos ante una disyuntiva absoluta y decisiva. La realidad es que ningún país resuelve de manera tajante y definitiva el enfoque que dará a su desarrollo económico y a sus relaciones políticas o de cualquier otra naturaleza. Más bien, las naciones adoptan los caminos que son idóneos para sus circunstancias, a la vez que dejan amplios márgenes de maniobra para que los actores políticos y los agentes económicos y sociales den forma al futuro a través de miles de acciones y decisiones cotidianas. El gobierno de México ha sido consistente con este principio general.
Nuestra localización geográfica, como la de todas las naciones, impone características particulares. Dado nuestro desarrollo socioeconómico así como nuestra frontera con la nación más poderosa de la Tierra, el país ha ido buscando maneras de mantener y desarrollar lazos políticos y comerciales que permitan, a un tiempo, beneficiarnos sin ser aplastados. En este sentido, hay buenas razones para plantear una estrategia de política exterior que diversifique nuestros vínculos diplomáticos y fortalezca nuestra presencia en los diversos foros multilaterales. Pero esa lógica no tiene por qué estar vinculada con el desarrollo económico del país. De hecho, la evidencia empírica demuestra que los vínculos comerciales y económicos entre las naciones tienden a adoptar patrones distintos a los políticos. Sin embargo, en ausencia de claridad de visión para el desarrollo del país, sí corremos el riesgo de quedarnos al margen de la siguiente gran oportunidad de transformar nuestra economía.
Además de su activa pertenencia en foros multilaterales dedicados a establecer reglas para el comercio entre naciones, sobre todo el de la Organización Mundial del Comercio, el gobierno de México ha firmado un sinnúmero de acuerdos comerciales ricos en mecanismos que norman el comercio y las inversiones entre sus integrantes. Es decir, los productores, exportadores y comerciantes mexicanos cuentan con un amplio número de vehículos e instrumentos a su alcance para desarrollar actividades diversas. Su práctica cotidiana y la propia lógica empresarial los lleva a entablar relaciones con contrapartes en otras latitudes y optan por aquellas que son más rentables, que ofrecen un mayor potencial de desarrollo o bien son más sencillas de desarrollar. Nada en la estrategia comercial gubernamental los obliga a privilegiar el comercio con unas naciones sobre otras.
Lo cierto es que la economía mexicana tiene mayor propensión a integrarse con la estadounidense que con cualquier otra. La razón es evidente: la cercanía geográfica determina los patrones comerciales de las naciones y éstos sólo se alteran cuando se trata de circunstancias excepcionales, como puede ser una vecindad políticamente compleja. Aunque la intensidad de nuestro comercio con Estados Unidos se ha incrementado de una manera notable a lo largo de las últimas décadas, esa ha sido siempre nuestra principal relación comercial. Lo mismo es cierto de Holanda y Bélgica o de Estados Unidos para Canadá. Las naciones europeas comercian más entre sí que con el resto del mundo. Aunque Australia tiene mucho intercambio comercial con Europa y Chile con México, los montos son sensiblemente menores a los que cada una de esas naciones mantiene en sus regiones más próximas.
Además de la cercanía geográfica, hay un factor adicional que explica y contribuye al desarrollo de los patrones comerciales: la estructura económica de las naciones o, en palabras de David Ricardo, el gran economista clásico, su dotación de factores de la producción. Naciones que producen los mismos bienes, con tecnologías similares (sobre todo en cuanto a la relación tierra-trabajo-capital), tienden a ser más competitivas que complementarias entre sí. En cambio, economías que son distintas en estructura y composición, tienden a ser más complementarias que competitivas. Independientemente de su localización geográfica, la estructura de las economías de Brasil y México es similar, lo que explica nuestra relativamente poca interacción comercial y hace difícil establecer acuerdos comerciales bilaterales.
En otras palabras, la dinámica tanto geográfica como estructural de un país entraña impactos económicos fuertes, quizá determinantes. Estos factores provocan que las economías se acerquen o alejen, independientemente de las preferencias gubernamentales. Ciertamente, en países con estructuras de mercado menos desarrolladas, es decir, donde el gobierno tiene una influencia mayor sobre la forma de conducir los asuntos económicos, los patrones comerciales no necesariamente reflejarán las preferencias de los agentes económicos. Un ejemplo evidente de lo anterior es la concentración del comercio de naciones como Hungría o Polonia con la antigua Unión Soviética, a pesar de que, como se ha evidenciado en años recientes, la integración económicamente más lógica era con la Unión Europea. Lo mismo se puede decir de China: la parte del comercio chino que está determinada por el mercado tiende a concentrarse en la región asiática y con Estados Unidos, mientras que la parte que domina el gobierno, sobre todo la relativa a la búsqueda de materias primas y petróleo, se concentra en áfrica y Sudamérica. Quizá Cuba sea el caso más extremo: la lógica geográfica indicaría que su comercio debería orientarse hacia Estados Unidos, pero la lógica política determina algo muy distinto.
A pesar de estas obviedades, el debate mexicano sobre la orientación de nuestras relaciones económicas es interminable. Seguimos polemizando sobre si la economía mexicana debiera apuntar hacia el sur o hacia el norte o si México debería participar en mecanismos de integración regional como el MERCOSUR. En forma paralela, pero con frecuencia simultánea, se discute la orientación que debería tener nuestra política exterior. Se trata sin duda de dos temas distintos, aunque algunas veces hermanados. Si bien en algunas ocasiones la política exterior de una nación va acompañada de instrumentos económicos (como pueden ser créditos preferenciales hacia determinadas naciones), generalmente son limitados en su alcance. Por ejemplo, tendría todo el sentido del mundo acompañar una estrategia de política exterior hacia Centroamérica o el Caribe con créditos preferenciales al comercio bilateral, pero sería absurdo establecer algo similar con naciones del sudeste asiático, donde los alcances de nuestra política exterior son más limitados.
Estas consideraciones sugieren que el país debería separar y distinguir sus intereses económicos -que deberían estar estrechamente vinculados con una estrategia clara y bien definida para su desarrollo- de su política exterior que, como se apuntaba antes, históricamente ha seguido una lógica bifurcada: cercanía económica con Estados Unidos junto con una diversificación diplomática y política. La economía ha ido avanzando hacia una gradual integración con la economía estadounidense. Una estrategia de desarrollo consistente enfatizaría la eliminación de los innumerables obstáculos que persisten para hacer que esa integración prosiga de una manera cada vez más tersa, funcional y eficiente.
La gran pregunta en estas materias para los próximos años es cómo avanzar hacia el objetivo del desarrollo. En años recientes, el país ha tenido que tomar decisiones importantes sobre temas que, de alguna manera, confrontan el interés económico del país con su política exterior. El caso del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), por ejemplo, obligó a México a definir si debía privilegiar su acceso excepcional al mercado norteamericano (lo que favorecería a la planta productiva nacional) o sumarse en un esfuerzo continental para crear una zona de libre comercio en la que el acceso sería el mismo para todas las naciones. El ALCA ya no es un tema vigente, pero sirve para ilustrar dos factores: uno, que el país no ha explotado el potencial máximo del TLC norteamericano (lo que le hace vulnerable a la competencia que hubieran podido representar otros países de haberse instrumentado el ALCA) y, dos, que la ausencia de una estrategia de desarrollo de largo aliento nos impide mantener claridad sobre qué es crítico para nuestro desarrollo y qué no.
Lo irónico de todo esto es que los factores más determinantes en el desarrollo económico y social de las naciones durante las próximas décadas tienen poco que ver con el comercio de bienes, que es la norma en los acuerdos comerciales bilaterales y multilaterales. Los componentes del comercio mundial que más crecen y, sobre todo, donde hay un mayor valor agregado, son los que se refieren a los servicios: desde el manejo de marcas hasta la biotecnología, todo lo cual requiere de énfasis en el desarrollo intelectual y creativo de las personas más que de su capacidad física. De esta manera, mientras nosotros discutimos temas de manufactura e industrias extractivas, el futuro económico del mundo está en la tecnología y, por lo tanto, en la educación.
Más allá de la lógica de nuestra política exterior, el país tendría que estar pensando en cómo vamos a integrar nuestra propia economía y cómo vamos a asegurar que el hijo de un campesino tenga las mismas oportunidades que el hijo de un empresario. La economía del conocimiento abre ingentes oportunidades en estas materias y ofrece un enorme potencial de crecimiento de nuestro comercio exterior, mucho más allá de los temas “viejos” típicos de los acuerdos comerciales tradicionales. El debate norte-sur es divertido pero irrelevante; lo importante es el sentido de nuestro desarrollo.
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