Las diferencias son tan patentes que no deberíamos desperdiciar nuestra opción de emitir el voto. Esa es la magia, pero también el requisito esencial, de toda democracia: justo cuando la campaña termina, la responsabilidad ciudadana comienza. Aunque las campañas adolecieron de sustancia y fueron ricas en violencia verbal, las diferencias entre los candidatos son por demás evidentes. Ningún ciudadano puede decirse ignorante de las implicaciones potenciales de su voto. Por eso, al votar, tiene que asumir las consecuencias.
El problema de fondo para un ciudadano mexicano reside en lo limitado de los instrumentos con que dispone. En una democracia consolidada, el ciudadano cuenta con efectivos mecanismos de participación y representación; en México, los llamados representantes (diputados y senadores) trabajan para sí mismos y sus partidos y los ciudadanos no son más que una molestia en sus vidas. La mayor parte de los ciudadanos ni siquiera conoce el nombre de su diputado o senador, algo impensable en democracias como las europeas o estadounidense.
Ese problema se ve acentuado por la ausencia de condiciones ideales para el funcionamiento de una democracia al servicio de la población. Según la teoría, para que el voto sea efectivo tiene que haber tres condiciones: una alternativa clara y real entre los candidatos y partidos; las libertades suficientes para que cada ciudadano pueda elegir, sin cortapisas y consecuencias, al candidato o partido de su preferencia; y, sobre todo, un gobierno de leyes. Siendo muy generosos, es evidente que en el momento actual se satisface a plenitud la primera condición, pobremente la segunda y en ningún caso la tercera. Si bien la mayoría de los ciudadanos tiene libertad para decidir la manera en que votará, no es posible ignorar que las prácticas corporativistas de antaño persisten, al igual que un estilo autoritario e intimidatorio en algunas de las campañas, dirigido a fustigar a quienes no comulgan con un determinado candidato. Para ser precisos, las tácticas empleadas por los contingentes de uno de los candidatos a lo largo de este proceso electoral han sido inciviles, abusivas y violentas, siempre en el lenguaje y en ocasiones no sólo de esta manera, con sus críticos. A la luz de esto, resulta claro que no es posible pensar en una libertad plena para elegir sin consecuencias al candidato o al partido de la preferencia del elector. En una palabra, se trata de una democracia coja que apenas comienza a salir del cascarón y, por lo tanto, es sumamente vulnerable. Nadie puede ignorar este factor.
Hay muchas discusiones sobre las causas que condujeron a la situación actual. Algunos se remiten a la ausencia de una transición pactada, es decir, acordada entre todas las fuerzas políticas, en tanto que otros aseveran que así es el proceso normal de alumbramiento de todo proceso democrático que no surge de un contexto social normal y, para muestra, sugieren observar los altibajos que ese proceso muestra en Irak. Algunos otros culpan al presidente Fox de la oportunidad perdida al momento de su elección, apuntando que la alternancia de partidos en el poder no condujo a un cambio de régimen y el nacimiento de nuevas instituciones ya propiamente democráticas.
Es evidente que todas estas perspectivas tiene algo de razón pero, independientemente de cuál satisface más a cada uno de nosotros, lo importante es que llegamos, una vez más, al día de la elección sin mecanismos efectivos de pesos y contrapesos que permitan conferirle al ciudadano lo que para Karl Popper, uno de los principales filósofos del siglo XX, era fundamental en la democracia: seguridades de que el gobierno no abusará del votante. Para Popper, todas las estructuras políticas e institucionales deberían estar configuradas de tal forma que, sin interferir con el funcionamiento normal del gobierno, eviten que el gobernante abuse del ciudadano y éstos logren, cuando sea pertinente, remover a cualquier gobierno abusivo sin violencia. La pregunta medular para los votantes el día de hoy es si al menos será posible hacer efectiva esta definición mínima de democracia: cómo evitar que el ganador abuse de la población y no sea fuente de violencia.
De lo que no hay duda es que la construcción de una democracia no es trabajo de una noche. Aunque a los mexicanos nos gusta resolver los problemas con el chistar de los dedos y siempre con la mediación de un salvador milagroso, la realidad es que es mucho más fácil administrar un sistema político fundamentado en una estructura de controles verticales que desarrollar los mecanismos institucionales propios de una democracia. El mejor ejemplo de lo anterior es el mal funcionamiento del poder legislativo en los últimos años: si bien los diputados y senadores han servido de contrapeso al poder ejecutivo, no han sido muy útiles como contrapartes en la construcción de un proceso de desarrollo económico y político. Aunque es evidente que algunos personajes dentro de esas cámaras fueron particularmente perniciosos, lo cierto es que no contamos con estructuras propias de un sistema político democrático, cuya construcción es, en el mejor de los casos, difícil, compleja y lenta.
En la práctica, hay sólo dos candidatos con posibilidades de ganar la presidencia el día de hoy. Sus diferencias son tan claras que la perspectiva ideológico-política es evidente. Quizá la mejor manera en que cada votante deba enfocar su voto es pensando, un poco a la manera de Popper, cómo se minimiza el conflicto, se maximiza el potencial de fincar un desarrollo en lo existente y se evita la violencia. Cada votante tendrá que encontrar una respuesta a estos elementos para consagrarlos en el único instrumento real con que cuenta en esta peculiar e inconclusa democracia.
Todos estos son ingredientes que el elector tiene que resumir en un voto el día de hoy. Dada la dinámica de la elección y la peculiar naturaleza de esta contienda donde hay cuatro candidatos y un movimiento social, la decisión ciudadana de esta jornada establecerá los términos de nuestra vida política en los años por venir. Desde una perspectiva ciudadana, lo menos que deberíamos exigir a los candidatos y sus partidos es que, cualquiera que sea el resultado electoral, no sólo lo acepten sin discusión, sino que a partir de ese momento hagan a un lado sus diferencias y se pongan a trabajar. Los problemas que el país enfrenta son demasiado complejos como para que los políticos empiecen un nuevo pleito con esta elección.
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