Prioridades inexorables

SCJN

La población reprobó al PRI y al gobierno el pasado dos de julio por su manejo político y económico. Desde esta perspectiva, la agenda de temas internos inevitablemente tendrá que dominar el panorama político del próximo gobierno. Sin embargo, a pesar de esta aparente obviedad, los innumerables pronunciamientos de los diversos equipos de transición manifiestan dos agendas –una doméstica y otra internacional- que compiten entre sí. Es evidente a todas luces que el país tiene que desarrollar un despliegue internacional que abarque tanto al norte como al sur, atraiga a la inversión extranjera y haga sentir el peso de esta nueva democracia en los foros internacionales. Pero las prioridades de los mexicanos están localizadas en el ámbito interno y es éste el que sin duda va a dominar el panorama.

Por más insólito que parezca, el proceso de transición de una administración a la otra ha avanzado sin conflictos y sin raspaduras. Ambos equipos parecen reconocer que alcanzar el objetivo común –llegar al primero de diciembre sanos y salvos- es la mejor receta para el éxito mutuo. Pero más allá de los intereses e incentivos que motivan a la administración saliente, lo más notable es la celeridad con la que infinidad de miembros del PRI –los que se hacen llamar distinguidos y otros que no lo son tanto- se ha cuadrado frente a Vicente Fox. Como si el cambio fuese exclusivamente de personas en el poder, la nueva alineación sugiere que, para los priístas, es perfectamente aplicable el viejo dicho inglés de “el rey ha muerto, viva el rey”. Acostumbrados a vivir del presupuesto, esos individuos no pueden concebir otra opción que la cercanía al gobierno y a los empleos y oportunidades que éste genera. Sin embargo, para Fox –y para el país- esta evolución de las cosas entraña el enorme peligro de que todo siga igual, de que el cambio prometido se quede en eso, en una promesa. Y, más importante, de que, por omisión, su sexenio acabe mal.

La economía y la política son los dos grandes temas que se debatieron a lo largo de la campaña presidencial, por lo que es ahí donde se han construido inmensas expectativas de transformación. En el ámbito económico, la promesa se resume a un número: al 7% de crecimiento que Fox planteó como necesario para poder revertir la pobreza, satisfacer la demanda de empleo, elevar el ingreso de los mexicanos y salir del hoyo de la desigualdad que históricamente ha caracterizado al país. En lo político, la promesa de cambio se refiere al desarrollo de un sistema político representativo, al combate a la impunidad, al desarrollo de mecanismos de participación para la población y a la consolidación de un régimen político estable y predecible. En ambos campos, la complejidad es enorme y las expectativas todavía mayores.

La agenda económica es muy clara en cuanto al objetivo, pero difícil en lo que respecta a los medios para alcanzarla. Desde la campaña, cuando el tema de la tasa de crecimiento se tornó en un punto de debate, Fox salió airoso al proponer que el tema del crecimiento no debía limitarse a la discusión de los impedimentos existentes en este momento, sino que debía partir del punto exactamente contrario: ¿qué tendríamos que hacer para que fuese posible alcanzar tasas del siete por ciento de crecimiento de una manera sostenible por un periodo prolongado? El planteamiento no requiere discusión alguna; pero las respuestas evidencian el tamaño del reto.

La explicación tradicional de por qué no puede crecer la economía a tasas mayores a las históricas se remite a la supuesta problemática fiscal del gobierno. Según esa interpretación, la economía crece tanto como el gobierno pueda alentar la demanda interna; es decir, en palabras llanas, mientras mayor el gasto público, mayor la tasa de crecimiento. Este principio llevó a que sucesivos gobiernos en los setenta y principios de los ochenta mantuvieran presupuestos de gasto muy superiores a sus ingresos, sin reparar en las consecuencias. Desafortunadamente, la realidad probó ser más cruel que las peores expectativas: si bien las tasas de crecimiento se elevaron, los precios comenzaron a crecer, la deuda se elevó de una manera dramática y, como dice el cuento, el resto es una historia de crisis sucesivas.

La manera en que Fox planteó el problema abre un enorme espectro de posibilidades y oportunidades, pero también de riesgos. Si uno observa las elevadísimas tasas de crecimiento (de más del 7%) que la economía ha estado registrando en lo que va de este año, es evidente que la explicación tradicional estaba equivocada. La economía ha estado creciendo porque las exportaciones siguen generando una poderosa demanda. Sin embargo, a pesar de ello, persisten enormes rezagos, vastas regiones del país que no son parte de ese crecimiento y una gran porción de la población que, aunque haya visto mejorar su situación, dista mucho de formar parte integral de este micro boom. La experiencia de este año muestra que lo que el país requiere no es más gasto público (y, quizá, ni siquiera una mayor recaudación, aunque su distribución ciertamente podría ser mejor), sino acciones muy agresivas en ámbitos que impiden la generalización del crecimiento y el incremento acelerado de la productividad. Sin duda, los más notables son la educación (comenzando con la primaria, pero también la tecnológica y universitaria), la infraestructura, las prácticas monopólicas, los obstáculos de orden fiscal, de seguridad social y de carácter municipal (como la famosa “permisología”) -que inhiben y dificultan el establecimiento y desarrollo de nuevas empresas-, y la inseguridad pública, jurídica y patrimonial. Todos y cada uno de estos rubros requieren acciones decididas, un gran manejo político, confrontaciones con grupos interesados en el statu quo y un claro sentido de dirección.

La agenda política no es menos imponente, pero mucho más intrincada. A diferencia del económico, en el terreno político hay prácticamente consenso en que el viejo sistema político dejó de funcionar (o que no satisface las necesidades de la población) y que, con excepción de algunas instancias o actividades, como la Suprema Corte de Justicia y las instituciones electorales, el aparato político requiere una reconstrucción integral. Sin duda, las primeras prioridades de la agenda política tienen que ser las necesarias para echar a andar al nuevo gobierno, entre ellos están la conformación del gabinete, la relación entre el nuevo ejecutivo y el congreso, el manejo de las personas, grupos y partidos que apoyaron la coalición ganadora en la pasada elección, y así sucesivamente. Pero, más allá de los primeros pasos, la agenda política de largo plazo, la que tiene que ver con la reconstrucción institucional y con la verdadera transformación del país, va a convertirse en el meollo de la acción del gobierno y de las presiones que éste va a recibir de todas partes.

El contenido conceptual de la agenda política no es difícil de precisar: se requiere un pacto social con la ciudadanía (y de vehículos concretos para que éste opere); la definición de reglas del juego claras y transparentes para la interacción política; la definición precisa de los atributos y responsabilidades del gobierno; y el desarrollo de un poder judicial fuerte e independiente que permita dirimir diferencias, hacer cumplir los contratos y, en general, conducir hacia un estado de derecho integral. En términos llanos, estos objetivos se traducen en puntos muy específicos: primero, darle forma a la nueva categoría de ciudadanos -esa población que decidió abandonar su status de súbitos para “contratar” a un nuevo gobierno-, lo que implica medios para que la población se exprese y haga valer sus derechos, incluyendo el de demandar cuentas precisas a los funcionarios públicos; segundo, una prensa moderna que informe y contribuya a la formación de opinión, independiente del gobierno y sujeta a reglas internacionalmente reconocidas; tercero, la conformación de un gobierno con atribuciones clara y expresamente determinadas que no dejen espacio a la arbitrariedad y a la operación de las “reglas no escritas” del pasado, con responsabilidades precisas y suficientes para poder actuar pero no abusar; cuarto, una profunda reforma del poder judicial que penetre en todos los niveles de su estructura y funcionamiento; y, quinto, un cambio radical en los incentivos que en la actualidad tienen los partidos políticos y los legisladores, a fin de que todos ellos vean al ciudadano –al votante- como su razón de ser, su objetivo específico y, en última instancia, su patrón.

Todos y cada uno de estos elementos, tanto en lo económico como en lo político, entrañan complejidades y riesgos. Avanzar en ellos va a implicar destruir sindicatos ficticios, fortalecer entidades representativas, independizar actividades clave, organizar coaliciones y alianzas y, en general, introducir una dinámica de cambio dentro de un nuevo marco institucional que, paulatinamente, permita ir reduciendo los conflictos violentos y, en paralelo, desarrolle mecanismos institucionales para que la “nueva” interacción social y política se conduzca, crecientemente, dentro de cauces que generen legitimidad e impidan la resolución violenta de diferencias.

De una u otra manera, la gran responsabilidad, y el desafío, del nuevo gobierno reside en ir convenciendo a todos los actores políticos a comportarse de una manera distinta. A diferencia del régimen priísta, que vivía de las presiones permanentes que sus propios integrantes generaban (y que llevaba a que todos sus integrantes negociaran permanentemente consigo mismos), el régimen de Fox, que él mismo ha planteado como de transición, tiene que abocarse a crear un nuevo entorno institucional que permita una interacción respetuosa entre las partes, sean éstas partidos, legisladores, ciudadanos o grupos de interés particular. Su éxito, o su fracaso, va a residir menos en la consecución de grandes cambios constitucionales (de los que nuestra historia está saturada) que de pequeñas transformaciones institucionales que vayan creando mecanismos de resolución de disputas y cauces para la participación política. Una labor persistente en la creación de condiciones que favorezcan la resolución de conflictos en un entorno de legalidad (definido no por el gobierno, sino por un poder judicial independiente al que toda la población tenga acceso) va a hacer más por el crecimiento de la economía y por la consolidación de la democracia que mil acciones personalistas y no institucionales. Lo que México requiere es el compromiso de que su próximo presidente va a abocarse a la creación de soluciones genéricas y no al manejo micrométrico de cada conflicto (sin resolverlo), pues para eso el PRI se pintaba solo.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.