El problema del poder

Para nadie es secreto que el gobierno del presidente Peña ha respondido mal ante los diversos problemas y desafíos con que se ha topado. Una muestra simbólica de ello fue la decisión, hace unos meses, de retirar del aire un anuncio cuyo mensaje era “ya chole con tus quejas”, una forma de responderle a la población por la baja popularidad del presidente y la falta de credibilidad que caracteriza a su gobierno.

Parece claro que se trata de un gobierno que se siente acosado, protegido tras los muros de la casa presidencial pero sin capacidad de comprender qué es lo que pasa afuera: cuál es la razón por la cual pasó de altos niveles de aprobación a la crítica situación en que se encuentra en su cuarto año de gobierno. La administración no parece ni siquiera comprender la naturaleza del problema: qué es lo que aqueja a la población ni por qué se deterioró el ambiente de súbito. Su respuesta ha sido mediática en vez de estructural.

El problema estructural de la política mexicana es triple: ausencia de legitimidad, disfuncionalidad del sistema de gobierno y activismo político no institucional.

La carencia de legitimidad, factor que resume las percepciones de la población respecto al gobierno, al sistema político, a los políticos y a los partidos, se observa en todos los ámbitos y niveles de gobierno. Algunos ejemplos evidentes son la baja popularidad que caracteriza al gobierno y su partido, la parálisis en que ha caído todo el aparato político, pero sobre todo la percepción generalizada de corrupción e impunidad que se atribuye al conjunto del sistema y sus integrantes, de todos los partidos.

La disfuncionalidad del sistema político se deriva del cambio que ha experimentado el país a lo largo de casi un siglo sin que el sistema gubernamental se haya adecuado a las nuevas circunstancias. Un ejemplo lo dice todo: cuando el gobierno fue acusado de reprimir las manifestaciones estudiantiles en 1968, su reacción no fue la de construir un cuerpo policiaco moderno, bien entrenado y formado con una doctrina de respeto a los derechos ciudadanos (como se vio esta semana), sino que se optó por jamás impedir una manifestación o bloqueo. A partir de ese momento, todos los gobiernos del país se han dedicado a proteger a los manifestantes a costa de la ciudadanía que, no sobra decir, es quien produce, genera empleos y paga impuestos.

Los activistas que salen a las calles, bloquean avenidas y edificios públicos, excluyen a la ciudadanía y avanzan exclusivamente sus propias causas tienden a jugar fuera de los marcos institucionales y legales, llegando a intentar forzar, por ejemplo, la renuncia del presidente antes de que cumpliera dos años en el gobierno. En ausencia del tipo de mecanismos inherentes a un sistema de gobierno moderno, como son los pesos y contrapesos, la respuesta ciudadana ante la disfuncionalidad gubernamental no puede ser otra más que la protesta, activa o pasiva, pero protesta al fin. Aunque los activistas, incluso los más aguerridos, no han tenido la capacidad de poner en jaque al gobierno, sí han tenido el efecto de causarle ilegitimidad y, de hecho, paralizarlo.

En la era industrial, los gobiernos tenían capacidad de control de sus sociedades en buena medida porque la propia dinámica de la producción generaba un sistema de disciplina auto-contenido que se afianzaba a través de las formas de organización y participación propias de esa era, especialmente los sindicatos. En ese contexto, todo lo que un gobierno tenía que hacer era generar condiciones de certidumbre para los actores económicos y políticos fundamentales y el resto se derivaba de ello. Hoy, en la era de la información, es imposible avanzar sin explicar y convencer a la población.

Para salir del hoyo, el país requerirá soluciones institucionales y la clave para ello reside en la definición del problema. La sociedad mexicana requiere reglas claras que sean cumplibles, que todo mundo las conozca y cumpla y que no cambien de un gobierno a otro. Es decir, requiere un Estado de derecho.

¿Por dónde comenzar? Hay varias formas de avanzar en la dirección de la consolidación del Estado de derecho. El punto no es retrotraer una colección interminable de códigos y leyes que a nadie importan porque siempre han podido ser modificadas por el presidente del momento.

La pregunta es cómo implantar esas reglas elementales. Una forma, la más expedita, sería la de un liderazgo presidencial que convenza a la población de su importancia y se comprometa a cumplirlas y hacerlas cumplir. El presidente Peña ha tenido esa posibilidad en sus manos por mucho tiempo pero, en la medida en que se desgasta y desaprovecha, la va perdiendo. En ese sentido, va creciendo el riesgo de que en lugar de que se implante el corazón de un Estado de derecho, el país pase a una era de líderes propensos al abuso, las prácticas dictatoriales y la imposición en lugar del acuerdo social. Los tiempos en esto si hacen diferencia.

Una manera de comenzar es construyendo lo que en la ley se llama el “debido proceso”, que constituye la forma en que deben seguirse los procedimientos legales para que gocen de cabalidad credibilidad y respeto por parte de la ciudadanía.

 

*Del libro El Problema del Poder: México requiere un nuevo sistema de gobierno https://www.wilsoncenter.org/sites/default/files/el_problema_del_poder_mexico_requiere_un_nuevo_sistema_de_gobierno_0.pdf

@lrubiof

 

 

 

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.