Todo en el país parece diseñado para hacer difíciles las cosas. Una historia de controles políticos verticales que se conjuga con una mitología originada en la Revolución (de la que se derivan muchas posturas profundamente reaccionarias), ha producido la realidad económica y social en que nos ha tocado vivir. Es decir, el estancamiento actual, así como el subdesarrollo de siempre, no son producto de la casualidad. El sistema político y la estructura de administración gubernamental producen entuertos permanentes e incentivos para que se reproduzca el estancamiento. La pregunta es si es posible romper el círculo vicioso.
La realidad cotidiana suele ser una pesadilla para la mayor parte de la ciudadanía en el país. Por un lado se encuentra el requisito de autorización o permiso para innumerables actividades; por el otro, los reglamentos que norman la actividad productiva, el funcionamiento de las secretarías y la tradición política, todo lo cual genera incentivos que impiden el funcionamiento eficiente de la economía y la evolución normal de la sociedad. La ironía es que México no es el país que más reglamentos impone, ni donde más restricciones formales existen al desarrollo de la actividad productiva. De hecho, lo típico es que sean los países ricos los más reglamentados, lo que no les impide ser ricos. La diferencia estriba en que en esos países la discrecionalidad no es equivalente a arbitrariedad como en el nuestro, y esa es una enorme diferencia.
En México hemos llegado a la exquisitez en las maneras en que se impide el desarrollo. El ejemplo más frecuente de sobrerregulación suele referirse a la complejidad que enfrenta una persona para crear una empresa, proceso que orilla a innumerables potenciales empresarios hacia la economía informal. Pero la mayor parte de los obstáculos al crecimiento son mucho más sutiles, casi invisibles, pero no por ello menos reales y efectivos. Estos se pueden observar en la complejidad que los ciudadanos enfrentan para pagar sus impuestos o los obstáculos existentes para pagar un arancel en un punto de importación; las dificultades para regularizar un contrato de luz o de agua y la ausencia de opciones reales para la contratación de un servicio telefónico. Impedir el funcionamiento eficiente de la economía es casi una segunda naturaleza para los gobiernos de todos los niveles. Vaya, han logrado hasta coartar el desarrollo del comercio, área de la que mucho han presumido los últimos gobiernos. A pesar de que se han liberalizado las importaciones y se han firmado innumerables tratados de libre comercio, presumiblemente para facilitar el comercio y la inversión, los burócratas han impuesto barreras artificiales, como el requerimiento de obtener un registro en el ?padrón de importadores? para que empresas y particulares puedan realizar una importación.
La mayor parte de las regulaciones y leyes que existen en el país son, en apariencia, similares a las de cualquiera otra nación. Sin embargo, una mirada más cuidadosa revela diferencias fundamentales. Prácticamente no hay ley o regulación en México que no le confiera al gobierno vastas facultades discrecionales. La ley o regulación puede establecer una serie de requisitos para que se pueda realizar una inversión, pero al mismo tiempo confiere a la autoridad amplias facultades para autorizar o rechazar la inversión, independientemente de si se cumple o no con esos requisitos. Cuando la Comisión Federal de Competencia emite un fallo, por ejemplo, éste es concluyente. Comunica si autoriza o rechaza una petición de fusión o adquisición, no el proceso que derivó en ese fallo. Es decir, las leyes y reglamentos le confieren a la autoridad facultades tan amplias, que hacen irrelevante la existencia de leyes, reglamentos y entidades diseñadas para dirimir conflictos o regular la actividad económica. Esto último es precisamente lo que ha llevado a que los sindicatos de empresas paraestatales demanden privilegios de manera sistemática y sin recato: lo hacen a sabiendas de que la autoridad es vulnerable por las facultades arbitrarias con que cuenta.
Lo anterior contrasta con leyes y reglamentos que típicamente caracterizan a los países ricos. Vale la pena revisar las listas de regulaciones que enfrenta cualquier empresa alemana o francesa, por ilustrar los casos más extremos, para constatar que no son nimiedades. La devolución de impuestos que originó la reciente iniciativa del gobierno de George Bush en la materia, presumiblemente una medida diseñada para simplificar la vida, se tradujo en una adición de más de diez mil páginas en el código fiscal estadounidense. La conclusión fácil a la que casi inevitablemente se llega cuando se observa la imponente colección de requisitos y regulaciones con que debe cumplir una empresa o persona en esos países, es que no hay manera de prosperar. Pero todos sabemos que la realidad es otra. Esos países son ricos porque las leyes y regulaciones están diseñadas para hacer posible el desarrollo económico, más que para generar mecanismos de control político y burocrático sobre los empresarios y la población en general.
Cuando una autoridad europea o norteamericana emite una resolución relativa a un permiso, una adquisición o fusión, o a un procedimiento anti monopólico, su fallo no se limita a la conclusión, sino que la autoridad respectiva explica sus criterios, discute los antecedentes y concluye con una autorización o negación que se deriva de esa fundamentación. Esto ocurre igual en los países caracterizados por sistemas legales anglosajones que en los de derecho romano. Se trata de la forma en que actúa una autoridad que, aun contando con facultades discrecionales, nunca es arbitraria. En México no existe distinción entre los dos conceptos y esa es una de las razones por las cuales el entorno económico es tan incierto aquí y tan certero en aquellas naciones. En ellas, el empresario e inversionista sabe a qué se atiene; aquí siempre tiene que pensar en los recursos religiosos alternativos.
No hay razón alguna para suponer que el mexicano es menos capaz de ser empresario, demócrata o ciudadano responsable que cualquier francés, brasileño, norteamericano o chino. Lo que hace diferente a las naciones en términos económicos es el conjunto de instituciones e incentivos que determina el actuar de sus poblaciones. Los incentivos que generan las instituciones políticas nacionales son los que hacen posible la impunidad, la corrupción y el entorno de desconfianza que caracteriza a la economía y a la sociedad. A nadie debería sorprender nuestra permanente propensión al estancamiento.
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