Quizá la gran paradoja política del 2000 resida en que el PRI sigue siendo el partido con más probabilidades de ganar la elección presidencial. Las encuestas siguen favoreciendo al partido que ha gobernado (y con frecuencia mal gobernado) al país a lo largo de la mayor parte del siglo XX, a pesar de que la competencia partidista se ha convertido en uno de los factores más patentes y visibles de la vida política del país en la actualidad. El hecho de que el PRI siga siendo favorito para ganar, por lo menos a estas alturas del partido, choca con las expectativas de muchos mexicanos que ven en la oferta de otros partidos alternativas a la permanencia del PRI en el gobierno. Pero lo significativo no se encuentra en el hecho de que el PRI vaya a la delantera, sino en la paradoja que eso representa: el PRI se ha vuelto una maquinaria que vive de la inercia porque hace mucho que perdió su legitimidad como detentador del poder.
El gran reto que enfrenta el PRI es el de convertirse en un partido político, algo que nunca ha sido en su historia. El PRI y sus antecesores surgieron y se consolidaron como substitutos de sistema político, después de que la lucha revolucionaria acabara con todas las instituciones políticas anteriores. El PRI logró forjar una estructura política abocada a dos objetivos muy específicos: por un lado, a conducir, encauzar y controlar la participación política de la población, en ocasiones a nivel individual, pero en la mayoría de los casos a través de organizaciones gremiales, sindicales o similares; y, por el otro lado, a institucionalizar la competencia política entre los políticos y los líderes de las diversas organizaciones incorporándolas al partido a través de los llamados sectores (el obrero, campesino, popular y, en su momento, el militar) y haciendo del partido el único medio de acceso legítimo al poder.
El PRI logró pacificar al país e institucionalizar la lucha política, lo que permitió que los mexicanos experimentaran décadas de paz social y un gradual progreso económico. Los méritos históricos del partido son más que evidentes. Pero, en una democracia, la historia no es suficiente para garantizar la permanencia de un partido en el poder o incluso su subsistencia, máxime cuando el récord histórico del PRI no sólo incluye la pacificación y el crecimiento económico sostenido en las décadas de los cincuenta y sesenta, sino también una secuencia de crisis económicas, que es lo único que conoce la abrumadora mayoría de los ciudadanos que tendrá la oportunidad de votar el próximo año. Y es ahí donde la naturaleza del PRI choca con la noción misma de construir una democracia en el país.
El PRI no nació para la competencia democrática ni se creó para convencer al electorado de sus méritos a través de procesos electorales frecuentes. Aunque el PRI se hace llamar “partido”, su lógica no es la de un partido, sino la de una organización política que difícilmente se distingue del gobierno en una gran diversidad de ámbitos y cuyos objetivos van más allá de la competencia formal por el poder. El PRI ciertamente cuenta con una formidable maquinaria electoral, pero también con estructuras de control político, mecanismos de mediatización de la participación electoral y política y con vinculaciones con el gobierno que son tan estrechas que es imposible determinar dónde comienza uno y dónde termina el otro. En todos y cada uno de esos ámbitos pretende actuar como el monopolio del poder y no como un actor sujeto a las decisiones del electorado. En adición a lo anterior, muchos miembros del partido controlan medios de comunicación, entidades sindicales y otras importantes fuentes de poder, todo lo cual hace sumamente difícil hablar de una competencia electoral equitativa.
Mucho más importante que lo anterior es el hecho de que un gobernante emanado del PRI, aunque sin duda tiene que negociar con todo el conjunto de intereses para poder gobernar, puede contar con esos grupos para realizar su cometido. Esto último fue patente en la reciente elección del nuevo presidente del partido, en la que jamás hubo duda de que el voto y la preferencia de los disciplinados miembros del partido, incluido el de un ex presidente y pariente cercano del único rival del candidato emanado de las filas del gobierno, sería en favor del sistema presidencialista. La gran interrogante no para el PRI sino para el país es ¿qué ocurrirá con todos esos grupos e intereses el día en que el PRI ya no esté en el poder? Mientras el gobierno sea comandado por un miembro del PRI, así sea de poco agrado para los viejos miembros del partido, la lógica del partido seguirá imperando en todas sus formas. Una vez que eso cambie, el tema de la gobernabilidad se torna en el único relevante, en el equivalente del oxígeno para los seres vivos.
Si algo siempre ha caracterizado al PRI ha sido su preocupación por la gobernabilidad. Todo en el PRI exuda el objetivo de asegurar la gobernabilidad: desde sus estructuras de control social hasta su incapacidad y rechazo, con frecuencia visceral, para transformar las instituciones y reglas que, si bien sirvieron a la gobernabilidad en el pasado, difícilmente lo hacen en las condiciones del presente. Si por los priístas fuera, sería mejor retornar a los buenos tiempos de antaño: sin competencia y sin problemas de legitimidad. Los priístas ven en el control de la población, de los medios de comunicación, de los procesos electorales, de las organizaciones sociales, sindicales y políticas y de los políticos mismos, los medios para lograr la gobernabilidad. A la luz de esto, es paradójico que la erosión de esos medios de control no haya venido acompañada de un reconocimiento cabal de que ahora la gobernabilidad tiene que construirse de una manera distinta. Es decir, a lo largo de las últimas dos o tres décadas el PRI ha experimentado una creciente erosión de su capacidad de control sobre la población y sobre la política en el país. Ha perdido el control del aparato electoral y le es cada vez más difícil mantener el control sindical; por más que sigue corrompiendo a los medios de comunicación, ha perdido el control de los mismos. Le quedan pocos bastiones de control casi absoluto, pero también ahí experimenta una erosión creciente. A pesar de lo anterior, el PRI se niega a reformularse como partido político, a abandonar el objetivo de control en favor del fortalecimiento institucional del país más allá de la órbita de los partidos políticos.
En lugar de modernizar sus estructuras, desechar el corporativismo y buscar nuevas fuentes de sustento de una legitimidad moderna, el PRI ha acabado solapando toda clase de intereses y grupos que la minan aún más. Mientras que en el pasado, hace décadas, su sustento político y moral surgía de los tres sectores del partido, hoy es fundamental el apoyo de organizaciones cuya esencia es la ilegalidad: desde taxistas tolerados hasta comerciantes informales, invasores de tierras y narcotraficantes. Lo anterior no le ha restado capacidad de movilización, ni ha disminuido la eficacia de su maquinaria electoral, como bien lo demostraron sus triunfos a nivel estatal a lo largo de 1997 y 1998. Pero es interesante observar que un número cada vez mayor de candidatos priístas evitan asociarse en sus campañas al logotipo del PRI.
En el proyecto de reforma de los últimos gobiernos ha quedado relegado el tema de la reforma institucional. Esto no ha sido por falta de conciencia o conocimiento sobre la importancia que reviste el asunto, pues ha habido una amplia agenda de debate que, bajo el título de “reforma del Estado”, se ha discutido por años hasta el cansancio. Sin embargo, muy poco se ha avanzado en buena medida porque el PRI se ha convertido en el principal impedimento, como lo muestra su negativa a aprobar la iniciativa de nueva Ley Orgánica del Congreso y la absurda demanda que inició este partido contra algunos de los consejeros del Instituto Federal Electoral, a pesar de que el PRI es el partido que más requiere de la legitimidad electoral que esa institución otorga. El PRI, supuestamente el partido de las instituciones, se ha convertido en el principal impedimento al desarrollo institucional del país.
El desafío para el PRI es mucho mayor que el que enfrentan sus contrincantes. El problema del PRI es que no es un partido político ni puede competir como tal. Su dilema es muy simple: si compite como partido tiene que abandonar todas las estructuras (y pretensiones) de control que lo caracterizan. Pero abandonar esas estructuras implica perder todo tipo de beneficios, cotos de caza, fuentes de negocios y poder para sus principales miembros. La negativa a reformarse por parte de muchos de sus miembros más influyentes surge del cálculo que cada uno de ellos realiza de los costos y beneficios asociados al statu quo. El resultado de ese cálculo personal es más que evidente; pero el problema del PRI es que la suma de esos intereses personales ya no redunda en beneficios sino en costos para el partido, lo que se manifiesta en la bajísima legitimidad del partido en su conjunto: el PRI puede seguir ganando elecciones, pero su capacidad de gobernar es cada vez menor.
Para el PRI, el problema es cómo cerrar filas al interior del partido sin recurrir a la imposición y cómo dedicarse a los votantes sin perder el apoyo de los grupos que tradicionalmente han sido su corazón. La realidad es que no hay manera alguna de lograr la legitimidad ante el electorado y a la vez salvar los intereses de sus miembros más encumbrados. El PRI no tiene opciones: o contribuye a la construcción de un nuevo sistema político en el que tenga la oportunidad de competir con legitimidad, o continuará muriéndose poco a poco, hasta el punto en que pierda el poder, en ésta o en una elección posterior, dejando un mundo de incertidumbre e ingobernabilidad como legado. Quizá nunca como hoy, los viejos intereses de los priístas están tan contrapuestos a los del partido y del país.
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