Los gobernadores priístas se pronuncian a favor de que se incrementen las transferencias de dineros federales, a la vez de que se oponen a que se aumenten los impuestos al consumo. Sólo les faltó demandar que el gobierno federal absorba sus deudas, eleve la inversión en infraestructura y los compense por décadas de desgobierno de presidentes emanados de su propio partido. Ciertamente, no hay mexicano alguno que no quisiera obtener lo que demandan esos gobernadores: más ingresos, menos impuestos y que alguien más sufrague el gasto gubernamental. Esta actitud irresponsable parece inevitable en la situación actual porque, a final de cuentas, los gobernadores –y la población en general- no tienen el menor incentivo para ser responsables y actuar como los estadistas que el desarrollo del país requiere. Es por ello imperativo alterar esos incentivos o seguiremos siendo un país más digno del tercer mundo que del primero al que las pasadas elecciones nos dieron la oportunidad de aspirar.
En un país normal, si un gobierno estatal pretende realizar gastos superiores a sus ingresos, desarrolla un programa de gasto e inversión y lo somete a la venia de la población (directamente o a través de sus representantes) para que ésta acceda a pagar los impuestos necesarios para financiarlo. Ese proceso -en el que se concibe un programa determinado de gasto, se presenta ante la ciudadanía, se convence de sus virtudes y se acaba vinculando con los impuestos recaudados- es la esencia de la democracia. Es ahí donde se encuentran los gobernantes con los ciudadanos y donde los segundos tienen la oportunidad de exigirle cuentas a los primeros. Quizá una medida más certera y realista de la profundidad de nuestra democracia, más allá de lo electoral, es la fiscal. Al día de hoy, esa calificación no es aprobatoria.
En el mundo al revés en que vivimos, la lógica fiscal y democrática no operan. Los gobiernos –tanto a nivel estatal como federal- gastan tanto como pueden, incurren en déficits tan grandes como les permiten los mercados financieros (o el gobierno federal que, en el caso de los estados, es clave porque la mayoría todavía no tiene acceso directo a esos mercados) y lo hacen sin rendir cuentas a nadie. De vez en cuando se exceden en su generosidad fiscal y el país entero experimenta crisis monumentales que llevan a un brutal retroceso económico que no sólo borra todo lo alcanzado en los años de gasto elevado, sino que crea enormes costos sociales y políticos. Nuestro marco institucional parece diseñado para crear situaciones de crisis porque está construido de tal manera que los programas de gasto no están vinculados con la recaudación de impuestos, lo que lleva a que nadie quiera pagar impuestos y a que todo mundo vea al gobierno como la encarnación terrenal de Santa Clos.
La política nacional se descentraliza en forma acelerada, pero no así el tema fiscal. Los gobernadores gozan de una creciente libertad para decidir por su cuenta y para emprender iniciativas propias, situaciones que eran inconcebibles hace sólo unos cuantos años. De hecho, en la última década, el gobierno federal ha transferido una infinidad de responsabilidades hacia los estados, abriendo con ello oportunidades de desarrollo político nunca antes vistas. Lo que no ha cambiado mayor cosa es la propensión de esos mismos gobernadores a demandar que sea el gobierno federal el que los saque del hoyo cada vez que abusan de sus recursos o que emprenden proyectos más grandes que sus posibilidades –o deseos- de financiarlos.
En honor a la verdad, los gobernadores no hacen más que seguir los incentivos que tienen frente a sí, de una manera por demás racional. Como el gobierno federal parece siempre dispuesto a satisfacer sus demandas, su reacción natural y permanente es la de demandar transferencias federales al infinito. Eso no es todo, también se dan el lujo de indicarle al gobierno federal cómo recaudar y qué cambios o impuestos evitar. Los incentivos son transparentes: para que ser responsables si todo el sistema invita a la irresponsabilidad. Esto se acentúa más ahora que los mecanismos de control que los presidentes priístas ejercían sobre los gobernadores están a punto de desaparecer. La realidad es que los gobernadores están poniendo a prueba a Vicente Fox; ante ello, la naturaleza de su respuesta va a ser clave para lo que siga.
Por varios años, el país se ha movido hacia una creciente descentralización en materia de gasto; sin embargo, ésta no ha venido acompañada de una mayor recaudación de impuestos a nivel estatal o local. En lugar de favorecer un federalismo fiscal, la tendencia reciente ha sido la de incrementar las transferencias de fondos federales a los estados y municipios. Esto, aunado a la frecuente condonación de deuda que la federación realiza a favor de gobiernos subnacionales, no hace sino alimentar una creciente irresponsabilidad fiscal. Esta situación es insostenible, pero nadie parece dispuesto a reconocerlo. Tanto por razones de desarrollo político (que exige transparencia en el ejercicio del gasto como compromiso por parte de la ciudadanía a través del pago de impuestos), como por razones estrictamente económicas, es imperativo modificar los incentivos que en la actualidad enfrentan estados y municipios a fin de que éstos desarrollen fuentes de recaudación y financiamiento a nivel local, sobre todo a partir del impuesto predial y del cobro del agua, los dos impuestos que, en este momento, son de su estricta competencia.
Si uno observa la recaudación en su conjunto, la primera impresión que se recoge no es errada: la abrumadora tajada de los impuestos y de lo recaudado es de carácter federal: los estados apenas recaudan un 2% del total, comparado con 43% para Canadá, 42% para Argentina, 37% para Brasil y 31% para Estados Unidos. Visto desde esta perspectiva, una buena parte del problema recaudatorio que enfrenta el país tiene que ver con la extrema centralización política que se refleja en la política de recaudación fiscal. Esto produce incentivos perversos: como el gobierno federal es quien recauda, los estados y municipios no tienen más incentivo que el de demandar más recursos. En lugar de desarrollar una política saludable de recaudación de impuestos a nivel local, las autoridades estatales y municipales han hecho gala de su creciente habilidad para realizar transacciones políticas con la federación. Por ello, mientras que las transferencias a los estados se duplicaron a lo largo de la última década como proporción de los ingresos federales, en este mismo periodo se ha desmoronado la recaudación del impuesto predial y ha disminuido el pago de las cuotas de agua a nivel local. Todo esto ha hecho más dependientes a los estados y municipios de la federación, impidiendo con ello, además, el desarrollo político que la recaudación fiscal puede entrañar. La recaudación a nivel estatal y municipal tiene la virtud de obligar a que causantes y gobierno se acerquen y, por lo tanto, contribuye a elevar la legitimidad del gobierno. No es casualidad que los gobernadores se den el lujo de quejarse del gobierno federal, demandar más gasto y criticar sus fuentes de ingreso. El esquema actual les permite eso y mucho más: no hay responsabilidad cuando nada en el ambiente la demanda. Más importante, sin el pago impuestos no es posible la democracia porque el ciudadano no puede exigir la rendición de cuentas al gobernante.
Dos cifras revelan la seriedad del problema: por una parte, casi la mitad del total del agua que se entrega a los municipios para su distribución no se paga. Y eso sin considerar que el precio al cual se cobra el agua es sensiblemente inferior al costo de proveerla. Por otro lado, los números en torno al impuesto predial no son más alentadores: mientras que países como Canadá derivan ingresos equivalentes al 3.8% del PIB por este concepto, México apenas logra el 0.3%. Estas cifras lo dicen todo: las autoridades locales y estatales no tienen incentivo alguno para recaudar impuestos de sus ciudadanos, puesto que les es más fácil demandárselos al gobierno federal. Esta situación evidencia una problemática no sólo económica, sino también política que, al igual que una reforma fiscal integral, tendría que ser resuelta en ese plano, el de la política.
Los gobernadores tienen toda la razón al demandar más recursos de la federación. Pero no por ello la federación tiene que elevar sus transferencias hacia los estados. Más bien, la solución al rompecabezas fiscal del país tendrá que venir de un cambio radical en los incentivos existentes. En lugar de realizar transferencias gratuitas, el gobierno federal tiene que establecer mecánicas que incentiven la recaudación de fondos a nivel local. Es decir, el gobierno federal debe desarrollar fórmulas que vinculen el crecimiento de la recaudación fiscal a nivel local con las transferencias federales: mientras mayor sea el crecimiento de la primera, mayor serán las segundas, y viceversa. También sería deseable ampliar el abanico de impuestos que los gobiernos estatales pueden cobrar, vigilando exclusivamente que no se introduzcan más distorsiones al ya de por sí complejo sistema fiscal. En la medida en que los gobiernos estatales desarrollen cuentas fiscales limpias y sólidas, la situación fiscal del país en su conjunto mejorará.
Las consecuencias políticas de un cambio en la relación fiscal entre el gobierno federal y los gobiernos estatales no serán menos trascendentes. Hasta ahora, en el país ha privado la lógica del control, y el mundo de lo fiscal no ha sido excepción. En la lógica priísta, era más importante crear vehículos para controlar a los gobernadores (y mantenerlos dependientes del presidente) que desarrollar una estructura fiscal sólida, equitativa y eficiente. Ahora que el PRI ya no estará en el poder a nivel federal, se crea la oportunidad de alterar esa lógica y favorecer la creación de nuevas relaciones tanto políticas como económicas y sociales. Para lograr elevar los impuestos locales, los gobernadores y presidentes municipales tendrán que convencer a la ciudadanía, iniciando con ello un círculo que podría acabar siendo virtuoso para todos. Esto es, los gobernadores voltearían la vista hacia las demandas y necesidades de la población, en lugar de seguir planteando demandas excesivas e irresponsables al gobierno federal. Pero este tipo de desarrollo no va a cobrar forma por sí solo; tendrá que ser impulsado a nivel presidencial, el mismo lugar donde surgieron las fuentes de distorsión que hoy existen.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org