En un mundo ideal, PEMEX sería una empresa petrolera moderna, competitiva, eficiente y en competencia con otras empresas de su calibre. Ahí está Petrobrás y Statoil, las paraestatales brasileña y noruega, respectivamente, como ejemplo y paradigma. Ambas muestran que no sólo es posible que un gobierno desarrolle una industria de esa naturaleza y trascendencia a su máxima capacidad, sino hacerlo de una manera eficiente y competitiva, para beneficio de su sociedad.
No así PEMEX, cuyo origen e historia son más cercanos a la ignominia y delirio colectivo que a la eficiencia y la organización productiva. El problema no son las finanzas de PEMEX, sino su naturaleza, que parte de su concepción misma. La entidad fue creada no para explotar y desarrollar un recurso patrimonial, sino para satisfacer los intereses de la burocracia política y sus aliados sindicales. Setenta años después tenemos una empresa saturada de corrupción, una construcción ideológica y retórica que ha creado una mitología que no hace sino paralizar la toma de decisiones, intereses específicos que depredan esa riqueza de manera sistemática y una discusión pública que borda en lo absurdo, cuando no en lo irracional, sobre todo porque nunca entra en lo esencial: lo que hace funcionar a una empresa, el valor del petróleo en contraste con el resto de la entidad, qué subsidiar y qué no.
Qué hacer, en este contexto, con PEMEX. Hay cuatro escenarios que, al menos en concepto, pueden orientar la discusión pública:
1. Dejarla tal y como está: éste ha sido el escenario base por décadas porque responde a los intereses que controlan a la entidad. Siempre ha sido más fácil quejarse mucho pero no tocar a los intereses que la dominan. Quienes prefieren esta opción hablan de corregir sus finanzas, darle más dinero y cambiar todo para que todo siga igual.
2. Reformar sin cambiar el monopolio: es decir, llevar a cabo algunos cambios marginales (como una mejor administración, tal y como se intentó con la creación de las divisiones funcionales hace algunos años; o cambiar la relación fiscal con el gobierno), sin pretender cambiar el fondo del problema. Esto es lo que se intentó con algún grado de éxito luego del quinazo, sólo para encontrarnos con que, diez años después, todo había vuelto a la normalidad.
3. Replantear la industria: sin cambiar la naturaleza y estructura de la empresa misma (evitando con ello un choque frontal con los intereses que la controlan), modificar la estructura de la industria. Es decir, terminar con la figura del monopolio, dejar a PEMEX como “empresa dominante”, y permitir que se desarrollen otras empresas -públicas, privadas y mixtas- a su derredor. Esto permitiría algún respiro para la industria, toda vez que podría explotarse el gas no asociado, llevarse a cabo exploración en el Golfo de México, todo ello sin afectar las finanzas públicas.
4. Sujetar a PEMEX a un régimen de mercado manteniendo el monopolio y la propiedad estatal: convertirla en una empresa de verdad, con una administración profesional, reglas perfectamente definidas, transparencia en sus cuentas, un consejo que le rinda cuentas al público y un sindicato que protege los intereses de sus trabajadores pero no es dueño de la empresa. Hay muchos precedentes para un esquema como este pero, en nuestro caso, implicaría una revolución política. Sobre todo, demostraría que México puede ser un país normal, desarrollarse con celeridad y romper con sus lacras y mitologías.
Hasta hoy, nada hay que sugiera que el cuarto escenario es posible, pero nunca es tarde para comenzar.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org