Con su famoso “qué nos pasa” Héctor Suárez nos puso en evidencia, pero no logró cambiar la realidad. El punto de aquel programa residía en mostrar nuestras incongruencias y, sobre todo, la indisposición a resolver problemas. Nuestras dificultades son conocidas por todos, son fáciles de identificar y no requieren de un genio para enfrentarse. Pero el hecho es que no las enfrentamos: nos quedamos atorados en el camino sin llegar a una resolución.
Los mexicanos nos hemos acostumbrado a que la salvación nos llegue por terceros. Décadas de gobiernos priístas nos hicieron dependientes al llamado de la autoridad. El presiente era el líder, dueño y experto en todo. Sumando las formas aztecas con el corporativismo, el PRI creó toda una cultura de subordinación, sumisión y dependencia que nos ha hecho incapaces de actuar por nuestra cuenta. Todo el mundo critica al presidente por su incapacidad o indisposición a asumir la función que tradicionalmente le tocaba al tlatoani sexenal pero lo extraordinario es que, ante la ausencia, no emerjan liderazgos alternativos que asuman esa responsabilidad. En Brasil, Chile, Francia o EUA, no faltan líderes dispuestos a sacar la cabeza y convocar. Aquí solo lo hacen quienes quieren llevar agua a su molino.
¿Cómo es posible que en un país que se dice moderno, con aptitudes excepcionales de liderazgo en personas, políticos, empresas e instituciones, ninguno emerja para forzar una transformación? La mayoría de nuestros políticos entienden perfectamente los temas, pero cuando actúan lo hacen de manera interesada o dentro del espacio que les permite su cultura grupal o corporativa. La cultura priísta sigue permeándolo todo: partidos, medios, empresas: todos hablan en plural pero, con notables excepciones, sólo se preocupan de lo suyo. En el país hay centenas de líderes competentes en una multiplicidad de actividades, regiones y sectores y, sin embargo, ninguno emerge para romper la parálisis.
El país lleva años atorado, incapacitado para promover y lograr el crecimiento de la economía. En lugar de avanzar el tema en el que toda la población coincide, incluidos los intereses más recalcitrantes y reaccionarios, lo único que se ha logrado es extender las prerrogativas de la burocracia y la corrupción con una rendición de cuentas cada vez menor. Porque eso, y no otra cosa, es lo que manifiesta la reforma energética que le confirió todavía más privilegios al sindicato o la rendición gubernamental ante el magisterio. Los partidos en el gobierno cambian, pero el oscurantismo populista persiste: en lugar de romper con un statu quo claramente intolerable, todo contribuye a afianzarlo y prologar su existencia. Hemos perfeccionado el arte de la parálisis en lugar de promover la prosperidad. Como grupo, prácticamente ningún político o partido acepta hoy la esencia de su responsabilidad: que la riqueza se tiene que crear, no sólo regular, impedir o pretender distribuirla.
Aunque se reconoce la existencia de un problema –la retórica que emana de todos los ámbitos así lo muestra- lo importante es satisfacer la agenda personal o grupal, no la urgencia de transformar al país. Los diagnósticos y las propuestas de política que de ellos surgen son ricos en contenido pero pobres en comprensión. De nada sirve proponer una gran estrategia de transformación cuando ninguna de las soluciones que ahí se visualizan o proponen es susceptible de modificar la realidad para bien.
Ante todo, es evidente que el país vive disfuncionalidades y contradicciones fundamentales tanto políticas como económicas. Sin embargo, por más diagnósticos que existan, prácticamente ninguno reconoce los velos –e intereses- que impiden que las propuestas sean soluciones viables. No es que falten propuestas, muchas de ellas por demás sensatas y razonables, pero vivimos la paradoja de que su adopción no resolvería los problemas. Llevamos más de dos décadas aprobando reformas que no han logrado romper con el impasse que nos caracteriza. Algo debe estar mal.
El país requiere muchas reformas pero no tiene capacidad de absorberlas y procesarlas porque lo que está mal es la estructura del poder, razón por la cual sería mejor no pretender que una aspirina va a resolver un cáncer. No es que muchas de las propuestas entrañen malas ideas: es que, simplemente, la solución no empata al problema real.
La cultura priísta que se impuso a lo largo de décadas nos dejó un legado de mitos y vicios mentales que no parecemos capaces de remontar. En materia económica, lo fundamental es el conjunto de obstáculos a la generación de riqueza. Eso no se corrige, por ejemplo, con más impuestos o mejor gasto, aunque ambos pudiesen ser necesarios, sino con la eliminación de obstáculos a la instalación y operación de empresas, la inversión en infraestructura, la generación de condiciones de competencia real y efectiva y el rompimiento de estructuras sindicales que, como la del magisterio, mantienen sumisa a la población, atorada en un sistema educativo que inhibe la creatividad y el desarrollo de las personas. De nada sirve cambiar la estructura fiscal, privatizar empresas o negociar tratados de libre comercio, por más que todos sean necesarios, si todo está diseñado para impedir que la economía logre su cometido principal: generar riqueza con oportunidades iguales para todos.
Lo mismo es cierto del sistema político: es evidente que está atorado, pero también es obvio que las reformas propuestas no romperían los monopolios del poder, la distancia entre la ciudadanía y los gobernantes o la falta de reconocimiento de los ganadores en una elección. Al revés: dada nuestra realidad política, muchas de las reformas que se proponen no sólo afianzarían la estructura actual del poder, sino que desacreditarían, una vez más, la noción y urgencia de reformar. El problema del poder y la falta de acuerdo sobre cómo distribuirlo, contenerlo y que rinda cuentas tiene que preceder a cualquier reforma legal. Estos son temas de política y liderazgo, no de legislación. Lo primero es lo primero.
Todos sabemos que el presidente no ha logrado ejercer el liderazgo que exige su función en nuestro sistema. Lo patético es que no surjan liderazgos alternativos con credibilidad que digan lo obvio del país y del sistema político-económico: que, como en el cuento de Andersen, el emperador está desnudo. A México no le faltan líderes de primera, pero ninguno parece dispuesto a asumir esa función más allá de su ámbito: es más fácil quejarse de la incompetencia de los otros, del pésimo gobierno o de lo mal que están las cosas. Urge romper con el groupthink de Orwell que mata al país de a poquito…
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