Nuestra peculiar democracia está más llena de mitos, falacias y arbitrariedades que de realidades consagradas. Aunque los avances en materia electoral son, dada nuestra historia, extraordinarios, la verdad es que los partidos políticos operan dentro de la lógica de la imposición más que la de la competencia. El PRI sigue siendo un partido que se considera con el derecho divino de gobernar a los mexicanos, en tanto que el PRD reclama el mismo derecho para sí. El PAN es quizá el único partido que entiende y está inserto en la noción de que es posible competir por el poder sin tener que cancelar o destruir a sus adversarios. Pero más grave que lo anterior es la noción generalizada de que el PRI tiene que perder para que la democracia florezca.
No existe la menor duda de que el PRI es mucho más que un partido político, toda vez que su estructura y naturaleza van mucho más allá de la búsqueda del poder por vía de la competencia electoral. Como dijera algún miembro del PRI hace años, ser priísta es “una forma de vida”. El PRI controla sindicatos, domina la distribución de semillas, crédito y fertilizante en el campo, articula controles sobre la población a través de redes inmensas de (supuesta) participación ciudadana y, en general, se dedica a intermediar (y mediatizar) la relación entre la población y el gobierno. Es, por su historia y la de México, prácticamente un sistema político en sí mismo.
Dada la historia y naturaleza del PRI, los reclamos de los partidos de oposición son con frecuencia plenamente justificados. Competir con el PRI entraña, literalmente, meterse con Sansón a las patadas. Una competencia electoral en la que participa el PRI, sobre todo cuando se encuentra en control del aparato gubernamental, implica competir contra todos los órganos de gobierno, contra una maquinaria electoral extraordinariamente aceitada, contra redes de complicidad muy desarrolladas y, sobre todo, contra candidatos que generalmente cuentan con apoyos que van desde el nivel municipal hasta el presidencial. Por mucho que haya avanzado el sistema propiamente electoral, la competencia contra el PRI es inevitablemente desigual. Este argumento, palabras más, palabras menos, es utilizado con frecuencia para justificar la afirmación de que la democracia sólo podrá prosperar en la medida en que el PRI pierda o desaparezca.
Sin embargo, la evidencia empírica de tal afirmación es sumamente pobre. Derrotar al PRI no es una tarea imposible. Los últimos años evidencian claramente que malos gobiernos han llevado al PRI a perder curules en el Congreso y en el Senado, puestos en gobiernos estatales y municipales. Por mucho que algunos partidos de oposición afirmen que mientras el PRI exista la democracia es imposible, el hecho es que, hoy en día, tanto la población en general como los principales partidos de oposición saben que es plausible un triunfo de un candidato distinto al PRI en las elecciones presidenciales del año 2000. Es decir, la retórica sobre la muerte del PRI no viene empatada por las acciones y expectativas de los partidos políticos y de la población.
Si no es el PRI el que impide la democracia, entonces ¿qué es lo que la impide? Si uno observa el comportamiento de los actores políticos en el país en la actualidad, una de las cosas que saltan a la vista es la ausencia de valores compartidos entre los partidos y fuerzas políticas. Los partidos siguen actuando bajo la premisa de que su éxito depende de la erradicación de sus enemigos; de esta forma, en lugar de concebir a la democracia como un espacio en el que hay adversarios a los que hay que vencer, los partidos se conciben mutuamente como enemigos a los que hay que destruir. De ahí que la política en el país se caracterice por una dinámica sumamente perversa y destructiva en la cual nadie está dispuesto a construir un terreno común que permita que todos participen en la política de manera equitativa. Si un partido sostiene una determinada tesis, ésta es, por ese sólo hecho, inaceptable para todos los demás.
Esta dinámica es uno de los factores que mayor incertidumbre causa en la política mexicana actual. Cada partido sostiene posturas distintas sobre temas esenciales y cada partido reprueba las tesis de sus adversarios. El tema del fin del PRI es sintomático de este fenómeno más amplio que experimenta el país. Muchos mexicanos sensatos observan la total incapacidad del PRI para adaptarse a las nuevas realidades del país y del mundo, lo que les lleva a votar por partidos de la oposición. Pero quizá muchos más mexicanos siguen votando por el PRI menos por su devoción a ese partido que por su enorme incertidumbre respecto a las acciones, decisiones y políticas que emprenderían sus contrincantes. Es decir, la política de la erradicación de los adversarios que practican los tres principales partidos del país constituye un sostén más con que, en la práctica, cuenta el PRI.
En los días en que estuvo de visita en México el ex presidente del gobierno Español, Felipe González, propuso una serie de principios elementales de convivencia política que son indispensables para que un país pueda avanzar en el camino del desarrollo político y económico. Quizá los más significativos de éstos fueron los siguientes: primero, que hay ciertos temas que ya no pueden ser discutidos en esta etapa de la historia del mundo, sobre todo aquellos relacionados con la estabilidad macroeconómica. Felipe González aseveró que es natural y necesario que los partidos discutan la asignación de los recursos fiscales, pues ésta es su prerrogativa natural. Es decir, una parte inherente de la actividad política y partidista de cualquier país reside en la disputa por la política impositiva -y lo que ésta debe promover o incentivar, como el ahorro, o la inversión- así como la política de gasto público. Lo que no es posible disputar es el hecho de que un país debe tener un equilibrio macroeconómico, una inflación baja y una política de integración comercial con tantos países como pueda lograrlo. Para Felipe González la democracia y el crecimiento económico en la actualidad son simplemente inconcebibles en un país en el que se disputa un principio tan elemental como el de la estabilidad general de la economía o la apertura comercial.
Un segundo tema que enfatizó repetidamente el ex presidente español se refiere al respeto a la constitución vigente como norma elemental de convivencia política. Ningún país que experimenta un proceso de cambio tan profundo, como el que ha experimentado la región latinoamericana o la península ibérica, tiene una constitución perfecta. Sin embargo, es imperativo que todos los partidos acuerden respetar la constitución existente, así sea para cambiarla después. La razón de lo anterior es que el mayor obstáculo y enemigo de la democracia y del crecimiento económico es la incertidumbre. Si los propios partidos ponen en entredicho el marco jurídico fundamental del país, dejan de ofrecer al menos un vestigio de certidumbre a la población que decidirá su voto.
Un tercer tema que tocó reiteradamente Felipe González se refirió al conjunto de factores que hacen posible el desarrollo económico en el mundo en la actualidad, y que es particularmente relevante para los países que perdieron la oportunidad de salir adelante en las dos revoluciones industriales de los últimos dos siglos. La educación, la salud, la igualdad de oportunidades, la seguridad pública y el estado de derecho son valores esenciales de la política moderna y requieren programas continuos, a lo largo de décadas, más allá de cualquier partido o gobierno en lo individual. Un país que no logra un consenso sobre la importancia de estos temas y, mucho más importante, sobre la manera de enfrentarlos, no tiene viabilidad, lo que implica que probablemente volverá a perder la oportunidad en esta era de revolución tecnológica y de comunicaciones.
La democracia mexicana tiene un enorme trecho por recorrer. El PRI sin duda tiene que encontrar la manera de enfrentar sus propios rezagos y, particularmente, a los intereses creados que lo anclan en el pasado. Pero el problema de fondo de la democracia mexicana no reside en el PRI, sino en la ausencia de consensos sobre temas esenciales para el país, que nada tienen que ver con los propios partidos políticos, y todo con la realidad del mundo y del país mismo. Los partidos tienen que aceptar la legitimidad de la existencia de sus contrarios y tienen que comenzar a articular consensos transparentes sobre los temas medulares que mencionó Felipe González. El resultado de las elecciones del año 2000 seguramente dependerá mucho más de la certidumbre que inspiren partidos como el PAN y el PRD que del propio desempeño del PRI. Aunque el PRI ganaría mucho reformándose, en este momento la bolita está en el otro lado de la cancha.
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