¿Qué reformas?

Energía

En México llevamos años hablando de reformas y cada quien enarbola su reforma favorita. Algunas reformas han avanzado, pero la sensación colectiva se resume en un planteamiento antagónico: o todavía faltan las reformas verdaderamente importantes o las que se han hecho han sido inútiles, cuando no perniciosas. Es posible que, en algún sentido ontológico, ambas cosas puedan ocurrir simultáneamente, pero aun en esa dudosa circunstancia, es evidente la falta de dirección para conducir el proceso de reforma que el país requiere.

Dentro de la pléyade de monólogos que caracteriza el debate nacional, a propósito de las reformas hay de todo: ideas prácticas, reformas paralelas y reformas contradictorias, reformas imaginarias y sueños de transformación radical. En su visita más reciente a México, Sartori advertía la dificultad de llevar a cabo reformas excesivamente rápidas, poco meditadas; sin duda, en el transcurrir del tiempo, el viejo estudioso ha observado más de un acierto y varios yerros.

Aceptar la perspectiva de Sartori sonaría razonable, si no fuera porque el país lleva una década sin procesar reformas clave y supone, en última instancia, que todo mundo ha estado dormido (o peor). La verdad es que a pesar de las diferencias en perspectiva y ambición, algunas de las reformas más fundamentales han sido muy discutidas y debatidas, al menos en sus lineamientos generales y podrían cobrar forma con relativa celeridad sin incurrir en prisas excesivas. Pero no cualquier reforma es adecuada y muchas, como las que hemos observado recientemente, están animadas por objetivos de concentración de poder más que de institucionalización y desarrollo económico o democrático. Por supuesto, como reza el dicho, “el diablo está en los detalles”, pero yo me atrevería a decir que en la mayoría de los casos el problema no son los detalles sino los mitos, las ambiciones y, sobre todo, los prejuicios que animen la discusión de esos detalles finales.

Sin duda, las reformas elementales que el país necesita, las que podríamos denominar como la “infraestructura” de un sistema de gobierno funcional y viable, son la institucional (o del Estado) y la fiscal. Una ataca –o debería atacar- los vicios que nos dejó el fin del presidencialismo y la otra los intereses creados que buscan que nada cambie. Ninguna serviría si no se aprueban modificaciones sustantivas en los dos ámbitos. Pero no cualquier tema o iniciativa en el ámbito institucional, de la multiplicidad que se discute en el ámbito público, es adecuado ni todos los límites autoimpuestos con que se entra al tema fiscal son sostenibles.

El problema de los prejuicios no es pequeño. Nuestra historia reciente, al menos de 1970 para acá, es el relato de reformas contradictorias y expectativas destruidas. En los setenta, Echeverría cambió la estructura de regulación económica para conferirle un rol de primacía al gobierno, en tanto que las reformas de los ochenta y posteriores intentaron revertir la tendencia y crear una base de interacción económica fundamentada en los mercados. La mezcla ha sido atroz, pues arrojó no sólo las contradicciones que caracterizan a la actividad económica, sino sobre todo los mitos y los prejuicios con los que parecemos condenados a vivir. Es decir, hoy tenemos excesivas regulaciones en algunos ámbitos y ninguna en otros.

Las reformas de los setenta acabaron destrozando la estabilidad que el país había logrado en las dos décadas previas sin ofrecer resultados encomiables en su lugar. Si descontamos el crecimiento económico producto de la elevación de los precios del petróleo en esos años, el desempeño de la economía mexicana fue en general desastroso. Pero el legado que nos dejaron esos años fue terriblemente pernicioso porque se incorporó al discurso político y, de hecho, en el subconsciente colectivo, en la forma de prejuicios y mitos. Prácticamente todas las reformas llevadas a cabo a partir de 1982, pero sobre todo en los noventa, fueron producto de dos percepciones: la estabilidad del país se encontraba en jaque o la amenaza de deterioro era extrema. El mejor ejemplo de lo anterior fue la reforma que creó las afores hace diez años.

Más allá de las reformas “infraestructurales” clave para el futuro (la fiscal y la institucional), el país tiene que comenzar a lidiar con los prejuicios y debe hacerlo para llevar a buen puerto esas mismas reformas, aparentemente tan avanzadas. Una simple enumeración de los temas en los que la mitología es no sólo generosa sino abrumadora y contraproducente incluiría la relación con Estados Unidos; la forma de administrar y explotar los recursos petroleros y la electricidad; la noción de que es mejor no tener empresas grandes; la necedad de controlar los excesos del mercado (en lugar de sólo regularlo); la visión acerca de los funcionarios públicos como portadores de motivaciones puras frente a las motivaciones egoístas del resto de las personas; y, no menos importante, la idea de que el gobierno, en lugar de los empresarios y la iniciativa individual, nos resolverá todos los problemas.

La colección de mitos sería tema de interés meramente sociológico si no fuera porque entraña consecuencias. Son esos mitos los que provocan la cultura de colusión que priva en las relaciones entre empresas y el gobierno, la noción de que es imperativo proteger a las empresas que no tienen capacidad de competir, la lógica de seguir comprando a líderes sindicales en lugar de atender las necesidades de los trabajadores y su productividad, y la noción de que la presidencia es muy fuerte y tiene que ser debilitada. Son esos mitos los que procrean una regulación tras otra para asegurar que ninguna empresa sea demasiado maltratada en lugar de construir los fundamentos de la economía y los empleos del futuro. Los prejuicios tienen terribles y costosas consecuencias.

Refiriéndose a los franceses, que no son muy distintos a nosotros en su capacidad para construir mitos y darles vuelo (aunque eso no le resta mérito a su calidad de vida, por más que esté en riesgo de deterioro), Augustin Landier y David Thesmar afirman que sus connacionales tienen la mentalidad de dueños de bonos en lugar de accionistas (Le Grand Merchant Marché). En su lógica, el dueño de un bono privilegia el crecimiento lento pero estable sobre una expansión más rápida pero riesgosa que distingue a quienes tienen mentalidad de accionistas.

Algo muy similar se puede decir del mexicano que no parece dispuesto a asumir los riesgos de un cambio profundo en aras de asir oportunidades mucho más grandes y ambiciosas. En ocasiones, como con las reformas recientemente aprobadas, se asume que ya ser resolvieron problemas fundamentales cuando, en el mejor de los casos se abrieron nuevos frentes de disputa y conflicto; en el peor, no se logró sino fortalecer el statu quo quizá a costa del crecimiento económico futuro. Nuestro fatalismo parece determinar el statu quo en lugar de que el statu quo, que a diferencia del de los franceses no es una razón para sentirnos satisfechos, nos obligue a cambiar para progresar y prosperar.

La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org

Comentarios

Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.