Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Los gobiernos son especialmente buenos para identificar problemas técnicos pero tienden a ser profundamente ignorantes sobre lo que motiva el actuar de la población. Suponen que la gente responderá a sus ordenamientos sin chistar y sin jamás poner en duda el altruismo del gobierno.
Pero los mexicanos llevan siglos viendo gobiernos ir y venir y su respuesta no ha cambiado: obedecen pero no cumplen, simplemente se adaptan. La naturaleza humana es terca pero predecible: jamás una persona irá contra sus intereses ni se doblegará voluntariamente ante las preferencias burocráticas. Quizá ahí resida una explicación más lógica al patético desempeño económico actual.
Yo no tengo modelos matemáticos complejos a mi alcance que me permitan dilucidar las causas del pésimo desempeño de la economía, pero observo la forma en que actúa y responde la población ante la interminable andanada en la forma de normas, reglas, procedimientos e impuestos. Una observación me dice mucho: el uso del dinero crece con celeridad. Me cuenta un notario que ya casi habían desaparecido las transacciones en efectivo (en buena medida por el impuesto a los depósitos) pero que ahora crecen inconteniblemente. ¿La razón? La gente tiene miedo que le auditen sus cuentas bancarias o tarjetas de crédito. O sea, en lugar de avanzar hacia una economía cada vez más eficiente y con un sistema financiero que intermedia las transacciones entre agentes económicos, vamos hacia el trueque. Menor eficiencia equivale a menos actividad económica: multiplique usted las operaciones que así tienen lugar a lo largo y ancho del país y el efecto es brutal.
La lógica de una tasa superior de impuestos radica en que, al reunirse un mayor caudal de recursos en el erario, el gobierno puede gastar en forma masiva, con resultados impactantes: no es lo mismo miles de pequeñas transacciones que un gran proyecto de infraestructura. Así quizá suceda en Suecia, pero en México hasta la construcción está declinando. El gasto se eleva pero la economía no responde. Sin duda, meses de gasto creciente van a tener su impacto más adelante, pero menos de lo que el gobierno imagina y quizá de manera distinta. La razón es obvia: el gasto gubernamental es sumamente ineficiente. Mientras que gente sólo gasta lo que le rinde, el gobierno dispendia, con frecuencia de manera absurda. Además, la corrupción no amaina y todo mundo conoce ejemplos de ella en su vivencia cotidiana que refuerzan su desprecio por las soluciones burocráticas: licitaciones amañadas, sindicatos abusivos, pagos por voto en el congreso, los famosos moches, pensiones generosísimas…
En lugar de procurar la confianza de la población y avanzar hacia la construcción de una economía cada vez más eficiente, las acciones gubernamentales aceleran el crecimiento de la economía informal, cuyos impuestos se privatizan: los cobran inspectores, policías y líderes y nunca llegan al erario. En lugar de simplificar el pago de impuestos y disminuir los costos para la creación de empresas formales, la estrategia incentiva la informalidad donde, con todo, los empresarios enfrentan menores costos y operan fuera del radar gubernamental. La lógica del informal es impecable pero su efecto es el de disminuir el crecimiento agregado de la economía.
Por encima de todo, la realidad cotidiana sigue siendo sumamente onerosa para el mexicano de a pie por los costos de la extorsión, la impunidad con que actúa la autoridad a todos los niveles de gobierno y su enorme desorden. La noción de que la población se va a ordenar sin que el gobierno entre en orden es contradictoria con la naturaleza humana. El ejemplo comienza en casa.
La ley fiscal vigente eleva dramáticamente el costo fiscal tanto porque en México no hay impuesto marginal (se pagan impuestos a la tasa completa en cada “escalón” de ingresos), como porque las nuevas facultades de fiscalización paralizan el consumo y la inversión. En estas circunstancias, no es difícil explicar la situación económica. El problema no es técnico sino de naturaleza humana. En los setenta los gobiernos se empeñaron en imponer su lógica burocrática sobre las prácticas cotidianas: inventaron fideicomisos y gastaron como si no hubiera límite alguno, subvirtiendo la confianza. El resultado fue crisis, inflación y caos. La gente no respondió (ni responde) como un burócrata anticipa.
En el corazón de todo yace la contradicción inexorable entre la experiencia de la población y el voluntarismo gubernamental. En el prólogo al libro intitulado “Tráfico de armas en México” de Magda Coss Nogueda, Leonardo Curzio relata que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. Así parece ser la lógica de la estrategia económica: imposición en lugar de convencimiento, autoridad en vez de liderazgo. La imposición no funciona en la era de la globalización. El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno. ¿De quién es la culpa? Obviamente de la población y de los empresarios que no entienden las instrucciones gubernamentales.
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