¿Queremos crecer?

SCJN

Si existe un objetivo que virtualmente todos los mexicanos suscribirían sin disputa ese es, sin duda, el del crecimiento económico. El crecimiento, todo mundo reconoce, es fuente de riqueza y empleos, oportunidades y desarrollo. Dado este virtual consenso, lo impresionante es la total ausencia de disposición –en la sociedad, el poder legislativo o el gobierno- para tomar las duras decisiones que implica sentar bases firmes y definitivas para que ese crecimiento sea de verdad posible.

Argumentar a favor del crecimiento económico en México es como hablar de la familia o la virgen de Guadalupe. Es decir, es algo tan importante y necesario que nadie lo pone en duda. Lo que es más, a los mexicanos nos encanta diferenciar –y despotricar- respecto a los diversos “modelos” de crecimiento que serían deseables. Hace años, cuando se descubrieron vastos yacimientos de petróleo, se decía que no queríamos ser como Arabia Saudita, sino como Japón. Años más tarde eso mismo se decía respecto a Puerto Rico y a quien queríamos emular era a los llamados “tigres” asiáticos. El debate y la retórica han sido generosos, pero no así las acciones concretas. Todavía estamos lejos de sentar las bases de un desarrollo firme y sostenido.

Lo interesante es el poco entusiasmo que generan las reformas que serían necesarias para lograr el objetivo del crecimiento económico de una manera cabal y sostenida. La población, y en particular los políticos, tienen ideas muy claras de lo que quieren en un sentido abstracto y en el largo plazo, pero típicamente se encuentran cegados e indispuestos a actuar en el presente para que ese futuro pueda materializarse. Algunos ejemplos dicen más que mil palabras.

Todo mundo sabe, por ejemplo, que la seguridad jurídica es esencial para que una economía pueda funcionar. Sin embargo, la inseguridad jurídica es la principal característica del entorno en que se desenvuelven las personas y las empresas en nuestro país. La economía informal es una muestra fehaciente del fenómeno, que ha llegado al extremo de hacer menos costosa la operación de una actividad económica fuera del ámbito legal y regulatorio que dentro de éste. Lo mismo ocurre con los bancos: aunque cuentan con recursos para prestar no lo hacen por lo arriesgado y costoso que resulta la recuperación de un crédito en la actualidad. Destruida la cultura del cumplimiento después del episodio reciente del Fobaproa, y sin los medios legales para que las instituciones financieras puedan cobrar o hacer efectiva una garantía, el financiamiento bancario prácticamente no está disponible. La inseguridad jurídica es pasmosa y entraña costos altísimos para las personas y, en general, para el país.

El caso de la vivienda es ilustrativo. Según un cálculo del profesor Richard Roll, de la Universidad de California, los costos de la construcción de una vivienda informal en las condiciones imperantes en México (es decir, sin documentos, drenaje y otros servicios básicos) son entre dos y tres veces superiores a los de una vivienda formal, que además normalmente cuenta con acceso a todo tipo de servicios. La razón por la cual mucha gente, sobre todo la más pobre, opta por medios informales para hacerse de una casa es porque no existe un mercado hipotecario que les permita acceder a los mercados de vivienda formal y éste no existe por la inseguridad jurídica imperante. Se trata de un círculo vicioso tras otro que en vez de extinguirse se retroalimentan.

Hace unas cuantas semanas se dio un caso que puede acabar forzando cambios de fondo en la realidad jurídica nacional. Una empresa extranjera, Metalclad, se estaba instalando en el estado de San Luis Potosí después de haber satisfecho todos los requisitos y regulaciones que las autoridades tanto estatales como federales le habían solicitado. Luego de haber iniciado el proceso de construcción e instalación de su planta, el gobierno estatal, presionado por movilizaciones políticas, expropió la planta y luego procedió a modificar la zonificación del predio, declarándolo reserva ecológica. Es decir, el gobierno local modificó las reglas bajo las cuales Metalclad había decidido realizar la inversión y ahora tiene que pagar la indemnización que determinó un panel arbitral. Desafortunadamente, casos como el citado no son la excepción sino la regla. Se trata de un problema frecuente para empresarios, constructores, inversionistas y mexicanos en lo general. Al gobernante le importa un comino el hecho de que exista un proyecto, que se hayan comprometido recursos en su consecución y que un cambio de regulaciones afecte su viabilidad. La arbitrariedad en pleno.

A diferencia de lo que ha sido la experiencia en el pasado, en este caso particular el gobierno tendrá que pagar por su arbitrariedad. Al amparo de las reglas que establece el TLC, la empresa extranjera demandó al gobierno del estado referido y acabó obteniendo una indemnización de 16 millones de dólares, cifra sin duda enorme para el presupuesto de San Luis Potosí. La arbitrariedad tuvo consecuencias para la autoridad, aunque ahora el gobierno estatal está tratando de evadir el pago. Lo patético es que los mexicanos comunes y corrientes no contamos con semejante protección. Es tiempo de comenzar a desarrollarla.

Nuestros políticos y burócratas muchas veces suponen que las regulaciones y, en particular, la arbitrariedad que caracteriza su proceso de decisiones, no tienen consecuencias. El hecho es que las tienen, son muy onerosas y afectan principalmente a quienes menos pertrechados se encuentran para afrontarlas, los más pobres. Esto es, los que más sufren las consecuencias de la ausencia de seguridad jurídica, de mecanismos efectivos para hacer cumplir un contrato y de justicia expedita son precisamente aquellos a los que los políticos dicen querer ayudar.

Lo que es cierto para el mercado hipotecario también lo es para todos los demás ámbitos de la vida económica del país. Mientras que una persona con recursos puede apalancar sus activos –desde su dinero o propiedades hasta su educación y talento-, un pobre, como muestra Hernando de Soto en su libro El Misterio del Capital, no es susceptible de hacerlo por la manera en que opera el sistema. De esta forma, mientras que un rico tiene acceso al crédito, el pobre no puede apalancar sus activos para obtener financiamiento y menos para respaldar un título de propiedad, mucho menos puede financiar una actividad productiva. No es casualidad que el crecimiento de la economía sea inconsistente, profundamente desigual y, aun en los mejores momentos, efímero.

Si queremos lograr una plataforma económica sana y fuerte que permita tasas elevadas de crecimiento económico tenemos que reconocer que el crecimiento no es un problema financiero (dinero sí hay), sino un problema de seguridad jurídica y certidumbre de que las reglas del juego permanecerán inalteradas por largos periodos. Hace unos años se afirmaba que el crecimiento sólo sería posible en la medida en que hubiera ahorro. Hoy que tenemos niveles más elevados de ahorro seguimos registrando un crecimiento económico precario. Resulta obvio que el ahorro no es suficiente para lograr el objetivo. Lo crucial, lo que no tenemos, es la certidumbre jurídica, regulatoria y administrativa de que las reglas de hoy seguirán siendo las mismas mañana. Es decir, no contamos con un entorno que favorezca el intercambio de bienes y servicios de una manera rentable entre los agentes económicos sin riesgo de expropiación, repudio o confiscación por la vía regulatoria. Eso es lo que nos diferencia de los “tigres” asiáticos o de otras naciones que han logrado largos periodos de crecimiento a tasas verdaderamente envidiables.

Virtualmente nadie en México confía en las instituciones públicas, muestra cabal del problema que yace en el fondo del tema económico. Las instituciones no son confiables porque el gobierno las maneja de manera abusiva y arbitraria, porque el congreso no logra congruencia entre unas acciones y otras y por la permanente propensión a modificar las reglas del juego. En esto, la decisión de la Suprema Corte respecto a la electricidad constituye un buen principio en la dirección correcta. El ejemplo de Metalclad sugiere que los inversionistas del exterior van a seguir invirtiendo, ahora que han probado que las salvaguardas y protecciones que contempla el TLC sí son efectivas. La pregunta es por qué no podemos los mexicanos gozar de iguales derechos y garantías.

La debilidad institucional en México es patente. Tanto así que el TLC se concibió originalmente como una medida para consolidar y dar credibilidad a las reformas internas más que para abrir mercados en el exterior. De hecho, una anécdota interesante de esa etapa muestra la verdadera dimensión del problema: cuando se anunció la negociación del TLC, el gobierno le solicitó a las organizaciones empresariales que hicieran estudios profundos del impacto que la apertura a las importaciones podría traer para cada sector de la economía y que propusieran puntos concretos a negociar para su sector o área de actividad. Tratándose de su supervivencia, los empresarios realizaron más de 120 estudios detallados, sector por sector. Lo que fue sorprendente no fue la seriedad y profundidad de la mayor parte de éstos, sino el hecho de que la abrumadora mayoría de las propuestas, demandas y quejas que proponían los estudios no se referían a Estados Unidos y Canadá, sino al gobierno mexicano. Prácticamente nada de eso ha cambiado más de diez años después.

El país se encuentra en un momento crítico para su desarrollo. Aunque hay evidencia de que la actividad económica comienza a recuperarse, la ausencia de anclas institucionales, leyes y reglamentos favorables a la inversión en ámbitos como el laboral y energético, así como una complejidad indescriptible –y propensión burocrática a la arbitrariedad-, reducen el potencial máximo de recuperación de la economía mexicana. Puesto en otros términos, la apuesta del crecimiento sigue anclada en la demanda del exterior, en salarios bajos y en una industria tradicional poco eficiente. Es tiempo de darle una mejor oportunidad a los mexicanos y al país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.