En estas épocas electorales, donde se celebra una tradición juarista un día, más la propiedad estatal de los recursos petroleros el otro, donde se promete repartir el cielo y las estrellas cada día, más derechos inalienables a lo que sea esos mismos días, suele no darse la interrogante obligada: ¿quién pagará las facturas, de donde saldrán los recursos?El próximo episodio de elecciones nacionales en julio se ha interpretado como una contienda entre símbolos políticos—símbolos de la apertura y la sociedad abierta, o de un regreso al corporativismo del pasado, o símbolos de un Estado interventor, con mayores poderes sobre las decisiones cotidianas. Desconocemos si esta forma de interpretar nuestra contienda electoral es válida. Empero, persisten las preguntas detrás de las plataformas, o de las promesas de campaña: ¿Cuál es el papel del gobierno en nuestra sociedad? ¿Cuál es el tamaño óptimo del mismo? ¿Para qué queremos el gasto público?Estas son preguntas fundamentales, que definen el nivel de financiamiento que se tendrá que requerir para pagar las facturas. El costo de la intermediación gubernamental es sumamente difícil de calcular. La realidad, sin embargo, es ineludible: si queremos mayor injerencia estatal en decisiones económicas cotidianas, desde la propiedad y proveeduría de los insumos básicos como energía o agua o educación, hasta participaciones activas en el desarrollo de otras áreas, habrá que financiar las actividades. Este financiamiento nace de sólo tres fuentes: impuestos, inflación o deuda pública.En este sentido, la realidad fiscal es independiente de las orientaciones políticas o de las preferencias electorales: el gobierno administra recursos que toma del público, y, por desgracia, más bien por naturaleza, tiende a administrarlos de forma muy ineficiente. De hecho, se puede decir que la fuente final de recursos son los impuestos, en diferentes modalidades: a través de tasas impositivas, de tasas inflacionarias (la inflación es, al final del día, un impuesto disfrazado, que quita los recursos por medio de la erosión gradual del poder adquisitivo de la moneda), o de deuda gubernamental (los impuestos que pagaremos en el futuro, o que pagarán las futuras generaciones).Hoy en día, a pesar de los bajos niveles de recaudación, los ciudadanos mexicanos pagan una larga, variada, y complicada lista de impuestos, desde los directos que recaen el ingreso, los indirectos que gravan el consumo, y otros, los especiales, como la tenencia, el impuesto sobre autos nuevos, el impuesto predial, las contribuciones patronales, y varios más. Todos estos recursos se reprocesan para darnos los servicios que nos da el gobierno, desde los pagos de nómina hasta las compras gubernamentales, desde subsidios directos a las clases marginadas hasta la construcción de obras públicas, y por supuesto, la operación de las empresas que son propiedad del Estado.En este sentido, es cierto también que, por cada peso que ejerce el sector público, lo deja de ejercer el sector no gubernamental. Podemos velar por un Estado que se dedique principalmente a promover la productividad, por la vía de los incentivos regulatorios, o a defender la competencia interna, ciertamente a procurar una eficiente administración de la justicia, a proteger los derechos civiles y derechos de de propiedad de sus ciudadanos.Empero, nuestro gobierno hace mucho más. Se dedica a producir petróleo, leche, electricidad; a la generación de electricidad, al transporte de carga, a la paquetería, a dictar normas oficiales de cómo se deben operar las cosas. También se dedica a imprimir libros, a realizar concursos de lotería y patrocinar películas mexicanas.Podemos hacer esto, y mucho más, pero entonces habrá que pagar las facturas—y estas provendrán, en el corto o en el largo plazos, de recursos que el gobierno le quite a los ciudadanos.
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