No hay como la realidad para poner las cosas en su justa dimensión. La ciudad de México, ese centro político y ceremonial presente e histórico, se está colapsando por falta de inversión. En lugar de construir y mantener la infraestructura de la ciudad, los gobiernos recientes han privilegiado el gasto vistoso y políticamente rentable a costa de lo esencial, con la consecuencia de que la ciudad está comenzando a colapsarse. La escasez de agua, la explosión del Interceptor Poniente del sistema de drenaje, la pésima calidad de la infraestructura eléctrica y la inexistencia de un sistema policiaco eficaz son todos muestras de la desatención que lo esencial ha recibido. Como en tantas otras cosas en el país, la realidad nos alcanzó.
La historia todos la sabemos: desde que se elige el jefe de gobierno del DF lo que hemos tenido es precandidatos a la presidencia, no administradores de la ciudad. Este cambio, pequeño en apariencia, ha alterado todo. El incentivo para el gobernante es generar apoyos y clientelas en lugar de administrar las entrañas de la urbe. Es más vistosa una obra vial como los segundos pisos y más rentable, en términos políticos, un programa de subsidios a la población de la tercera edad que el drenaje. Sin embargo, hoy sabemos que esos programas se hicieron a costa del mantenimiento de la infraestructura que es esencial para el funcionamiento de la ciudad.
El tema aquí no es de culpas sino de la negligencia que resulta de nuestra estructura política. Como ilustró el sainete respecto a las delegaciones Miguel Hidalgo y Cuajimalpa, el gobierno de la ciudad carece del más mínimo contrapeso. El jefe de gobierno controla a la Asamblea de Representantes, es quien, de facto, nombra al Instituto Electoral local y controla al Tribunal Electoral del DF. Con esa estructura de poder, no hay quien pueda limitar o incluso exhibir los excesos u omisiones del gobernante en temas de primera línea como agua, seguridad, drenaje y luz.
El tema del agua es particularmente hiriente porque revela décadas de negligencia. Además de sobreexplotar sus mantos acuíferos, el DF consume una cantidad desproporcionada del preciado líquido que proviene de otras entidades. El agua se administra mal, como ilustra el enorme número de fugas que ocurren antes de que ésta llegue a su destino. El agua cuesta una fortuna “importarla” del resto del país para que luego no se cobre y, además, se desperdicie. Las ciudades que administran bien el agua la cobran al menos al costo y, a través del precio, incentivan comportamientos muy distintos a los que caracterizan a la población de esta ciudad, además de que procrean esquemas de recuperación que hoy ni siquiera son contemplables. A pesar de la vasta experiencia que existe, tanto en el país como en el extranjero, la mitología perredista (y, sin duda, la priísta de antes) ha impedido que se conciban esquemas capaces de suministrar el agua necesaria en formas novedosas. Ahora la realidad ha impuesto sus términos y no parece haber ni siquiera capacidad de reconocer que lo esencial fue abandonado en aras de la construcción de tres campañas presidenciales.
Lo mismo se puede decir del drenaje de la ciudad. Por décadas existió un sistema dual, uno dedicado a los desechos pluviales y otro a las aguas negras. Sin embargo, en lugar de continuar invirtiendo en sistemas susceptibles de darle salida a estos desechos y, a la vez, evitar inundaciones, la decisión política consistió en utilizar los colectores existentes para ambos propósitos. El colector que antes se destinaba a las aguas pluviales no tenía el revestimiento apropiado para el manejo de aguas negras y ahora ha tenido que ser reparado de emergencia. Sin embargo, como ilustra la explosión ocurrida en uno de los grandes colectores de la ciudad y el peligro que representa el Bordo Poniente, la ciudad se encuentra amenazada no porque haya llovido demasiado sino porque no se han construido los colectores necesarios para una urbe de estas dimensiones.
La seguridad pública es otro de esos temas que parecen irresolubles. Es cierto que los sistemas policiacos que existían antaño no eran modernos, pero el caos de inseguridad que ha padecido la ciudadanía en por lo menos los últimos tres lustros debía haber sido enfrentado y resuelto por quienes nos gobiernan desde 1997. Esto no ha sucedido y la ciudadanía paga el costo de manera cotidiana. En lugar de una policía eficaz, la ciudad de México sigue caracterizada por sistemas premodernos de vigilancia pero sin los controles políticos de antes. El resultado es que nadie confía en las policías y que éstas no cumplen la función que deberían.
El caos vial no es imputable a un gobierno particular, pero sin duda el del DF es responsable cuando la causa del caos es una manifestación o bloqueo de grupos de interés particular, sean sindicales o de cualquier otra naturaleza que le son afines: en lugar de que la autoridad proteja a la ciudadanía, su prioridad ha sido solapar a sus contingentes rijosos. El caso de los bloqueos por parte de los trabajadores eléctricos de Luz y Fuerza es todavía peor por el hecho de que el servicio eléctrico en la ciudad de México es el peor del país y eso no podría ocurrir más que con el contubernio del gobierno local.
Es evidente que la situación particular del DF en nuestro peculiar “pacto federal” exige la concurrencia de las autoridades federales en muchos de los temas que son esenciales para la vida de la ciudad. Muchas de las inversiones que son necesarias para el agua y el drenaje, por citar los ejemplos más obvios, requieren financiamiento federal además de la cooperación de las autoridades del DF y de Edomex. Pero este hecho no exime al gobierno del DF de la responsabilidad.
En nuestra tradición municipal, que limita el periodo de gobierno a tres años, el gobernante local no tiene tiempo para hacer mayor cosa: el gobierno toma algunos meses en entender su cancha y luego se pasa un año haciendo lo que puede. Para el fin del segundo año ya está en pleno auge la grilla electorera para la sucesión y, no menos importante, para la siguiente chamba del presidente municipal saliente. Total que es difícil responsabilizar a un (modesto) presidente municipal de lo que no hace.
Ese no es el caso del DF. Luego de doce años de gobiernos del mismo partido e, incluso, en muchos casos, de los mismos funcionarios en gobiernos distintos, es imposible que el PRD no asuma la responsabilidad que le corresponde. Doce años son suficientes para evidenciar prioridades y decisiones. Las inundaciones recientes muestran años de desatención, omisiones y, en una palabra, ausencia total de responsabilidad.
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