Las modas nos dominan. Referéndum, revocación de mandato e iniciativa popular son palabras altisonantes que entusiasman a políticos y estudiosos. La idea de construir una democracia directa tiene un enorme atractivo porque permite imaginar una ciudadanía consumada y un mundo de respeto entre actores políticos, todo al servicio del ciudadano. No parecería necesario declarar lo risible de esta noción en nuestra realidad. Con dificultades hemos logrado sobrellevar, y no por mucho, el primer escalón de la democracia: el electoral. Ahora se propone incorporar al proceso político un conjunto de mecanismos orientados, en un mundo ideal, a darle al ciudadano instrumentos para participar de manera más activa. ¿Podemos los ciudadanos creer que súbitamente todo cambiará?
Las dificultades para establecer una democracia directa son enormes, máxime para un país tan grande, diverso y disperso como el nuestro. No es casualidad que, salvo excepciones (algunas ciudades y muy pocos países, como Suiza) la forma de democracia que han adoptado todas las naciones que se llaman democráticas es la representativa, que no es otra cosa que una manera de delegar las decisiones que tiene que tomar una sociedad a un conjunto de políticos profesionales dedicados a eso. Algunos países han adoptado mecanismos orientados a limitar el potencial de abuso o los excesos en los que los representantes populares podrían incurrir, sobre todo a través de medios como el referéndum, que somete a la consideración de la población determinadas decisiones para que éstas sean apoyadas o rechazadas por quienes se verían directamente beneficiados o afectados.
Si uno estudia los países que han adoptado formas de democracia directa, lo primero que es notable es la forma en que se dividen en dos grupos: los que tienen una democracia consolidada y los que pretenden ser democracias. Los primeros incluyen a países como Dinamarca y Suiza, en tanto que los segundos reúnen a bastiones de la democracia como Venezuela y Libia. No es difícil apreciar las diferencias y contrastes: las primeras son naciones en que la política sirve a la ciudadanía y ésta se guarda el derecho de exigir cuentas a los políticos, a sus representantes. El segundo grupo lo integran naciones donde los políticos controlan los procesos de decisión y utilizan diversos mecanismos, más bien formas, de participación directa como medios para legitimizar su actuar. Los primeros le rinden cuentas a la población; los segundos se sirven de ésta. Los primeros ven a la ciudadanía como su razón de ser, los segundos niegan su existencia y la manipulan a su antojo. La diferencia no es menor.
La pregunta para nosotros es ¿a quién nos parecemos más: a las naciones con una democracia consolidada o a aquellas en que los políticos no cejan en su afán de manipular a la población? La respuesta parece obvia, lo que permite dudar de los intereses u objetivos ulteriores, inconfesos, de quienes promueven este tipo de iniciativas.
Pero supongamos que no es así: supongamos que existe una convicción profunda entre quienes abogan por este tipo de mecanismos como medio para efectivamente democratizar a nuestro país. Si uno parte de ese supuesto, habría que analizar cada una de las propuestas por separado para evaluar las implicaciones de adoptar el conjunto de iniciativas que están en discusión en el legislativo. Lo fácil es soñar con una democracia más amable y suponer que, por el sólo hecho de adoptar un conjunto de mecanismos que funcionan en otra parte, México va a acabar transformado de la noche a la mañana.
Para entender la complejidad y las posibles implicaciones de adoptar un camino como el que proponen los abogados de la democracia directa valdría la pena estudiar el caso del estado de California en EUA. Ese estado, como otros en la Unión Americana, adoptó diversos mecanismos de democracia directa al inicio del siglo XX. Se trataba de un estado nuevo, con poca población, muy homogénea, toda ella gente emprendedora y dotada de un enorme desprecio por los políticos. Las formas de democracia directa empataban bien con la realidad de una nueva frontera en plena efervescencia. De esta manera, una población relativamente pequeña y disciplinada utilizó instrumentos de este tipo para mantener bajo control a su gobernador y legislativo estatal. La situación cambió en la segunda mitad del siglo pasado. Para el fin de los setenta, California era el estado con la economía y población más grandes del país vecino y se caracterizaba por una enorme diversidad demográfica, étnica e ideológica. Lo que antes había sido un electorado homogéneo y comprometido se convirtió en un espacio de competencia y polarización.
Los problemas comenzaron con una iniciativa popular en 1978: la de limitar los impuestos prediales. Resultó tan popular como irresponsable, no muy distinta a quienes abogan por eliminar impuestos como el IETU o la tenencia en nuestro país sin meditar sobre las consecuencias por el lado del gasto: los votantes lograron fijar los impuestos prediales sin reducir el presupuesto. El resultado fue un desequilibrio fiscal permanente. Pero lo trascendente no fue eso sino el efecto político que tuvo: a partir de ese momento se desarrolló toda una industria dedicada exclusivamente a promover iniciativas populares y referéndums y conseguir firmas de la ciudadanía. Como resultado, prácticamente todos los legisladores representan a grupos extremos en el sentido político o ideológico, con un compromiso exclusivamente hacia el grupo que los promovió. Nosotros mismos hemos sido víctimas de ese proceso en la forma de la iniciativa llamada 187, cuyo objetivo era limitar los derechos de los hijos de indocumentados. El punto es que la democracia directa que funcionaba tan bien con una población chica y disciplinada se ha convertido en una pesadilla que impide gobernar.
México tiene que transformarse y crear mecanismos de participación política que le confieran a la población la capacidad de supervisar y exigir cuentas a los legisladores. Pero las formas propuestas no tendrían ese efecto: de adoptarse, incluso con todas las provisiones que recomendarían los casos prototípicos, con facilidad podríamos acabar como California. Nuestra realidad de polarización política garantiza eso. Por eso es más probable que la adopción de ese tipo de iniciativas acabaría creando nuevos instrumentos de manipulación al servicio de los peores intereses. Esto lo saben quienes proponen estos mecanismos: la pregunta es por qué, para qué. La pregunta no es irrelevante: adoptar estos mecanismos es fácil, pero modificarlos después si no funcionan se vuelve imposible.
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