Desde que recuerdo, toda discusión sobre los dineros públicos viene siempre aderezada de la necesidad de una “verdadera” reforma fiscal. Lo que nunca he tenido claro es qué es eso de “verdadera” porque cada quien la define a su manera. No sería muy perspicaz afirmar que lo verdadero depende del color del cristal con que se mira: todo mundo quiere que los otros paguen impuestos para uno mantener sus exenciones. Esta contradicción lleva a que vivamos en un mundo semejante al del legendario “ministerio de la verdad”, del país inventado por George Orwell en su famosa novela “1984”: lo que se dice no es lo que se quiere decir y la verdad nunca se dice. Todo es newspeak, el lenguaje inventado por Orwell, para denotar formas de mezclar propaganda con medias verdades donde, al final del día, nadie sabe dónde quedó la bolita.
La paradoja no podía ser más elocuente: vivimos en un mundo de simulación –en lo fiscal y en lo demás- donde nunca se habla con la claridad necesaria para entender los términos de lo que se discute. En lo que respecta a los impuestos todos tienen a su villano favorito, pero nadie quiere hablar de la viga que tiene en el ojo propio. Si hemos de creer la retórica que inunda el mundo de lo público, la agricultura necesita subsidios porque si no se muere, razón por la cual los agricultores no deben pagar impuestos. Los escritores y actores hacen algo excepcional que amerita una exención. Las clases medias están muy golpeadas, lo que obliga a subsidiar la gasolina, una forma de no pagar impuestos. Los empresarios son empleadores y por eso merecen estar exentos. Los sindicalizados son una muestra de nuestra soberanía y por eso deben gozar de prestaciones libres de impuestos.
No sería exagerado afirmar que el común denominador de estos ejemplos es que todo el mundo se considera excepcional y, por ese hecho, merecedor de exenciones fiscales. Evidentemente, ningún país puede funcionar de esa manera: no es posible avanzar hacia la igualdad –definida como uno quiera- mientras la ciudadanía no se sienta responsable y, por lo tanto, comprometida con el avance del país. Tampoco es posible caminar hacia el desarrollo mientras todos vivamos en nuestro pequeño mundito de excepciones. Como dice el viejo dicho, todos coludos o todos rabones. Mientras no sea así, el país seguirá sumido en una simulación permanente donde todos pretenden que cumplen pero nadie lo hace realmente.
Podemos criticar a nuestros legisladores por los bodrios fiscales que producen pero, independientemente de las simulaciones en que ellos mismos vivan, también es cierto que no tienen más alternativa que responder ante el mundo que les rodea y ese mundo es el del conjunto de peticionarios, derechohabientes y ciudadanos que se sienten excepcionales y, por lo tanto, merecedores de tratamiento especial. En este contexto, no debe sorprender el pragmatismo que los caracteriza: hacen lo posible por afectar los menos intereses posibles y por golpear sólo a quien no tiene alternativa. Su forma de actuar es equivalente a caminar sobre un campo minado donde, como aprendieron los diputados en las últimas semanas, es muy fácil acabar en la lona.
Todo esto me hace pensar que el problema fiscal de México está mal planteado. Si uno observa las estadísticas, es claro que los mexicanos pagamos menos impuestos como colectividad de lo que pagan la mayor parte del resto de los países, igual los desarrollados que los que son más comparables a nosotros. El problema es que eso a nadie le importa. Lo que el mexicano observa no son las estadísticas, sino los malos servicios públicos, el dispendio en que incurren nuestros políticos, las prebendas de que gozan toda clase de grupos, sectores y partidos, por no hablar de las estrafalarias transferencias que le llegan a los gobernadores, las faraónicas tajadas que se llevan las universidades, el poder judicial y funciones como la de seguridad.
Es posible que cada uno de estos apartados del presupuesto de gasto se justifique y lo merezca, pero no es lo que piensa la abrumadora mayoría de la población. Es por esto que la “verdadera” reforma fiscal jamás podrá ser posible mientras no se transparente el gasto público. El gasto público en México es un hoyo negro que se distribuye en lo obscurito y se ejerce sin control. Repito: es obvio que mucho del gasto es no sólo necesario sino debidamente ejercido. El problema es que los resultados no son satisfactorios porque hay tantas muestras de exceso, corrupción y dispendio que es imposible para el ciudadano conmiserarse con los legisladores cuando se desviven por no pisar las minas al transitar el proceso de definición de impuestos y del gasto público.
Hasta que la población no reconozca el buen uso del dinero del erario jamás aceptará pagar los impuestos que serían necesarios para financiar el desarrollo del país. Desde esta perspectiva, toda la lógica fiscal del país está trastornada: tendría que comenzar por un informe creíble sobre cómo se ejerce el gasto, de qué manera se lograron los objetivos que se proponía el gobierno (incluyendo a los gobernadores, municipios y poderes legislativo y judicial) o por qué no se lograron y qué se propone para corregir los errores. Una vez pasada esa aduana, el gobierno propondría sus objetivos para el siguiente año y el presupuesto que sería necesario para lograrlos. Sólo entonces, una vez conocido el uso del gasto anterior y discutidos los proyectos para el año siguiente, se podría aprobar el presupuesto de ingresos. Un proceso así obligaría al propio ciudadano a reconocer la urgencia de los proyectos y a justificar sus propias canonjías.
Al final del día no hay nada más importante, ni más complejo, en la democracia que la asignación de los dineros públicos. Es ahí donde se conjuntan los dos componentes de la vida pública: la ciudadanía que tiene que pagar los costos de la vida en sociedad y sus gobernantes que tienen que llevar a cabo el mandato de la ciudadanía a través del presupuesto. Lo que hemos presenciado en los últimos días no es más que el reclamo de la ciudadanía por el patético desempeño del gobierno mexicano en el cumplimiento de sus funciones y responsabilidades.
Nadie en su sano juicio podrá dudar que México requiere una reforma fiscal de fondo, pero ésta tiene que ser comprensiva, es decir, abarcar los dos lados de la ecuación. Sin transparencia en el gasto y rendición de cuentas por parte de quienes lo ejercen, los ciudadanos jamás se sentirán obligados y, por lo tanto, continuarán defendiendo sus beneficios hasta la muerte. Eso es lo que hacen los rectores y los gobernadores de manera cotidiana. ¿Por qué no los ciudadanos?
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