Reforma política: una moneda de cambio sin instructivo.

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Por enésima vez se pretende discutir una reforma política en el país. De entre varios “modelos” postulados en semanas recientes, destaca la iniciativa enarbolada por senadores del PAN (aquellos encabezados por el ex coordinador de la bancada, Ernesto Cordero) y el PRD, la cual ha sido presentada ante la Comisión Permanente del Congreso este 24 de julio. Más allá del contenido de la reforma política, resultan interesantes sus implicaciones como instrumento de negociación política, el posicionamiento de los partidos en torno a ésta, y su impacto en la agenda nacional.
En el marco de las últimas campañas electorales, las dirigencias del PAN y el PRD consiguieron plasmar, en la adenda del Pacto por México, el compromiso de plantear una reforma política y electoral antes del periodo ordinario de sesiones a iniciarse el próximo 1 de septiembre. Sin embargo, no queda claro que la iniciativa suscrita por al menos 46 senadores de oposición tenga el “aval” de dicho Pacto, por tanto, tampoco se sabe si su discusión condicionaría el acuerdo. De entrada, el líder senatorial priista, Emilio Gamboa, se ha manifestado en contra de la misma. Entonces, ¿podríamos esperar que, próximamente, el Consejo Rector del Pacto emita una propuesta diferente y haya así dos proyectos de reforma política? Esta ambigüedad generada por las divisiones al seno de la oposición –sobre todo en el PAN—, debilitan el sentido estratégico de la reforma política, es decir, su carácter como instrumento de negociación con el gobierno federal, de cara a las reformas que en verdad interesan al presidente Peña: la energética y la hacendaria.
Para el PAN, el tema de la reforma política ha sido parte fundamental de su agenda programática. Hasta ahora, e incluso considerando algunas conquistas conseguidas el sexenio anterior como las candidaturas independientes –aún no reglamentadas del todo—o la iniciativa preferente –en el olvido por el actual titular del Ejecutivo federal—, una reforma política de gran calado todavía está pendiente. Asuntos como la reelección legislativa, la autonomía de la PGR, y las figuras de referéndum y plebiscito para incorporarlas en las decisiones de política pública –esto último no tan en la agenda panista, como en la del PRD—, han encarado una férrea reticencia del PRI en el pasado. ¿Qué haría cambiar esto ahora?
La oposición está frente a la oportunidad de capitalizar el ímpetu de la administración federal en sacar las reformas torales de su sexenio. Sin contar con el voto favorable del PAN en ambas cámaras (ciertamente no de la totalidad de sus bancadas, pero sí de una buena parte de ellas), no será posible materializar ninguna reforma relevante. Ahí está la “moneda de cambio”. Sin embargo, la rapidez con la que el PAN busca aprobar una reforma política (aunque no se sepa cuál) parece ser un arma de doble filo, y podría no rendirle dividendos a la oposición si no se plantean de forma correcta los términos de la negociación. En primer lugar, hay poca claridad respecto a los “mínimos aceptables” para considerar un proyecto de reforma político-electoral suficiente a fin de cumplir con esta (supuesta) condición  y avanzar en la agenda del interés de Los Pinos. Por otro lado, la velocidad con la que se pretende aprobar la reforma parece irresponsable, en particular por los asuntos tan delicados que toca. Esto genera el riesgo de precipitar su dictaminación, “descafeinarla” y, como ha ocurrido casi de manera cíclica en las últimas dos décadas, tener una “reformilla” caracterizada por haber sido aprobada por la mayoría de las fuerzas políticas y, después de haber sido aplicada en la realidad, los mismos que le dieron su visto bueno consensuarán su ineficacia y la acabarán condenando a muerte.
Más al punto, si bien en algún momento todos los partidos grandes han planteado la necesidad de llevar a cabo algún tipo de reforma política, todas las propuestas concretas se han limitado a planteamientos de académicos o a instrumentos operativos para los partidos mismos. En ninguna de las reformas llevadas a cabo de 1978 a la fecha los partidos se han comprometido a asumirse como parte integral de un proceso democrático o, cuando menos, a reconocer que vivimos una democracia. Nada resume mejor la realidad política del país que las respuestas que los presidentes de los partidos le dieron hace algunos años a un periodista que preguntaba si México es democrático. El PRI afirmó que México siempre lo ha sido, el PAN que lo es a partir de 2000 y el PRD que todavía está por consolidarse. Es decir, contrario al espíritu de la democracia, los partidos están comprometidos con su interés particular y no con el proceso que es la esencia de la democracia: la forma en que los votantes desean ser gobernados y por quién. Nadie puede dudar que nuestro sistema de gobierno –incluyendo los procesos electorales- es inadecuado para un país que se dice moderno; pero para cambiar eso se requiere una disposición a transformar la naturaleza de la política en su conjunto. ¿Están en eso los partidos que tantas reformas reclaman?

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