Todo mundo reconoce la necesidad de una reforma fiscal, pero nadie se pone de acuerdo en sus características. Unos quieren que se aumente el gasto, en tanto que otros quieren que éste se “federalice” (es decir, que se transfiera directamente a los estados); muchos organismos sociales demandan la transparencia en el gasto y la rendición de cuentas por parte de quienes lo ejercen, en tanto que otros quieren menor burocracia y mayor desregulación. El hecho es que todo mundo tiene una postura sobre el gasto público, pero nadie quiere pagar más impuestos. En esto los mexicanos no nos diferenciamos del resto de la humanidad: todos queremos que no nos cuesten los servicios que demandamos. Pero ahora que el tema se encuentra en su última fase de discusión en el Congreso llegó la hora de la verdad.
La reforma fiscal que ha propuesto el gobierno federal fue mal planteada desde el mero principio. No habían pasado más de unas cuantas semanas después del triunfo electoral del dos de julio, cuando el equipo de transición del hoy presidente Vicente Fox ya había comenzado a hablar del IVA en alimentos y medicinas. Desde ese momento, meses antes de que la iniciativa fuera siquiera contemplada, el tema ya se estaba discutiendo en términos del IVA y no del gasto, de la evasión fiscal o de la rendición de cuentas como idealmente debió haber sucedido. En otras palabras, los enemigos de la reforma ganaron el primer round y los han seguido ganando desde entonces. Pero, al igual que en el box, lo que cuenta no es el número de caídas, sino quién acaba ganando la pelea.
Las razones de la reforma no son difíciles de precisar, pues el tema lleva más de tres décadas debatiéndose en los medios gubernamentales y académicos. En su esencia, hay dos razones elementales que impulsan el tema. Una es que el gobierno tiene una excesiva dependencia fiscal respecto a los recursos petroleros. Cuando el ingreso por esta materia sube nadie se queja, pero cuando baja resulta ser una catástrofe para todos los programas con los que el gobierno está comprometido, comenzando por los sueldos de maestros y médicos, seguidos del gasto social. Nadie en su sano juicio puede poner en entredicho la necesidad de que el ingreso fiscal gubernamental goce de una mínima estabilidad.
La otra razón que explica la necesidad de una reforma fiscal es el sinnúmero de rezagos que caracterizan al país en materia de infraestructura física y social, así como en seguridad pública y educación. Frente al tamaño del reto en estos frentes, los fondos fiscales resultan a todas luces insuficientes. Por supuesto que los problemas en estos rubros no se reducen a un tema puramente financiero, pues sobra evidencia que apunta más a la corrupción y la impunidad, además de la falta de visión, como las causas de la crítica situación por la que atraviesan. Pero una dosis de sensatez llevaría a cualquiera a concluir que, efectivamente, sin una reforma fiscal es imposible resolver los problemas que aquejan al país en estas materias.
Pero los mexicanos, igual que los chinos y los franceses, no están dispuestos a pagar más impuestos por el sólo hecho de que el gobierno lo requiera. Las razones y carencias son muy grandes, pero ningún argumento es suficiente para persuadir a la población de la necesidad de pagar más impuestos. En esto reside el primer gran error de la estrategia gubernamental. En lugar de presentarla como un tema de impuestos, la reforma fiscal debió ser planteada como un tema de equidad y de ciudadanía. Es decir, como una lucha frontal contra la evasión de impuestos y como la renovación de un contrato social entre el gobierno y los ciudadanos respecto al uso de los recursos públicos. En otras palabras, el gobierno debió haber planteado la reforma fiscal exactamente al revés.
El resultado de ese error está a la vista: el gobierno se encuentra ahora a la defensiva, abogando por un impuesto que nunca ha sido muy popular, en lugar de encontrarse al ataque, colocando a los evasores en la mira y ganándose a la población con la idea de un contrato social virtual en torno a los derechos ciudadanos, la transparencia en el gasto y el fin de la impunidad. El escenario no podría ser más absurdo: el gobierno ha pasado a ser “el malo” de la película, en tanto que “los buenos” han acabado siendo los grupos privilegiados que no pagan impuestos, pero que se benefician de los bienes públicos que el resto de mexicanos hacen posibles con el pago de toda clase de impuestos. Todos aquellos que evaden el pago de sus impuestos y todos aquellos que gozan del privilegio de no tener que pagarlos, han acabado apareciendo como las víctimas de un injusto embate en su contra, en vez de ser denunciados como los depredadores que de hecho son. De esta manera, los transportistas y agricultores, autores y constructores gozan de exenciones o bases especiales de tributación que implican, en la práctica, un pago mínimo de impuestos.
La iniciativa fiscal tiene que plantearse en términos de equidad y de ciudadanía, para luego abocarse a explicar la racionalidad de la estructura impositiva que propone. Sólo así se logrará que la población la entienda y que los miembros del Congreso obtengan la cobertura política que requieren frente a sus electores. Una manera de articular este planteamiento podría ser la siguiente.
En primer lugar, la recaudación fiscal se caracteriza en la actualidad por una extraordinaria inequidad. Muchos mexicanos pagan impuestos (con frecuencia muy elevados) de manera regular y sin discusión, en tanto que otros se hacen “pato” de manera sistemática. Lo que es más, muchos causantes ni siquiera ven el dinero, pues al recibir su sueldo se encuentran con que el impuesto ya les fue retenido. Este no es el caso de numerosos individuos y empresas que evaden cotidianamente el pago de sus impuestos, sin que sus acciones (más bien omisiones) sean castigadas. Otros más no pagan impuestos, o pagan una cantidad meramente simbólica, porque se encuentran realizando actividades que gozan del privilegio de pagar un monto fijo, sin relación al nivel de sus ingresos, a pesar de que se trata, en su mayoría, de sectores económicos extraordinariamente prósperos. Si queremos construir una democracia tenemos que comenzar por establecer reglas de equidad que obliguen a todo mundo a pagar impuestos iguales respecto a ingresos iguales. La propuesta de reforma fiscal que el gobierno ha presentado se propone lograr esta equidad al eliminar todos los privilegios de que gozan diversos sectores, al tiempo en que compromete al gobierno a iniciar una lucha sin cuartel contra los evasores.
En segundo lugar, el gasto del gobierno se ha caracterizado por el dispendio, la corrupción y la impunidad en su ejercicio. La única manera de modificar esta realidad es transformando la relación entre el gobierno y la ciudadanía. Hasta el momento, el ciudadano ha tenido muchas obligaciones pero ha gozado de muy pocos derechos. La propuesta fiscal del gobierno persigue alterar esta ecuación y resarcirle al ciudadano esos derechos, comenzando por el más elemental, el de poder exigirle cuentas al gobierno a través de la transparencia en el ejercicio del gasto. La propuesta fiscal establece mecanismos concretos para que los ciudadanos puedan supervisar ese gasto y tengan la certeza de que el gobierno va a cumplir su compromiso de acabar con la impunidad y la corrupción.
En tercer lugar, la propuesta fiscal del gobierno reitera las tres prioridades que la ciudadanía ratificó con su voto y que tienen que ser privilegiadas en la composición del presupuesto de egresos del año entrante: la educación, la seguridad pública y el crecimiento económico.
En cuarto lugar, la propuesta de reforma fiscal presenta una estructura de recaudación de impuestos orientada a hacer posible el cumplimiento de esas prioridades de gasto de una manera que distorsione lo menos posible la actividad económica y contribuya al crecimiento, a combatir la evasión fiscal y a asegurar la equidad en el pago de los impuestos. La iniciativa de reforma fiscal parte del principio elemental de que, en materia económica, no hay peor injusticia que la inequidad. La inequidad se manifiesta en la existencia de impuestos distintos para personas con ingresos similares, en las diferentes tasas del IVA, en los privilegios y subsidios de que gozan algunas actividades y en la evasión de impuestos.
En quinto lugar, por lo que toca al IVA, la reforma fiscal propone igualar el impuesto para todos los productos y servicios que se compran y venden en la economía. El objetivo de la reforma no es empobrecer a los mexicanos que ya de por sí tienen ingresos bajos, sino hacer posible un crecimiento económico sano que asegure oportunidades para todos. Aunque parezca contradictorio, el IVA es uno de los impuestos más equitativos y eficientes que existen porque obliga a que todos los consumidores, entre los que se incluyen los evasores de otra clase de impuestos, lo paguen. Pero el IVA es un impuesto que sólo funciona si se le aplica por igual a todos los bienes y servicios. Al eliminarse las exenciones y la “tasa cero”, también se eliminan las oportunidades de evasión y se asegura que todos los mexicanos paguen sus impuestos, haciendo posible el crecimiento económico. En la actualidad hay tantas excepciones al pago del IVA que se vuelve casi imposible de fiscalizar, además de que el beneficio lo capturan quienes más tienen. Un IVA general, con la misma tasa para todos, hace mucho más difícil la evasión y la economía informal, lo que beneficia ante todo a los ciudadanos cumplidos.
En sexto lugar, la propuesta de reforma fiscal reconoce que la igualación de la tasa del IVA va a dañar la economía de las familias más pobres del país. Por ello, se ha diseñado un mecanismo de compensación para que todas esas familias reciban en efectivo una cantidad igual o mayor a la que tendrían que pagar en la compra de alimentos y medicinas de aplicarse un IVA homogéneo, como se propone en la iniciativa de reforma. Esto es en reconocimiento de que la equidad es un principio elemental de cualquier programa de reforma fiscal.
Finalmente, contar con finanzas públicas sanas es una condición para la estabilidad y el crecimiento económico y, por tanto, para elevar los niveles de vida de la población. Es también una condición necesaria para el éxito de nuestra incipiente democracia.
Hasta aquí el planteamiento que pudiera hacer el gobierno al Congreso y a la ciudadanía. Un enfoque como éste podría salvar la reforma antes de que la próxima caída constituya un knock out definitivo.
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