Reformar, ¿para qué?

SCJN

“No se puede hacer un omelet, alguna vez afirmó Stalin, de manera por demás oprobiosa, sin romper los huevos”. La gran pregunta para el México de hoy es cómo desmantelar las estructuras institucionales que sirvieron a la era priísta pero que son disfuncionales y empobrecedoras en la nueva etapa de desarrollo del país. Desde esta perspectiva, el país tiene que encontrar maneras de adecuarse a realidades inéditas, tanto en lo interno como en lo externo, a fin de hacer posible la conformación de un sistema político capaz de tomar decisiones y de una economía que genere riqueza, empleos y haga posible el desarrollo de las personas y las empresas. La esencia de las reformas que el país requiere se remite a estos puntos simples y elementales, pero desafortunadamente ausentes en el entorno político que vivimos en la actualidad.

Abunda la retórica y el discurso saturado de llamados a emprender reformas. Unos las quieren para ampliar el potencial de inversión de algún sector de la economía, en tanto que otros las persiguen para restaurar privilegios de antaño. En ausencia de definiciones claras y sencillas, el debate político es obscuro, politizado y saturado de intereses particulares. No ha habido un liderazgo efectivo, de parte del ejecutivo, del legislativo o de los partidos políticos, para avanzar iniciativas que respondan ante los retos reales y tangibles que enfrenta, primero que nada, el proceso político, que ha perdido capacidad de tomar decisiones; lo mismo es cierto de la economía, donde tampoco existe un debate serio sobre los problemas que afectan a las finanzas públicas, la competencia que imponen los productos manufacturados en China o la calidad de la infraestructura, física y social, con que cuenta el país. Todo mundo habla de reformas, pero nadie las define de manera concreta y nadie ha sido capaz, a lo largo de la última década, de hacer un planteamiento amplio y convincente de su imperiosa necesidad.

Comencemos por la problemática política. Desde hace años se viene hablando de la necesidad de una reforma “del Estado” sin que se defina su propósito. Si uno sigue la retórica, es evidente que unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Estos comienzan con la propuesta de formular de una nueva constitución y todo lo que de ahí se deriva. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un gobierno eficaz.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué se ha orientado el debate público en torno a la famosa reforma del Estado hacia temas tan diversos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, por citar algunos ejemplos evidentes? No hay duda de que la mayoría de los que opinan sobre el tema lo hacen de buena fe, comenzando por los miembros de la comisión que se creó luego del triunfo del hoy presidente Vicente Fox. Otros más lo harán simplemente para llevar agua (y dinero) a su molino. Sin embargo, el verdadero tema de fondo es que ninguna de esas ideas, desde las grandes propuestas de construir una nueva estructura institucional en substitución de la actual, hasta la mayoría de las propuestas más concretas y específicas, atiende al problema central: cómo hacer que funcione eficazmente el gobierno mexicano.

De lo que no hay duda es que la realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. O, puesto en otros términos, las instituciones políticas no se han ajustado a los cambios en la distribución del poder. De esta manera, una estructura institucional diseñada para operar en el contexto de un sistema presidencialista exacerbado sigue existiendo en el contexto de un sistema político caracterizado por la debilidad constitucional de la institución presidencial, la inexistencia de mecanismos debidamente conceptualizados (y expresados en leyes especificas) para que interactúen los poderes legislativo y ejecutivo, para las relaciones entre las distintas instancias y niveles de gobierno, para la sucesión presidencial en caso de muerte o renuncia del presidente, etcétera. A pesar del interminable número de leyes y reglamentos que caracterizan a la copiosa biblioteca jurídica mexicana, el presidencialismo operaba por encima de la letra de la ley, con frecuencia guiado por las “leyes no escritas” del sistema político tradicional.

Ninguna democracia puede funcionar de esta manera. Por ello, es que la reforma del Estado es tan fundamental. Pero una mala reforma, una inspirada en venganzas de antaño o el revanchismo de ahora no haría sino complicar todavía más la problemática política que existe en la actualidad. Lo que el país requiere es una reforma que arroje mecanismos efectivos para la toma de decisiones con transparencia, rendición de cuentas y contrapesos efectivos. Lo que el proceso político actual tiende a producir es parálisis, conflicto y poca claridad en la responsabilidad de los actores políticos, además de impedir la transparencia y la rendición de cuentas.

La agenda pendiente de reformas abarca temas tanto políticos como económicos. Por el lado político, lo imperativo es consolidar los procesos de decisión en la nueva etapa política del país. Ello requiere acciones en temas tan diversos como los siguientes: a) la reelección de los miembros del poder legislativo a fin de que se haga efectiva la rendición de cuentas. Este tema enfrentará serios problemas, toda vez que, para ser efectivo, implicaría la desaparición de los legisladores por representación proporcional. Su permanencia distorsionaría los mecanismos de rendición de cuentas que se pretende fortalecer con esta reforma; b) la consolidación de las instituciones electorales, tanto el IFE como el Tribunal Electoral. Este tema es por demás controvertido, pues cada partido quiere modificar el esquema prevaleciente a su conveniencia; c) el poder judicial todavía padece de extraordinarias debilidades en su propósito medular de brindar justicia expedita. Si bien la Suprema Corte de Justicia se ha transformado y adecuado a los más altos estándares internacionales, no ocurre lo mismo en los niveles que afectan al ciudadano común y corriente; y d) consolidar y hacer efectivo el acceso a la información, que es la mayor revolución potencial que el país haya adoptado en los últimos años, pues bien podría implicar una transformación radical en la relación ciudadano-gobernantes. La agenda política de reforma no se acaba en estos temas, pero cada uno de ellos es clave en sí mismo.

La dimensión económica no es menos compleja. Aunque el país ha cambiado mucho en las últimas décadas, el mundo ha cambiado todavía más. Hoy en día, un joven que entra al mercado de trabajo por primera vez no está compitiendo, como ocurría con sus antecesores, con sus pares en su ciudad o país, sino con individuos iguales a él o ella en todo el mundo. Los empleos ya no están geográficamente determinados; ahora es la combinación de habilidades, capacidad y costos lo que determina la localización de nuevas plantas, inversiones y oportunidades. Por años, México ha estado compitiendo por los empleos más elementales, que no requieren habilidades excepcionales. Es por ello que nos encontramos compitiendo con China, Vietnam, Haití y otras naciones, todas ellas caracterizadas por salarios bajos, en lugar de estar compitiendo por los empleos mejor pagados con naciones como Irlanda, India y, en general, los países desarrollados. La diferencia reside en el capital humano que caracteriza a la fuerza de trabajo de cada uno de estos grupos de naciones, así como en la calidad de la infraestructura.

Las reformas que el país requiere tienen que ver con estos factores: con la calidad de la infraestructura física (y con su disponibilidad), con los niveles educativos y capacidad analítica de la fuerza de trabajo y con los marcos institucionales que rigen las prácticas corporativas de la empresa: los contratos, la solución de disputas, etcétera. La agenda de reforma económica es algo dinámico y cambiante no porque responda a un capricho, sino porque la realidad va cambiando, exigiendo una adecuación permanente. De esta manera, mientras que la agenda de reforma política o del Estado consiste esencialmente en la creación de marcos institucionales capaces de darle eficacia, continuidad y permanencia a la actividad gubernamental y a la relación entre ciudadanos y gobernantes, y entre el poder ejecutivo y el legislativo, la agenda económica consiste en la creación de condiciones que hagan posible la generación de riqueza y, por lo tanto, de empleos bien remunerados.

La agenda de reformas en materia económica se compone de temas en dos órdenes. Por una parte se encuentran todos los que tienen que ver con la posibilidad de generar tasas de crecimiento elevadas y, por la otra, con la capacidad de acceso del ciudadano a la vida económica. Entre las primeras se pueden enumerar las siguientes: a) la reforma fiscal, cuyo propósito central tiene que ser el despetrolizar las finanzas públicas y conferir estabilidad a la economía. Por supuesto, cualquier reforma fiscal implica afectar la bolsa de mucha gente, pero también implica disminuir la inflación de manera permanente, lo que más que compensa las pérdidas en que el ciudadano promedio incurriría con cambios en la estructura impositiva actual; b) la reforma eléctrica, que en su esencia no implica más que la legitimación y legalización de la inversión privada, sea ésta nacional o extranjera en la generación de fluido eléctrico para asegurar su suministro en el futuro, a la vez que se facilita la reasignación de los recursos públicos que hoy se emplean para ese propósito hacia los temas verdaderamente centrales del desarrollo, como la educación, la pobreza, la salud y así sucesivamente; c) el reconocimiento de los pasivos fiscales que son reales pero que no han sido formalizados como tales: desde las obligaciones financieras del gobierno federal y los gobiernos estatales por concepto de pensiones de burócratas hasta las deudas del IPAB; y d) crear mecanismos de responsabilidad para asegurar la rendición de cuentas sobre el uso de los recursos que, crecientemente, están siendo transferidos hacia los estados y municipios.

Las reformas que el país requiere se inscriben en diversos rubros, pero lo crucial es su componente sustantivo, más que el técnico. Viendo para adelante, lo evidente es que hay que reformar las instituciones políticas a fin de darle viabilidad tanto al gobierno mexicano, entendiendo a éste como un todo, así como para hacer posible el desarrollo de la economía. Esto implica varios pasos muy específicos. En primer lugar, sería necesario decidir, con toda claridad, si México será un país que privilegie a los ciudadanos o uno que privilegie a las viejas corporaciones e intereses. Esta primera definición tendría enormes repercusiones posteriores. En segundo lugar, es imperativo que las fuerzas políticas y los representantes populares reconozcan que el consenso es un objetivo tanto imposible como indeseable. En una situación de polarización como la que existe en el México actual, lo importante es llegar a acuerdos sobre procesos y medios, más no sobre objetivos. Es decir, por ejemplo, acuerdos sobre cómo se decidirá quién nos va a gobernar (las elecciones), más no sobre el contenido del gobierno que de ahí resulte. Y, finalmente, en tercer lugar, es necesario crear incentivos que conduzcan a la cooperación. En el caso más importante, el del poder legislativo, lo imperativo es crear incentivos que favorezcan la cercanía de los legisladores con los votantes pero, en cualquier caso, incentivos que favorezcan la toma de decisiones. Una manera de lograr lo anterior sería por medio de la reelección de los legisladores, pero una medida intermedia para alcanzar la efectividad podría ser uno como el de la llamada “Ley Guillotina” francesa, que obliga a los legisladores a actuar dentro de un plazo perentorio cuando se presenta una iniciativa por parte del ejecutivo. El chiste es no perder claridad del objetivo, es decir, no perderse en los detalles, conjurando el propósito último que la reforma se proponía alcanzar.

El dilema que enfrenta el país en la actualidad no permite salidas fáciles pero, al mismo tiempo, no hay una infinidad de opciones. La decisión clave es si se privilegia al ciudadano o se privilegia a las corporaciones e intereses de antaño. Lo primero implicaría avanzar hacia la reelección, una mayor competencia en la economía y una mayor fortaleza fiscal del gobierno, en tanto que lo segundo se lograría simplemente con no hacer nada. La parálisis siempre beneficia al statu quo.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.