Impactante el contraste entre el discurso de los políticos y la realidad en las calles. Como si se tratara de dos mundos contradictorios, que se ignoran mutuamente. Mucho de eso hay en México y en el provincianismo de su política, pero no me refiero a México. La gran revelación de la película The Square, es que hoy ya nadie goza del monopolio de la información. La interrogante relevante para nosotros es si las reformas recientes empatan con ese cambio en la realidad.
La película, un documental sobre la rebelión estudiantil en la plaza Tahrir, es un perfil de seis activistas desde el inicio de las manifestaciones hasta que el ejército retoma el poder luego de tumbar al presidente electo. Es un poderoso testimonio de una movilización social espontánea, quizá animada por años de contención y represión política. Pero el mensaje más trascendente no reside en las manifestaciones mismas sino en la narrativa de la movilización.
Cuando comenzó y se propaló la llamada “primavera árabe”, muchos observadores apuntaron que los medios de comunicación, las redes sociales y otros instrumentos de la era de la globalización habían hecho posible el fenómeno. Algunos historiadores, menos pasionales, demostraron cómo las revoluciones europeas del siglo XIX habían seguido un patrón similar: el ejemplo había tardado más en cundir, pero había tenido el mismo impacto. La tecnología apresuró los tiempos pero no cambió la dinámica. Lo que la tecnología si logró fue terminar con el monopolio de la verdad.
Como dice uno de los protagonistas, antes la historia la escribían los ganadores, ahora cada quien cuenta la suya. Los políticos ya no son los poseedores de la verdad y sus afirmaciones son inmediatamente cuestionadas, frecuentemente con datos implacables. Los medios de comunicación tradicionales ahora compiten con blogueros y, de hecho, con cualquier persona que trae un teléfono con cámara en la bolsa. Ya no existe una sola verdad ni una sola perspectiva. Las implicaciones políticas de este hecho son extraordinarias.
Para comenzar, nadie controla los eventos y la capacidad de manipularlos disminuye drásticamente. No es inconcebible que, de haber tenido lugar una o dos décadas antes, el intento de desafuero (2005) hubiera sido exitoso, pero hoy sería imposible porque nadie controla todos los procesos, incluido el gobierno.
Como dice Aníbal Romero, la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados “y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía”. Esto se magnifica dramáticamente con la multiplicidad de fuentes contradictorias de información y la explosión de las expectativas, todo lo cual altera de manera fundamental la actividad gubernamental.
El mundo de antes era el paraíso de los políticos controladores y la población tenía pocos recursos a su alcance. Los reyes y los señores feudales (cualquiera que fuese su título) dominaban gracias a su capacidad para controlar los insumos básicos. Aunque con excepciones, esa capacidad de control y manipulación se mantuvo inalterada hasta hace apenas unos lustros. Hoy, como dice David Konzevik, las expectativas crecen 5% por cada 1% que crece el ingreso, es decir, crecen exponencialmente y no es necesario para una persona más que ver la televisión para saber que quiere lo que ahí vio y que lo quiere ahorita. Gobernar en este contexto exige una forma muy distinta de entender al mundo y de actuar.
En el México de las muchas reformas, la pregunta es si éstas empatan la realidad de hoy. En ocasiones me parece que en lugar de intentar colocar al país adelante de la curva, lo que en realidad se está haciendo es legislar la revolución industrial de principios del siglo XIX: la era del control y la centralización.
Hay varias cosas que parecen muy claras: primero, ya no es posible engañar a la ciudadanía ni intercambiarle oro por espejitos relumbrantes; segundo, la población va años adelante de los políticos en cuanto a sus deseos y expectativas y no hay manera de satisfacerlas y ciertamente no con los instrumentos hoy disponibles; y tercero, dado que el gobierno no puede controlar los flujos de información o las expectativas (y sería ridículo que lo intentara), su función debería concentrarse en darle a las personas los instrumentos y las capacidades para que puedan ser exitosas por sí mismas.
La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, pero sus implicaciones en el terreno de las reformas es evidente: éstas tienen que concentrarse en liberar la capacidad productiva de la población (laboral); darle instrumentos para que pueda valerse en un mundo tan complejo y competido (educación, salud); darle acceso a la información (telecomunicaciones); y crear condiciones para que sus derechos estén protegidos (política y seguridad). La diferencia es el enfoque, el “para qué”.
Me quedan dos dudas: primera, aunque los recursos energéticos potenciales son evidentemente enormes y ameritan una explotación intensa, racional y exitosa, ¿por qué concentrarse en eso, siglo XIX, en lugar del siglo XXI? Otra duda: ¿en qué medida las reformas que han sido aprobadas y cuya segunda etapa está en proceso se apegan a la lógica de avanzar lo importante para el futuro?
En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.
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