Régimen de ilegalidad

SCJN

La buena noticia es que la ley y la constitución se han convertido en temas de discusión entre todos los mexicanos. La mala es que la ley esté sujeta a discusión. Esta aparente paradoja resume mucho de lo que hemos estado viviendo en estos días. El espectáculo ofrecido por abogados de mucho y poco pelo, políticos versados en la ley y legisladores experimentados, leguleyos y analistas, lo mismo serios que de dudosa reputación, es inenarrable. Todos y cada uno de ellos ofrece una perspectiva distinta que deja azorado hasta al más pintado. Por supuesto que la ley, en cualquier país, está sujeta a interpretación, pero la diversidad de enfoques, artículos contradictorios y leyes ambiguas ponen en evidencia las enormes lagunas que enfrenta el país para construir un Estado de derecho que es, a final, la justificación, al menos formal, al tema del desafuero. Todo esto también ha exhibido la fragilidad del régimen y lo absurdo (e increíble) del proceso de toma de decisiones dentro del gobierno.

Lo menos que puede decirse es que tenemos una base legal bastante peculiar. Las opiniones encontradas, las múltiples interpretaciones, las distintas versiones de uno y otro lado del debate político-legal de las últimas semanas refleja, por el lado benigno, un inusitado interés por los temas legales. Los mexicanos, acostumbrados a que la ley fuera simplemente una formalidad sujeta a cambios caprichosos por parte del gobierno, ahora vemos como se convierte en el meollo de una disputa importante y trascendente. Por décadas, si no es que por siglos, la ley era lo que el señor presidente (y sus predecesores, del tlatoani en adelante) decía que era. Si existía un vacío legal, el presidente mandaba una reforma, así fuera constitucional; si existía una contradicción, como muchas de las que ahora comienzan a surgir, la interpretación del señor presidente era infalible. El mandato divino resolvía toda contradicción y solventaba cualquier deficiencia.

En una demostración fehaciente tanto de la división de poderes como de la libertad de litigar y defender a un acusado, dos avances dramáticos dada nuestra historia, la discusión que ha cobrado forma y fuerza hace patentes todas estas incoherencias, contradicciones y lagunas. Pero también hace gala de las oportunidades que se nos presentan, por gracia de la democracia, así sea una imperfecta. Por más que todo este debate genere una evidente incertidumbre, nadie puede dejar de apreciar la belleza que representa el que todo esto aparezca a plena luz del día.

Por supuesto que nada de esto hubiera ocurrido en un Estado de derecho. La razón es simple: tan pronto se hubiera evidenciado una flagrante ausencia o contradicción, cualquiera ?un quejoso, una parte interesada o, simplemente, alguien con una postura o interpretación distinta- hubiera iniciado un proceso legal para que el poder judicial resolviera. Pero en un país dominado por un ejecutivo todopoderoso y con una Suprema Corte inaccesible al ciudadano común, la posibilidad de avanzar en este proceso era nula. Todo eso ha cambiado. Seguramente tomará tiempo allanar el camino, pero la necesidad de avanzar en esa dirección ya está ahí.

Pero nada de esto resuelve el problema del momento. En lo que parece un drama digno de Shakespeare, el país está sumido en una disputa que no sólo amenaza la estabilidad del país, sino que revela una realidad tan obscura e inasequible, que es imposible desarrollar fuentes de certidumbre para los interesados, así como para la población en general. Vale la pena tratar de reconstruir donde estamos para poder analizar vías de salida.

Lo que tenemos en este momento es una disputa que, para fines analíticos, se puede dividir en tres componentes: a) una pésima estructura legal; b) un gobierno incapaz de administrar un proceso político-legal; y c) un conflicto político. Cada uno de estos componentes tiene su propia dinámica, pero todos interactúan entre sí en diversos foros: desde la Suprema Corte (también dividida y litigando en las calles) hasta los cafés y los medios de comunicación, pasando por el Congreso, la Asamblea de Representantes del DF, el poder ejecutivo y el lugar en que se encuentre Andrés Manuel López Obrador en un momento dado. Todo el país parece sumido en el conflicto.

Luego de semanas de argucias legales, demandas y contra demandas, controversias constitucionales, ofertas (aparentes) de indulto y toda una caterva de argumentos por parte de abogados y analistas, muchos de ellos contradictorios, una cosa nos queda clara: que la coherencia no es la principal característica de nuestro sistema legal. Los resquicios que existen para argumentar una cosa en contra de otra son infinitos, al grado en que hasta los más avezados expertos legales han cometido pifias en sus interminables apariciones mediáticas. La buena nueva de esto es darnos cuenta de los problemas que debemos enfrentar. La mala noticia es que no parece obvio que, dada la (aparente) imposibilidad de diálogo entre los tres poderes, pueda limpiarse el frente legal a mediano o corto plazo, a fin de sedimentar la base de una nueva legalidad.

El caso español es ilustrativo en esta materia. Aunque su problema no era de incompatibilidades y contradicciones caprichosas como el nuestro, los españoles enfrentaron un problema conceptualmente similar a la muerte de Francisco Franco. La legalidad que había construido Franco no era compatible con una democracia; sin embargo, el dilema para los nuevos demócratas era cómo hacer la transición legal. Luego de muchas discusiones, se decidió dar continuidad al sistema legal y las leyes emanadas de la era franquista a fin de que no hubiera un quebranto en el Estado de derecho, pero procediendo a partir de esa plataforma hacia una nueva estructura legal. Un par de años más tarde, España inauguró una nueva, y ejemplar, constitución, a partir de la cual no sólo se creó una nueva legalidad democrática, sino que sentó las bases para la consolidación de su democracia y pujante economía. Aunque las dinámicas sean distintas, hay obvias razones para pensar que ese precedente es directamente aplicable a nuestra circunstancia actual.

Si la legalidad es un problema, la conducción del proceso político y legal, desde el inicio del gobierno, pero particularmente con el desafuero, ha sido atroz. El gobierno del presidente Fox desperdició en el primer año de su gobierno una oportunidad de oro para negociar un pacto de legalidad, justo cuando el PRI se encontraba desgarrado y el PRD dispuesto a hablar de opciones. Luego se enfiló hacia el tema del desafuero sin claridad de objetivos, con diferencias flagrantes de enfoque dentro de su administración y sin haber meditado las posibles consecuencias de su actuar. Todas esas deficiencias se han tornado dramáticas en la actualidad.

Es por demás evidente que el las diferencias dentro del gobierno se han ahondado. Estas diferencias no sólo son explícitas sino públicas; las contradicciones flagrantes y la búsqueda de salidas vergonzosa por sus formas y por sus contenidos. Todavía peor, lo patético reside en que todo lo que ahora se comienza a replantear era previsible y fue analizado ad hominem por innumerables analistas y políticos. Una administración que ya de por sí no se había distinguido por su consistencia, perseverancia o capacidad de negociación, se embarca ahora en un proceso por demás complejo, saturado de agujeros y riesgos. Aunque en un sentido hipotético era entendible la lógica del desafuero, nadie pudo tener la certeza de que éste sería un camino fácil, seguro o confiable.

Por si lo anterior no fuera suficiente, el tema del desafuero no es un hecho aislado que pueda ser discutido en abstracto, sino el síntoma de una aguda disputa política que tiene dividido al país. Parte del conflicto se deriva plena y llanamente de proyectos políticos encontrados que nadie ha intentado conciliar, aunque no deja de ser patético que, en un mundo globalizado en que no hay opciones reales (como ilustra Brasil), se siga discutiendo el qué hacer en lugar de debatir cómo hacerlo. Pero lo fundamental del conflicto reside en la indisposición de las partes a buscar puntos de encuentro. Aguerridos y absolutamente convencidos de su verdad y de su estrategia, tanto el presidente como el (¿ex?) jefe de gobierno se enfrascaron en un proceso que ambos estaban seguros convenía a sus objetivos, pero que sólo uno tuvo la habilidad de explotar en su beneficio. Lo que el gobierno no ha entendido es que su peor escenario es el conflicto y eso es lo que su proceder está engendrando.

El desafuero y la situación política actual han dividido al país, pero las motivaciones de quienes lo han apoyado o quienes se han opuesto, no son las mismas. Aunque parece haber pocas dudas de que hubo una violación de la ley, mucho del apoyo al desafuero trasciende esas consideraciones. De particular relevancia son los cálculos del PRI, cuya lógica, fuera de desacreditar al gobierno, no es evidente ni, valga la redundancia, muy lógica. Lo mismo se puede decir de quienes han rechazado el desafuero de manera tajante: sus motivaciones tienen que ver con un proyecto político, lo que no implica que todos estén cegados ante la posibilidad de que, efectivamente, pudieran existir violaciones a la ley. De ganar su candidato, igual podrían acabar padeciendo las consecuencias de ignorar la importancia de la legalidad.

Quizá las motivaciones más complejas en todo este proceso sean las del propio presidente Fox. Preocupado por la legalidad, ha avanzado un planteamiento ambicioso y, al menos en la retórica, convincente. A pesar de lo anterior, esa retórica no es compatible con el actuar del propio presidente Fox y su gobierno a lo largo de estos años, lo que abre un flanco evidentemente vulnerable. Pero tampoco parece haber mayor duda que el presidente, fiel a su naturaleza, entró en este proceso de buena fe, convencido de que la población (y las encuestas de opinión pública) le darían la razón. Los titubeos de los últimos días parecen sugerir que las encuestas no han sido buena guía para su desempeño en esta materia y que la falta de comprensión de lo esencial de la política puede acabar revirtiendo todo el proceso en su contra. Aunque en términos políticos lo peor que podría hacer es dar marcha atrás (y repetir el numerito de Atenco), seguir adelante podría implicar un conflicto incontenible. El poder no es lo suyo, pero el país no puede vivir de los vaivenes de las encuestas o los humores de cada mañana.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.