¿Qué es primero, leyes adecuadas para que funcione una sociedad o una ciudadanía que las cumpla? El tema no es ocioso; los países exitosos tienen una cosa en común: el hecho de que existen reglas del juego claras para todos los actores sociales, económicos y políticos. En algunas de esas naciones las reglas son autoritarias, en otras liberales, pero existen reglas y se hacen cumplir: en eso da igual si se trata de China o de Inglaterra.
Parte de nuestro legado priista entraña un absoluto desprecio a cualquier regla. Peor, nos acostumbramos a que las reglas existentes sólo se hacen cumplir de manera sesgada y que siempre son susceptibles de cambiar, cuando así le conviene al burócrata del momento o mediante una mordida. Quizá fue esa lógica la que originó la pregunta de Cantinflas al sentarse a jugar dominó: “¿vamos a jugar como caballeros o como lo que somos?”.
Lo que no es evidente es si nuestro desprecio por las reglas se deriva de las características de las reglas, del desprecio casi congénito que los ciudadanos parecemos tener por ellas o por la forma en que actúa el gobierno. El asunto no es nuevo, pues la frase famosa de la era colonial -obedezco pero no cumplo- muestra que se trata de un legado ancestral. Sin embargo, dada la importancia crucial que tienen las reglas para el desarrollo, es imperativo dilucidar la naturaleza del fenómeno.
En Polanco hace décadas se debate sobre el tema de los estacionamientos. Gracias al sismo de 1985, la otrora colonia residencial súbitamente se convirtió en una zona comercial. En lugar de casas, en muy pocos años se llenó de edificios multifamiliares. Por más que peleaban las organizaciones de colonos, las autoridades delegacionales autorizaban cada vez más tiendas, restaurantes, hoteles y comercios de todo tipo. Muy pocos de estos contaban con el número de cajones de estacionamiento requeridos. Desde que recuerdo, la solución mágica en cada discusión era: hacer un gran estacionamiento subterráneo debajo del parque. La idea es lógica y tiene todo el sentido del mundo y más porque varios delegados ofrecían construirlo y ya no autorizar más edificios o comercios. A pesar de ello, la oposición de los colonos ha sido sistemática, como si fueran una bola de reaccionarios intolerantes. La lógica del que ahí vive es muy simple y contrasta radicalmente con la de quien “visita” el lugar por tres años como ocurre con los delegados: para el colono la palabra del delegado se la lleva el viento porque no ha habido uno solo que no autorice cada vez más actividad comercial: no hay acuerdo que valga. De construirse el estacionamiento, dicen los colonos, habría justificación para nuevos permisos. En una palabra: no existen reglas confiables que le confieran certidumbre al ciudadano y nadie le cree a la autoridad.
Hace tiempo conocí a un empresario inmobiliario que decidió desarrollar un centro comercial en EUA. Compró el terreno, contrató al arquitecto, obtuvo los permisos respectivos y construyó el proyecto en tiempo record. Acostumbrado a operar un negocio similar en México, sus comentarios eran siempre de lo eficiente que era todo, de la claridad de las reglas y, sobre todo, del hecho que la mayor parte de los trámites se hacían por correo: no perdía el tiempo y no había mordidas. Un par de años después, uno de sus inquilinos le propuso duplicar su espacio, para lo cual llamó al arquitecto, quien diseñó el proyecto respectivo. Tan pronto se completaron los planos se enviaron al gobierno de la ciudad para su aprobación. A la semana recibieron una notificación de rechazo porque no cumplían con la regla relativa al número de estacionamientos respecto a los metros de construcción. El empresario corrió a esa oficina y se encontró con una pared. “Pero son sólo dos espacios de estacionamiento los que faltan de un total de más de cien” reviró el empresario. La respuesta fue igualmente clara: si cumple usted la regla se le autoriza, si no se le rechaza. Punto.
Cuando se discutía la reforma electoral al inicio de los noventa, mi amigo Federico Reyes Heroles emprendió un estudio de las diversas modalidades de legislación existente y de las instituciones relevantes. Como parte de ello visitó las oficinas de la autoridad electoral en Alemania. Resulta que le costó trabajo conseguir una cita para que lo recibieran y, cuando llegó, entendió porqué: se trataba de una oficina administrativa que nunca recibía visitas ni entendía su personal la necesidad de explicar lo que para ellos era obvio: existe una legislación y nosotros no hacemos otra cosa más que instrumentarla. Las reglas son claras y no requieren de un consejo (como el IFE) ni de mayor discusión.
Los tres ejemplos retratan circunstancias que explican la importancia de contar con reglas claras que le confieran certidumbre al ciudadano, al empresario, al partido político y al país en general. Luego de observar a Brasil por algún tiempo, me parece claro que su éxito relativo no tiene tanto que ver con grandes reformas sino con la continuidad de su gobierno que, a pesar de las personalidades contrastantes de sus últimos dos presidentes, Cardoso y Lula, fue casi perfecta. Es decir, 16 años de certidumbre. La claridad y la certeza hacen milagros.
Lo que hace funcionar a un país es la certidumbre de sus procesos. March y Olsen, dos especialistas, dicen que lo que hace funcionar a las instituciones es la manera rutinaria en que la población hace lo que “supuestamente debe hacer”. La autoridad, dicen, debe abocarse a provocar patrones estandarizados de acción que no requieran un análisis profundo o decisiones discrecionales. Es decir, se trata de procedimientos definidos de antemano y conocidos por todos y que están diseñados para provocar claridad y certidumbre. Cuando se incorporan poderes discrecionales desaparece la certidumbre porque un burócrata puede cambiar las reglas en cualquier momento. Es en este sentido que, dice Oscar Arias, ex presidente de Costa Rica, “respetar la institucionalidad democrática significa mucho más que votar cada cuatro, cinco o seis años. Significa comprender que hay unas reglas del juego que no admiten excepciones”.
Volviendo al inicio, ¿qué es lo primero? Quizá nuestro problema es que llevamos siglos dependiendo de autoridades cambiantes que tienen excesivos poderes y, por lo tanto, son incapaces de conferirle certidumbre a la ciudadanía. Aquí, como en tantos otros ámbitos, el problema es que no ha habido cambio de régimen: seguimos viviendo bajo el esquema del centralismo cuando todo se ha descentralizado. El centralismo murió por inoperante. Ahora tenemos que darle institucionalidad a la realidad.
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